NOTA INICIAL. La llamada llegó poco después de la medianoche. Era la llamada de un número desconocido.
La insistencia hizo que contestara. La voz, al otro lado, se disculpó, aunque no se identificó más que como “un policía”, y explicó su propósito.
“Carmilla –dijo, después del saludo–, ¿recuerda usted al comisario Bonilla, Fredesvindo Bonilla?”
La respuesta no se hizo esperar.
“Sí, claro que lo recuerdo”.
“¿Recuerda lo que nos enseñan en la Academia acerca de la unidad, de la hermandad que debe existir entre los miembros de una misma promoción?”
“
Sí, también recuerdo eso”.
“Pues, fíjese que un amigo y yo deseamos darle un caso, el caso del comisario Bonilla…, y algo más”.
“No entiendo bien”.
“Le explico. Mañana a las siete de la mañana estaremos esperando en la Anapo, en el campo de parada frente a las gradas. Dos hombres sin uniforme y con pasamontañas. Le daremos el caso para que lo escriba… Lo que le digamos podrá comprobarlo… Lo único que no podrá saber será la identidad de los que hablaremos con usted… Usted entiende, ¿verdad? ¿Le interesa?”.
LA CITA. Era una mañana de sábado, hace ya casi un año. La Academia se veía solitaria, soplaba un viento fresco y persistente que agitaba las copas de los árboles y la quietud solo era interrumpida por el motor de algún vehículo lejano o por el canto de los pájaros.
Al fondo, en la esquina más alejada de las gradas, estaban dos hombres, sentados uno al lado del otro, en buzo y camiseta, con pasamontañas y anteojos oscuros. Un folder con unos cien folios estaba sobre la paleta de una silla y, sobre otra, había jugos en lata, varios croissants y café. Al parecer sería una plática larga.
Por el tono de su saludo noté la satisfacción que les produjo a los hombres aquella cita, aunque pareció que algo les deformaba la voz. Tanto misterio era incómodo, sin embargo, los hombres inspiraban confianza. No estaban acostumbrados a perder el tiempo.
CAMINO. La tarde del veintitrés de agosto de dos mil once estuvo cargada de humedad, aunque un poco cálida y pesada.
El Campo de Parada Marte, en la carretera a Mateo, se iba llenando de corredores que se saludaban con camaradería, al tiempo que otros se despedían.
El comisario Bonilla era uno de estos. Acababa de dar la última vuelta, de hacer unas cuantas cuclillas y de contar varias lagartijas.
Estaba empapado en sudor y jadeaba. Revisó el celular que sacó de su mochila e hizo una llamada.
Un fulgor extraño iluminó su rostro. Cuando subió a su Toyota Tacoma color rojo, iba contento y parecía descansado. Pero había un problema. Se había tardado y la noche caía rápidamente. Hizo una segunda llamada.
“Hola, voy saliendo –dijo–, repítame la dirección, por favor.”
Eran casi las seis de la tarde cuando se estacionó en la gasolinera de La Cañada, en el anillo periférico, hizo una tercera llamada y, luego, siguió su camino. Era el camino que lo llevaba a la muerte. El comisario Bonilla estaba viviendo sus últimos minutos.
DIRECCIÓN. Cuando llegó a la colonia El Pedregal siguió adelante, seguro de que iba en la dirección correcta, dobló a la izquierda, avanzó cien metros, entró a La Guazalona y enfiló por una calle estrecha que bajaba entre baches y sombras unos cien metros.
A los lados, las casas mostraban la pobreza de sus habitantes, los postes de la energía eléctrica tenían los focos apagados y los escasos bombillos que brillaban bajo los aleros de las casas apenas despejaban la oscuridad.
Varios niños correteaban detrás de una pelota, más allá, dos mujeres caminaban hacia sus casas después de salir de una pulpería y en algunas piedras fumaban unos muchachos, casi adolescentes, mostrando poca curiosidad. De pronto, el comisario se dio cuenta que estaba perdido, detuvo el Tacoma y llamó de nuevo.
“No, esa no es la calle… Se metió por otro lado; regrese y doble a la izquierda, dos calles más abajo…”
Colgó. Justo en ese momento, tres muchachos rodearon el carro con armas en las manos, uno de ellos abrió la puerta del chofer y encañonó al comisario.
“¿Qué pu… buscás aquí? ¿Quién sos?”
“Es que estoy perdido… Busco a una muchacha…”
El eco de sus palabras se perdió ante el estruendo que salió del pecho de uno de los muchachos.
“¡Hey, jomi! Este hijuep… es un jura…!
La respuesta vino desde atrás del Tacoma.
“¡Bájenlo!”
El comisario salió de la cabina sin poder defenderse y lo tiraron al suelo. Dos AK-47 y tres nueve milímetros le apuntaron a la cabeza.
“¡Es un jura!”
“¡Regístrenlo!”
“
Trae una nueve y un M-16”.
“¿Qué buscabas aquí, bazuka?”
“Me perdí…”
El comisario no dijo nada más, una patada en el pecho lo interrumpió. Luego vinieron otras y otras más.
Alrededor se había hecho el silencio. Las casas habían cerrado sus puertas y ventanas, los niños se habían escondido y una pareja que se besaba en la oscuridad había desaparecido. Las luces altas del Tacoma lanzaban dos rayos de luz sobre la calle solitaria; varios remolinos de polvo amarillento se levantaban a lo lejos.
ORDEN. El comisario estaba en el suelo, sangrando y ante los cañones de las armas. Los gritos de los muchachos estremecían el espacio.
“Hey, jomi, ¿qué hacemos con esta basura?”
“Mátenlo… Llévenselo de aquí y mátenlo…”
“¿Quiénes van, jomi?”
“Vos, el ‘Rani’, ‘El Tile’ y ‘El Chele’. Llévense lejos esa basura y mátenlo… Llévense una AK y dos pistolas. No quiero planchones…”
Dos muchachos pusieron de pie al comisario, lo amarraron de pies y manos y lo tiraron en la paila del Tacoma. Dos muchachos se subieron con él; los otros dos se subieron en la cabina. El carro retrocedió unos metros, dio la vuelta y desapareció a lo lejos. El jefe, el que había dado la orden de ejecución, se perdió en la oscuridad, seguido de varios jomis.
RUTA. El Tacoma cruzó las calles como un suspiro. Cuando salió de la ciudad y enfiló sobre la carretera de Danlí, el comisario quiso decir algo, se agitó, trató de atacar a uno de sus secuestradores, a pesar de que estaba amarrado, y uno de ellos disparó el AK-47, hiriéndolo en el pecho. Una bala cruzó la paila, perdiéndose en el asfalto, y otra hirió al “Rani” en un pie.
Unos minutos después, el Tacoma se detenía bajo un lago de luz, casi frente a una casa en la colonia Los Pinos.
Los muchachos bajaron al comisario, lo golpearon varias veces y le dispararon hasta matarlo. El Tacoma salió disparado una vez más. La Policía lo encontró varias horas después en la colonia Villanueva, con una llanta ponchada por un balazo.
El cuerpo del comisario había sido reconocido luego de que vecinos llamaron a la Policía para denunciar el crimen.
“Solo oímos que unos chavos gritaban y pateaban a un hombre que acababan de bajar de un carro rojo… Después oímos los disparos… Salimos a ver cuando ya no estaban los asesinos”.
TRISTEZA. A la mañana siguiente, el cuerpo del comisario, vestido con su traje de gala, descansaba para siempre en su ataúd. Su esposa lloraba, sus compañeros mostraban su profunda tristeza, los periodistas hacían preguntas y los demás comentaban en voz baja.
¿Quién pudo haber matado al comisario Bonilla? Su trabajo como jefe de Personal de la Dirección de Centros Penales no podía granjearle enemistades, su natural pacífico y amigable lo hacía ser aceptado por todo el mundo y a su alrededor, nadie le deseaba un mal. ¿Entonces?
Cuando los detectives de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal, DNIC, desenredaron el misterio, luego de un trabajo de campo largo y penoso, se supo cómo había muerto el comisario. Varios testigos protegidos hablaron después de largos días de visitas y la Policía detuvo a uno de los asesinos. Pero los demás estaban lejos de ser encontrados.
El “Rani”, herido por una bala de su propio fusil en un pie, se refugió en la colonia Las Brisas pero cuando la Policía fue por él había desaparecido. El jefe, el que dio la orden de muerte, se escondió por un tiempo y, poco a poco, el caso se enfrió. Era imposible encontrar a los criminales. Pero había algo que no iba a enfriarse nunca.
El espíritu de cuerpo, esa hermandad que nace de la comunión, de las penas, del sufrimiento y de los escasos placeres en la Academia y que une a los miembros de una promoción como miembros de una sola familia. Eso no se iba a enfriar jamás.
“Carmilla –dijo uno de los hombres emascarados–, ese espíritu permanece vivo en los corazones por toda la vida; nos une, nos hace hermanos, nos compromete para siempre… Es el mismo espíritu que une a los tres mosqueteros: ¡Todos para uno y uno para todos!”.
SECRETO. “Nadie sabrá jamás lo que no debe saberse. Este caso fue doloroso para la Policía porque era un comisario, en menos de cien días iba a ascender a subcomisionado y murió solo por ser policía… Eso es imperdonable… La Policía no puede quedarse de manos cruzadas… Es cierto que la justicia debe prevalecer sobre todas las pasiones y los deseos de venganza, pero hay gente que daña, que destruye solo por el placer de matar, que odia sin razón y que burla permanentemente a la justicia… Bonilla no se metía con nadie… Esa noche iba a cenar con una muchacha que conoció sabe Dios donde y por irla a traer se perdió y encontró la muerte, y una muerte terrible, inmerecida… En la cárcel existe un Código Rojo que castiga con severidad a violadores de niños y a otro tipo de criminales… En la Policía no debe extinguirse jamás el espíritu de cuerpo…, es la esencia que nos une, que nos hermana para siempre… ¡Todos para uno y uno para todos!”.
MUERTES. Poco tiempo después aparecieron ejecutados varios muchachos de los que la DNIC dijo que podían estar vinculados con el asesinato del comisario Bonilla.
No se supo a ciencia cierta si estos muchachos participaron o no en la muerte del oficial, sin embargo, la ejecución tenía algunas características especiales de las que no quisieron hacer comentarios.
Muchos meses después del veintitrés de agosto de dos mil once, una nueva muerte fue ligada al crimen del comisario. Un muchacho y su esposa fueron encontrados muertos en un lugar abandonado de la carretera del norte.
El muchacho, un joven de piel trigueña, delgado, no muy alto, de rasgos casi indígenas y cabeza rapada, presentaba señales de tortura, le habían dislocado, mejor dicho, desencajado el brazo izquierdo desde el hombro, y lo había asesinado a balazos. Su esposa estaba muerta a su lado.
OPERACIÓN. Era una noche tranquila en aquella calle solitaria y estrecha, cubierta por la oscuridad.
Los postes sin luz, los bombillos brillando solos bajo los aleros de las casas, los perros ladrando en los solares llenos de sombras… Y de pronto, varias camionetas que rompen el silencio con el rugido de sus motores y el chirriar de las ruedas, el estruendo de voces que se confunden en órdenes que inundan el ambiente y las figuras negras que salen de los carros con armas en las manos, moviéndose con la agilidad de los expertos.
La puerta de la casa se abrió de golpe, los hombres entraron, gritaron varias palabras y un muchacho se puso de rodillas con las manos en la nuca. Cuatro manos lo cogieron al mismo tiempo, lo levantaron en el aire y lo sacaron sin ninguna dificultad. Dos segundos más y estaba en una de las camionetas que retrocedió en medio de una nube de polvo amarillento. La operación había durado menos de quince segundos.
“Los informantes dijeron que este dio la orden de asesinar a Bonilla… Con eso, todo había terminado…”.
NOTA FINAL. Los hombres se pusieron de pie, tal vez sonrieron detrás de los pasamontañas, aunque debió ser una sonrisa triste, y quizás lloraron detrás de los cristales negros de sus lentes para sol. Uno de ellos dijo:
“No es correcto lo que se hizo pero lo hecho, hecho está. Tal vez el apasionamiento de algunos los aconsejó para bien o para mal… Ese es el espíritu de cuerpo… Quizás sea una hermandad que también pueda provocar el mal, y quizás esto no sea correcto… Escriba el caso… Revise el expediente y escríbalo… No debe quedar en el olvido.”
Era la hora del almuerzo. El viento ya no soplaba con la misma fuerza. El cielo estaba gris y hacía frío, un frío agradable… bajo aquella atmósfera de tristeza.