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Anchuria o la vocación de abismo

“Aquí lo que hace falta es escribir la historia de nuestra infamia, porque la infamia de nuestro pasado es lo que constituye la esencia de nuestro presente” (“Anchuria: una historia posible de la Banana Republic”)
19.09.2023

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- El pasado enero, la editorial Mimalapalabra publicó la más reciente novela de Giovanni Rodríguez: “Anchuria: una historia posible de la Banana Republic”.

Estructurada en mosaico narrativo, la trama sigue a un escritor que en el 2012 acude a una conferencia sobre las similitudes entre la vida de O. Henry y Samuel Zemurray, en el contexto de la formación de la república bananera y su impacto en nuestro aciago futuro como país.

El historiador que imparte la conferencia capta la atención del escritor debido a la manera cruda en que habla de Honduras, y porque le presenta el famoso libro “De repollos y reyes”, que O. Henry escribió inspirado en su estadía de seis meses en Trujillo entre 1896 y 1897.

Cinco años después, ese historiador sufre el ostracismo académico debido a las imputaciones de acoso sexual por parte de unas alumnas de la UNAH, y, agobiado por otros problemas, termina suicidándose.

Al conocer la noticia y leer en un blog algunos textos del historiador sobre aquel tema de la conferencia, el escritor decide continuar la investigación y transformarla en una novela.

En la narración, se describen las vidas de personajes y hechos históricos que se entrelazan para esclarecer un importante fragmento del pasado de lo que O. Henry bautizó como Anchuria: este corrupto país centroamericano, pervertido por la política y el poder económico.

A medida que la historia avanza, se desentrañan una serie de sucesos conectados por la casualidad de la relación entre el historiador y una enigmática mujer llamada Lucía Coppola, cuya vida y la de su familia son vitales en el desarrollo de la obra.

Estas vidas develan la realidad de una nación sin esperanzas, desde el siglo XIX, deteniéndose en el golpe de Estado contra Manuel Zelaya, hasta la actualidad, y exponen nuestra decadencia.

A lo largo de la trama, se nos sumerge en la expectativa de aclarar los diversos misterios genealógicos, amorosos y literarios, y esa intriga aprehende al lector mientras progresa en la lectura.

El párrafo anterior es sólo una breve síntesis de la extensa trama desplegada en las quinientas veintiuna páginas, escrito así a propósito para no revelar más detalles que la destripen.

Pero la novela permite profundizar sobre mucho más que lo que se avista en la trama.

Y es que aparecen, tratados desde la ficción biográfica, varios personajes históricos: Manuel Bonilla (intrépido, bebedor pero cuerdo, obsesionado con el poder, fundador del Partido Liberal, que muere enfermo pero en su gloria), Lee Christmas (un despistado y simple ingeniero ferroviario que se convirtió en mercenario y después en general y jefe de la Policía Nacional de la República Bananera), Guy “Machine Gun” Molony (un grandote veterano del Ejército de EE. UU., líder de los rebeldes anchurianos a principios del siglo pasado, borracho que terminó siendo el guardaespaldas de Miguel Paz Barahona) y Samuel Zemurray (no solo en su papel del maligno empresario extranjero, sino como niño exiliado de su país natal, y convertido en un joven ambicioso que creció desde abajo, fanático de sus vinilos y admirador del talento de O. Henry al leerlo en De repollos y reyes).

Todos son personajes que vivieron en la Honduras del siglo XIX y el XX, y que por el azar se vincularon de manera directa con el destino de este país, al colaborar en una revolución que devolvió a la presidencia al general Bonilla. A cada uno se le dedica su capítulo, en el que se descubren detalles particulares de sus vidas y de su relación con los otros, de una forma más humana que le es ajena a la historia y tan familiar a la literatura.

Luego están los personajes ficticios, llamados así para entendernos mejor debido a la presencia de los mencionados anteriormente.

Uno de ellos es Lucía Coppola, a quien el historiador supuestamente conoció en Madrid. Su relación amorosa es efímera y termina en el desencanto.

Además, la historia familiar de Lucía está entrelazada con la de alguno de los personajes históricos.

Otro es el historiador, sobre quien ya hemos hablado lo suficiente, y quien tras su divorcio se dedica a patrocinar la crápula de sus estudiantes y a mantenerse en conflicto con su familia.

Y el escritor, quien además de ser profesor de literatura y hombre de familia, cuenta con el apoyo de una bibliotecaria cuyo papel será clave en el desenlace de la obra. Todos estos personajes, unidos a los muchos otros personajes secundarios y de fondo, le dan sentido a lo que el autor nos quiere contar.

Y ese sentido es el que genera una de las mayores tensiones, guiada por las casualidades que convergen en la novela, que incluso asombran al propio narrador y aparecen caminando por una delgada cuerda entre lo verosímil y lo inverosímil. Rodríguez rescata estas casualidades debido a la manera en que el narrador se refiere a ellas, por ejemplo, en la página 270, casi con la misma estupefacción la que el lector las recibe:

“Es difícil explicar, sin caer en lo inverosímil, sobre las casualidades. Esta historia contiene muchas, y además, todas ellas encadenadas, y sé que corro el riesgo de no ser, como escritor, lo suficientemente hábil para evitar que parezca increíble, pero supongo que eso no debe ser un motivo para detenerme [...]”.

Rodríguez utiliza la casualidad como una herramienta para explorar la interconexión de las vidas humanas. Es por eso que la casualidad interviene como un personaje principal, ya que su comprensión se liga con nuestras percepciones del mundo y la naturaleza de la realidad.

Esta noción desafía la idea de un universo totalmente determinista, donde cada evento tiene una causa previa que lo determina de manera inevitable. Y es que la casualidad es lo que desenmudece la trama de “Anchuria”, pues frente a lo esperado, a lo planificado, se manifiesta como un enigma que hace posibles los sucesos que se cuentan, cuidando ese equilibrio requerido para no socavar la credibilidad de una historia.

En cuanto a otros aspectos de su estructura, “Anchuria” es una metanovela.

El escritor, cuya identidad nunca se declara, pero que pareciera un álter ego del autor, reflexiona sobre la literatura mientras la escribe.

En el transcurso de las páginas, cuestiona y explora las concepciones del oficio literario como una creación artística en sí misma.

Lo antes mencionado, Rodríguez lo aborda desde la polifonía, un exigente recurso.

En el contexto de la crítica literaria, esta técnica, en la que múltiples voces y perspectivas coexisten, nos presenta un diverso estilo y visión del mundo.

Con los relatos de los diferentes personajes (el escritor, el historiador, la voz de la mujer de Gabanes, la de su estudiante, la del escritor que se pierde en la de los personajes históricos), se enriquece la complejidad del estilo y la narrativa, y se presenta una diversidad de opiniones, valores y experiencias, lo que permite al lector apreciar una pluralidad de realidades y comprender el mundo interior desde distintos ángulos. Es decir, hay un narrador que escribe sobre los personajes, pero que en ocasiones se pierde en la voz bien lograda de sus creaciones.

A propósito del estilo, sobre todo en la cuarta parte, en el capítulo “El hombre del verde gabán”, el recurso de la prosa antisistema, transgresora con las modas de la posverdad, mordaz con nuestra idiosincrasia, evoca en cierta medida la autoficción de Fernando Vallejo.

Rodríguez, en la voz de Gabanes, desgarra la hondureñidad con un desdén parecido al del colombiano.

Por eso de las frases más entrañables de la novela son las que abordan el quehacer literario y las opiniones sobre “Anchuria”, y son tal vez las mejor logradas.

Esas opiniones no se quedan solamente en eso, ni en meras críticas infecundas y vanas: el escritor y Gabanes acaban incluyéndose en la infamia de “Anchuria”.

La prosa reanima la tentativa de alcanzar el yo mediante la destrucción del propio ego. Este tipo de literatura es la mayor muestra de humildad, y no al contrario, como suelen creer algunos grupos sensibles que imperan en las tribunas lectoras del presente, y que se ofenden con la brisa del viento ante obras literarias con matices ajenos a la corrección política.

Dicho lo anterior, resulta imposible abstenerse de comentar sobre el arte contemporáneo, en especial el creado en estas Anchurias.

En muchos casos, las novelas y los cuentos en este país parecieran tener como propósito comunicar convicciones morales o políticas.

El arte se ha orientado a instruir en lugar de seducir. Es un arte cargado de discursos, de ideología, de falsas —o impuestas— preocupaciones sociales. El verdadero arte no es así. El verdadero arte, sobre el que Rodríguez cavila en las páginas de “Anchuria” mostrando sus reales inquietudes por el buen oficio literario, se caracteriza por su capacidad para trascender y alcanzar un nivel estético y emocional más elevado.

Despierta emociones, y desentraña los misterios del alma humana, como le gustaba decir a Flannery O’Connor. Porque el verdadero arte es eso: un fino hilo de vidas que se deshilachan sin cesar, como sucede con la vida de Lucía Coppola y el historiador.

Milan Kundera lo explica perfectamente en “El arte de la novela”: “Una novela no es una confesión del autor, sino una investigación sobre lo que es la vida humana dentro de la trampa en que se ha convertido el mundo”.

El verdadero arte, pensaba Susan Sontag, tiene la capacidad de incomodar cuando es preciso.

Es preciso mencionar lo anterior porque Rodríguez se arriesga respecto a eso, e intenta escapar de las trampas y la zafiedad en que se enjaula a las personas en su país. Y con mucha seriedad escritas, abundan opiniones que bien podrían incomodar a esos lectores sensibles de los que se habló arriba, que buscan enemigos en la ficción porque no la distinguen de la realidad.

El planteamiento de esa idea encaja, como pieza de rompecabezas, con otra frase de Milan Kundera, aparecida en “El telón”.

Es la respuesta de Flaubert a un par de preguntas impertinentes que George Sand le escribe en una carta: “Siempre me he esforzado por llegar al alma de las cosas...”.

La verdad, en la manera en que aquí se pregona, no es objetiva, pero sí requiere de una condición: de escribirla, como Nietzsche hubiera querido, con la propia sangre. Giovanni lo entiende así, y “Anchuria” es el resultado de su hemorragia.

P. D. Estas son algunas de las mejores frases de la novela, que podrían motivar a su lectura:

1. [...] si quisiéramos entender cómo es que los habitantes de este país al que prefiero llamar Anchuria llegamos a ser lo que ahora somos: seres sin memoria, sin historia, sin patria ni identidad, seres fragmentados y desorientados, serviles y corruptos, seres abyectos y violentos, abocados a la autodestrucción. P. 108-109.

2. Ya basta de escribir nuestra historia con el tonito de las eternas víctimas. Mientras observamos nuestro pasado con lástima y nos proclamamos sujetos del infortunio, mientras obviemos las verdaderas razones que históricamente nos volvieron seres humanos miserables y patéticos, continuaremos forjando ese sentimiento de inferioridad y transmitiéndoselo a nuestros hijos, agregó el historiador. Aquí lo que hace falta es escribir la historia de nuestra infamia, porque la infamia de nuestro pasado es lo que constituye la esencia de nuestro presente [...]. P. 244

3. Esas formas de acercarse a la literatura que tienen que ver con “la importancia de los temas que trata” me han parecido siempre deleznables; esa manía, tan en sintonía con estos tiempos de reivindicación de derechos, de ideologías de maletín, de corrección política, que lleva a considerar una novela “necesaria”, de “urgente lectura”, como si se tratara de un objeto utilitario y no de una fuente de placer, de felicidad, por sus cualidades estéticas, pervierte el sentido de la literatura en la actualidad. P. 298

4. Con el poder los anchurianos se ponen tontos, Porter, se comportan como esos borrachitos que solemos ver a cualquier hora en las cantinas: demasiado alegres, pretenciosos, atrevidos, incontrolables y hasta pendencieros; y entonces resulta mejor para nosotros que el poder no se concentre en pocas personas, sino que se reparta en unos cuantos personajes locales ambiciosos y en algunos extranjeros como Malone, que dejan su país para venir aquí en busca, sí, de dinero, pero que al mismo tiempo traen progreso, y de paso, garantizan una presencia estadounidense valiosa en estos países subdesarrollados. P. 425.

5. El asunto es que, además de rabiosos, jetones y hasta violentos, somos también tontos, corruptos o al menos corruptibles; somos envidiosos, mezquinos y cobardes; somos, como decía el profesor, el producto residual de una inteligencia y de una pasión dominadas, controladas y sometidas por otros. Pero esos otros, para mí, sólo son los hijos de puta que llegaron antes que nosotros. Porque cuando algunos de esos “nosotros” a los que aludo y entre los que no me queda más remedio que incluirme, lleguen ahí, la cosa será la misma. Quienes aquí vivimos somos los residuos de una sociedad hundida en todos los sentidos. El abismo, pues. Seres abismales; es lo que somos aquí. P. 491.