TEGUCIGALPA, HONDURAS.- El coronavirus nos tiene postrados por doquier y es casi seguro que nadie aprenderá su lección. Lloramos perder el trabajo, olvidando, por tiempo y lucro, que muchas veces lo hicimos mal, con total desgano, trampeando o dañando al compañero.
Sin dinero para lo básico y lo botamos en naderías. Comida cara y escasa y nuestra tierra pare más hijos que compromisos.
La pandemia nos arrinconó y, pareciera, que nos aflige más quedar rajados del bolsillo, de culpar a unos y otros de “inventarla” que cambiar nuestros desbordes. Nos aniquila sus graves efectos y nos mostramos, de pronto, irreverentes, sobrados e irracionales, mientras el pavor atrapa a hombres y mujeres de las naciones más poderosas del mundo.
Tino
Casi un mes adelantando el desastre sanitario, económico, emocional y psicológico avivado por la peste. O nos mata su ponzoña o nos mata la tristeza de seguir en cuarentena sin dinero y sin trabajo pues, por ahora, los científicos siguen sin topar con el antídoto para anularla o mermar su dureza con que golpea a pobres y famosos.
Penosamente, nuestro sello, como en otras cunas, es el atraso, el descaro y, para colmos, la pachorra frente a los aprietos.
Gemimos por los males, desechando la disciplina por la indisciplina a sabiendas del luto que nos deja esta plaga. En la mesa nos faltan frijoles, antigripales, acetaminofén, pero nos sobran lujos y excentricidades. Cero prioridades.
Estamos ante un fenómeno que nadie sabe con certeza de su origen ni de sus causas. Si lo provocaron mentes aviesas en un laboratorio de Wuhan, China, o es un reclamo serio de la ultrajada naturaleza cercada durante siglos por la mano criminal del hombre. No obstante, tenemos el desastre y por lo que vemos, tocará sobrevivir o morir por su letalidad.
Su mortalidad desnudó a ricos y pobres, a negros y blancos de todas las edades. Barrió con engreídos “reyes” y con simples mortales. Nos quitó la careta, la grandilocuencia de que “somos magnánimos” por las pompas que poseemos, que soñamos o envidiamos. El coronavirus nos sacude las entrañas y todavía andamos de altivos, creídos por todo y por nada.
Ojalá, políticos, empresarios, periodistas, los vistos de pastores, profetas, apóstoles y curas, entre chorro de leídos, ya no afeiten sus “proezas” en cautas mesas y las alardeen en caros micrófonos. Sincérense, por lo menos una vez en la vida.
La plaga no razona de coloretes. Que sus mutuas y fatuas lisonjas e hipocresías no sean calco en nuevas generaciones.
La pandemia está intratable. Barre hasta con médicos y enfermeras. Es tan letal que sigue moliendo las bolsas mundiales. Desde inicios de abril lo deletreamos. Lastimosamente, nuestra sociedad no es capaz, a estas alturas, de educarse, no da visos de cambios ni así sea sometida todos los días a severos toletazos.
Así como vamos, quedaremos ruinosos con un pueblo exigente y displicente. El coronavirus nos dejará con el bolsillo roto, pero sin duda, siempre rebalsarán los hijos, faltarán los “padres” y sobrarán las excusas por falta de responsabilidad y madurez.