TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Los últimos artículos relacionados con la obra de Mary Morales, Oto Sabillón y Daniel Valladares han puesto sobre la mesa un viejo tema que recorrió la estética hondureña en los años ochenta, me refiero al compromiso político y social del arte.
La práctica artística estuvo resguardada por un fuerte componente ideológico de carácter revolucionario, de esta manera, se le otorgó al arte la función exclusiva de acompañar los procesos de liberación nacional que se vivieron en Centroamérica en el contexto de la guerra fría.
Hoy se ha puesto en duda si el arte debe seguir teniendo esta función emancipadora. Pienso que sí, los problemas sociales, económicos, culturales, morales y políticos que vive el mundo bajo el sistema capitalista siguen vigentes, es más, en las últimas décadas lo que está en debate en los círculos científicos e intelectuales es la existencia misma del planeta debido a la voracidad capitalista sobre los recursos naturales. Nada impide entonces que el artista asuma un comportamiento político-ideológico.
El problema se presenta cuando esa función se define de manera apriorística, como una especie de “deber ser” casi natural, como si entre arte e ideología existiera una relación mecánica, la misma que el marxismo vulgar le otorgó a las relaciones entre base económica (estructura) y superestructura (mundo de las ideas, la cultura y el espíritu).
Bajo esa concepción propia del marxismo estalinista se definió que el arte era un simple reproductor de las contradicciones económicas de la sociedad, esto es lo que Hal Foster llama “régimen productivista”, es decir, un modelo estético basado en las contradicciones entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, me explico: el marxismo ha sostenido que cuando las fuerzas productivas no encajan en relaciones de producción sustentadas en la solidaridad y el respeto a la condición humana, deviene la explotación y con ello la lucha de clases entre patronos y trabajadores, dando lugar a las revoluciones sociales.
Aunque este modelo en términos generales tiene vigencia, hay nuevas realidades que no podemos ignorar, es cierto que el capitalismo sigue generando desigualdades sociales, pero ha mutado a nuevas formas de explotación, a nuevas estrategias de producción de mercancías, que a su vez han modificado los regímenes culturales que décadas atrás parecían inmutables.
Estas nuevas realidades impiden que el arte sea entendido como un llano reproductor de objetos ideologizados, como si sus manifestaciones fueran simples segregadoras de ideología. Un reduccionismo así nos deja a las puertas de concebir el arte como un burdo artefacto ideológico, como un instrumento de propaganda que deviene en cartel político, cercenando todo el potencial estético que este tiene para indagar la realidad e ir a contracorriente de los modelos burgueses de concebir el mundo.
Si el arte es asimilado como simple construcción ideológica, entonces sucede que el objeto estético politizado se convierte en un producto alienado, en un signo más que el sistema hace circular como mercancía enajenada, la denuncia termina así en una práctica vacía, mutilada de su poder transgresor. El arte debe concebirse como un saber crítico con su propio cuerpo epistemológico. Esto no significa que el arte no deba participar de la denuncia social ni ignorar su compromiso político, pero no ya como “testimonio” (siempre sospeché de esa función testimonial en el arte, como si fuera un simple veedor), sino como articulador de nuevas realidades y nuevas subjetividades.
Hacia una nueva subjetividad
Braudillard sostiene que vivimos una época en la que “el consumo define un escenario en que los bienes se producen ya como signos, como valor sígnico, y donde los signos (la cultura) se producen como mercancía”. Este carácter alienante de la mercancía siempre estuvo presente desde los inicios del capitalismo en su etapa de acumulación original, pero hoy esta alienación es el producto de una salvaje manipulación mediática, consumimos el mundo en imágenes que transparentan nuestro cuerpo y lo disuelven en un torbellino de significados etéreos, sin solidez.
A esa poderosa realidad mediática debe responder el arte. Si el artista quiere develar las raíces económicas de estas nuevas formas de explotación y alienación, debe insertar su accionar estético en la médula de estos nuevos comportamientos culturales. Si el capitalismo multinacional ha generado un nuevo orden mundial en todos los terrenos, el artista está obligado a construir un nuevo orden estético, no ya como “testimonio” de ese orden, sino como articulador del mismo.
El arte debe tener una postura ética, pero debe escapar de esa tendencia moralizante que clasifica a los sectores sociales en “buenos” y “malos”, esto se tornó históricamente insuficiente, las contradicciones sociales que el arte debe evidenciar son más complejas que este esquema simplista. La práctica artística debe dar paso a procesos más analíticos y abiertos que den cuenta de este mundo sustentado en una simbología volátil; el arte requiere de inteligentes operaciones intelectuales y estéticas para ser reasumidas dentro de las nuevas complejidades culturales, en esto consiste la creación de nuevas subjetividades.
Si el mundo se ha convertido en un signo desprovisto de significaciones históricas, y se diluye en un inmediatismo deshumanizante, ¿cuál sería entonces el sistema de relaciones que el arte debe proponer para insertarse en esto que Fredric Jameson ha llamado la “lógica cultural del capitalismo tardío”?, ¿si esta lógica cultural ha disuelto el ser hasta volverlo partículas de mercancía, qué nuevo sistema de significaciones (de signos) debe proponer el arte para reinstalar la plenitud del ser? Las respuestas no son fáciles, sobre todo en una sociedad que ha perdido su fe en aquellas categorías teóricas construidas sobre una epistemología articulada, sistemática y totalizadora. Hoy asistimos a un mundo que valora al artista y al intelectual por su inmediatez discursiva, pareciera que a la liviandad de la producción mercantil de hoy, le corresponde una profunda incontinencia intelectual.
Por muy difícil y compleja que sea la respuesta, el debate está abierto, pienso que el artista hondureño no solo debe preocuparse por producir objetos críticos, también debe cuidar que su voluntad activista no opere desde códigos tradicionales, repensar el arte es una de las formas más lúcidas de repensar el mundo.
Las trampas ideológicas del arte
El arte debe liberarse de todo aquello que le impida construir nuevas estrategias discursivas, transgresoras y revolucionarias
21.09.2019
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