Siempre

La soledad era esto

Una reflexión sobre la soledad, que no admite razonamientos ni géneros, y que alcanza las narrativas literarias en tramas en las que se cruzan la vida y la ficción
28.11.2023

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Es un octubre de frío. Llueve. Siempre llueve en octubre.

Las viejas callecillas del centro de Tegucigalpa se estrechan con las gotas que caen sobre el pavimento.

Casi llega la noche. Al fondo, en un antiguo edificio, una mujer se asoma a su balcón con un cigarro encendido.

Difuminada casi por completo entre lluvia y neblina, la observo tibiamente a lo lejos.

Por alguna razón que no he intentado descubrir, me recuerda a otra mujer llamada Elena que, como ella, solía salir a su balcón con un cigarro encendido para observar el mundo y aliviar su tristeza, su extraña soledad.

La soledad no tiene razonamientos ni géneros. Pero tiene, en cambio, maravillosas narrativas literarias cuyas tramas y argumentos saben enlazar la vida natural con las ficciones que inventamos para sobrellevar el peso de la realidad.

Así ocurre desde el principio de los tiempos. Así ocurre, también, en “La soledad era esto”, la ya clásica novela breve de Juan José Millás que he vuelto a leer este otoño lluvioso, quizá con un mayor deslumbramiento que la primera vez porque, acaso el autor español tenga razón al decir que, en cuanto a lecturas, los libros que se quedan con nosotros son aquellos que leemos una y otra vez.

La historia de Elena transcurre en una habitación ubicada en algún lugar de España. Y tal como sucede en las historias kafkianas, particularmente en “La Metamorfosis” —libro al que Millás reconoce como “la novela que mejor cuenta el siglo XX y como una de las mejores de ese siglo”—, el tacto narrativo de la obra ahonda, de manera tácita, en las emociones y conflictos del presente.

Elena es una mujer encerrada en sí misma y en su departamento. Desde la muerte de su madre, Mercedes (con quien a lo largo de su vida ha vivido siempre en las antípodas), ha entrado en un estado de melancolía que le impide regresar al contacto con la vida exterior.

Pero a diferencia del encierro repentino de Gregorio Samsa, provocado por el infortunio inverosímil de despertar convertido en insecto, el encierro de Elena Rincón es teóricamente voluntario, pues fuera de sus padecimientos emocionales, no existe nada “real” que se lo impida.

Al menos eso habíamos creído en el momento en que Millás publicó su novela. Antes de ella, muy pocos libros de la literatura hispana habían abordado temas tan sensibles como el deterioro mental y espiritual que ocasionan los fenómenos crecientes de la soledad y la depresión en las sociedades globales de nuestro tiempo.

Años después de su publicación, el libro nos resulta premonitorio: la soledad y la depresión se han convertido en epidemias que nadie busca erradicar y las habitaciones de encierro ya no son sólo físicas, sino, sobre todo, refugios intangibles de casillas digitales a las que llamamos internet.

En nuestros días, los estudios publicados por la Organización Mundial de la Salud revelan que alrededor de un 40% de las personas mayores de edad se sienten solos, y que cerca de un 5% de la población mundial padecen depresión o trastornos similares.

Por ello, uno de los grandes aciertos de la novela de Millás ha sido anticipar con maestría, en un libro notable de “difícil/sencillez”, la pasmosa degradación de la condición humana en el mundo contemporáneo hasta el punto de que el lector puede creer que el relato que lee ha sido escrito hoy en cualquier parte del mundo, y no hace tres décadas.

¿Es posible, entonces, que esa mujer que he visto a lo lejos con un cigarro encendido en el balcón de un edificio en el centro de Tegucigalpa esté tan sola y compungida como el personaje de ficción Elena Rincón? Nadie podría saberlo a ciencia cierta, pero la soledad también puede ser eso.