TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Dos historias confluyen en un sueño. Quiénes son sus protagonistas o si se trata de la misma persona son preguntas que tendrá que contestarse el lector del cuento que publicamos hoy.
En este relato Dennis Arita urde un delicado contrapunto narrativo en el que las piezas encajan con precisión y es capaz de suscitar múltiples ideas sobre el entrelazamiento de los hechos. Esta condición obliga al lector a pensar el cuento casi como algo en movimiento, inaprensible en un solo sentido, angustioso a veces por la evasividad de la historia.
Sus imágenes poderosas, perturbadoras, y las frías sombras que pueblan agazapadas en la oscuridad hacen de este relato una especie de pesadilla contada con una profunda delicadeza estética. Esta misma extrañeza onírica se percibe en los cuadros de Giorgio de Chirico, que hoy ilustran la narración que usted está a punto de comenzar.
ANTES DE DORMIR
El cuarto
En la noche me gusta oír cómo pasan los camiones por la carretera. A mi papá no le importa porque solo le interesa que uno se porte bien en la mesa y mastique los bocados veinte veces. Se enoja mucho cuando le sirven el arroz mezclado con otra cosa y cuando le ponen huevos estrellados. También me gusta sacar lombrices de la tierra. Cuando parto una lombriz, los dos pedazos siguen moviéndose como si fueran dos lombrices y no una sola partida en dos.
Sueño con ser camionero, lejos de esta ventana por donde la luna entra y se pega en la pared de al lado. A veces el cuarto tiembla, como si fuera a toda velocidad, tragando kilómetros. Entonces soy feliz.
El comedor
El camionero gordo se sienta sin invitación a la mesa del hombre y la mujer.
-No me gusta que se me queden viendo así - dice el camionero gordo.
-¿Cómo?- pregunta el hombre.
-Dice que no le gusta que se le queden viendo así -dice la mujer, la mirada fija en sus uñas postizas.
El camionero ve a la mujer durante dos minutos. Se saca algo del bolsillo de la camisa y lo pone en los platos de la pareja. Se levanta con dificultad y llega, cojeando, a su mesa.
Cinco minutos después, el dueño del comedor se acerca al camionero gordo.
-Caballero, por favor váyase ahora mismo sin hacer escándalo.
El camionero sale cojeando y resollando. El dueño ve los gusanos que el camionero puso en su plato: están retorciéndose entre los restos de verduras y carne.
El cuarto
No hay día que no tenga una pesadilla con una sombra que me ve desde una esquina del cuarto. Siento que quiere hacerme una cosa mala, muy mala, pero algo invisible no me deja moverme ni hablar. Empiezo a sudar frío. Parece que la sombra creciera o se moviera, pero en realidad no se mueve ni crece. Sigue parada en la esquina, sin moverse, y algo maligno sale de ella, como una luz que se apaga y se enciende, se apaga y se enciende. Cruzo los brazos encima del pecho. Quiero gritar, pero es como si no tuviera lengua.
La carretera
El camionero gordo conoce bien esta parte de la carretera. Ha pasado por ella cientos de veces y cada curva se le ha quedado grabada en el cerebro. Está seguro de que podría manejar por ella hasta con los ojos cerrados. Trata de no excitarse demasiado porque sabe que le hace daño. Por suerte se tomó la pastilla rosada antes de encender el motor del Mack. Hace girar el volante a la izquierda y oye el golpe del metal contra el metal. Da un giro de muñecas a la derecha y regresa al centro de la carretera. Como esperaba, el espejo retrovisor no le muestra luces de otros autos acercándose. Vuelve a ver los números brillando en el reloj: las 2:32 de la mañana.
Vuelve a mover el volante y oye, otra vez, el chirrido del metal del Mack al golpear el costado del Honda rojo. Un penacho de chispas se levanta junto a la puerta izquierda del camión. Los gritos e insultos de los ocupantes del Honda le llegan a los oídos. Sonríe: los dientes amarillentos se reflejan en el espejo retrovisor. Reduce la velocidad porque sabe que el conductor del Honda hará lo mismo. Vuelve a sonreír. Revisa el gran espejo de la puerta derecha y, tal como esperaba, no ve luces de automóviles en la carretera cubierta de un delgado velo de neblina.
El camionero gordo da otro giro violento de muñecas hacia la izquierda y siente en las tripas el bandazo del Mack. Está perdiendo el control del camión. Lo sabe. Un ácido sabor a metal le sube a la boca. Aprieta los dientes y se aferra al volante mientras se para con todo su peso sobre los frenos. El Mack levanta el lomo como un gato erizado y la carrocería cruje como si estuviera a punto de resquebrajarse. Dentro de la cabina vuelan los platos de plástico y los vasos de sopa instantánea. El camión se queda suspendido en el aire durante unos segundos y suelta un bramido al volver a posarse en el suelo.
Las ruedas chillan y van dejando un rastro de hule quemado sobre el asfalto. El Mack se detiene. La cabina retrocede y se queda quieta.
El camionero gordo resuella dentro de la cabina hirviente como una sauna. Durante un momento no puede creerlo: está vivo. Abre rápidamente la ventanilla y oye el chirrido lejano del Honda despeñándose por la hondonada y despedazándose entre árboles y rocas. Se queda inmóvil, viendo las frutas de plástico que, colgadas del parabrisas, se hamacan un minuto antes de detenerse.
La explosión hace que el camionero dé un leve salto en el asiento. Saca la cabeza por la ventanilla para sentir algo del calor de las llamas que iluminan los troncos, pero no recibe más que la caricia gélida de la neblina. Ya no puede perder más tiempo. Se endereza en el asiento y eructa. Saca de la guantera una botella de antiácido y se toma un buen trago. Levanta el pie del freno. Por suerte no tendrá que bajar a ver si la mujer y el hombre están muertos.
El cuarto
La pesadilla siempre termina igual. El cuarto completo parece latir, como si lo inflara y desinflara. Con los brazos cruzados sobre el pecho, digo unas palabras que no entiendo, en un idioma que no sé dónde aprendí o cómo inventé, y entonces, de repente, la sombra desaparece, el cuarto deja de latir y quedo cansado, con el sudor helado corriéndome encima del cuerpo.
Por suerte ya tengo dos días sin soñar con la sombra. Mejor. Así puedo ser feliz soñando que voy en mi camión a cien por hora. Porque no hay camionero que no sea feliz.
El cuarto
El camionero mete la llave en la puerta y entra al cuarto del motel. Enciende la luz, pone la caja de plástico en la mesilla de noche y la destapa. Enciende la lamparita de mesa, apaga la luz del techo. Remueve la tierra de la caja con el dedo y saca una lombriz rosada. La ve a la luz de la lamparita y vuelve a meterla en la caja. Se saca pedazos de verdura de las bolsas del pantalón y los deja caer sobre la tierra. Pega el oído a la caja y escucha, sonriendo. Como todas las noches, se pregunta si, cuando parte una lombriz, los dos pedazos siguen pensando lo mismo o sienten el deseo de volver a unirse.
Se acuesta sin quitarse los zapatos ni la ropa sucia. Respira acompasadamente. Espera no soñar, al menos esta noche, que está de pie en un rincón del cuarto que tenía cuando era niño, ni que se ve a sí mismo acostado en la cama, bajo la luz de la ventana que se pega a la pared.
El comedor
Mamá me pone más papas en el plato.
-¿Vos querés más papas, Fernando? -mamá tiene el cucharón en la mano y ve la cara de papá.
-Ya no. Gracias, Roberta -dice papá, agarrando pedacitos de verdura y poniéndoselos en la lengua. Tarda mucho en comer, masticando bien cada bocado. Veinte veces exactas.
De repente, papá se detiene y ve algo, no sabemos qué. Mamá también se detiene. Y yo. Ella me ve: dos gotas de sudor le están corriendo por las mejillas. No sabemos qué hará esta vez, si va a tirar los platos al suelo o golpear a mamá. Ella tiene los ojos húmedos. Papá suspira y sigue masticando. Traga.
-Ayer tuve un sueño extraño -dice.