AUCKLAND, NUEVA ZELANDA.- “Memoria de los signos. Ensayos sobre arte”, de Carlos Lanza (mimalapalabra editores, 2023, 240 p.), es un libro arriesgado. Es un compendio de artículos, comentarios y presentaciones que Carlos Lanza ha publicado en periódicos y revistas o ha leído en inauguraciones de exhibiciones.
Este corre el gran riesgo de todos los compendios: incluir textos que pertenecían a otros tiempos y, sobre todo, carecer de un gran tema (un gran vidrio) que le sirva de eje.
No es un libro sobre un período del arte hondureño o sobre una generación, pues recorre varias épocas, generaciones, tendencias, manifestaciones artísticas y exhibiciones en espacios tan diversos, como Bellas Artes, galerías, el Mercado Mayoreo o un campus universitario.
Carlos Lanza asume esos riesgos y formula, con una frase no pretenciosa, su propósito: “el estudio del objeto artístico dentro de un contexto cultural socialmente determinado”.
La selección de artistas y de épocas, arbitraria o no, revela que la preocupación central es plantearse esa gran interrogante sobre las características y los rumbos de la plástica hondureña, sus búsquedas estéticas y su ubicación o desubicación en ese “contexto cultural socialmente determinado”. Ese es el eje del libro, lo que Lanza propone.
Pero la historia de la crítica ha demostrado una y otra vez lo difícil que es acercarse a la obra artística de esa forma. Sin los estudios de Ángel Rama, quien ubicó la obra en “un contexto cultural socialmente determinado”, seguiríamos hablando del Modernismo en términos de preciosismo, exotismo, evasión, etc., sin considerar, como nos hizo ver Rama, que se trata de un movimiento artístico vinculado al gran proceso de modernización que ocurrió en Latinoamérica desde las últimas décadas del siglo XIX.
Rama hizo por la literatura modernista lo que Lanza hace al referirse a la pintura hondureña: ir más allá de la descripción de la obra, la que no hace más que regurgitar lo que el lector y el espectador pueden ver sin ninguna ayuda, y analizarla en su contexto o, mejor dicho, sus contextos.
Lanza se aparta de esa gran dolencia de cierta crítica hondureña: la descripción vacía de discurso. No necesita recurrir al torpemente llamado “marco teórico” para sustentar discursivamente su análisis, pero sí establece una línea analítica basada en la semiótica y en la intersección entre crítica de arte y crítica literaria, que hace, como lo planteara Octavio Paz, también presente en este libro, que la crítica sea creativa y la creación, crítica.
Lanza no ve las artes visuales como un fenómeno artístico aislado, es decir, no las separa de otras manifestaciones como la música y la literatura; su análisis busca un diálogo transversal que revela la poesía en la pintura, la música en una instalación o en una performance.
Pintores, artistas visuales, músicos, actores, diseñadores y escritores comparten y frecuentan los mismos espacios, el mismo “contexto cultural socialmente determinado”. Para el caso, “la fusión entre lo moderno y lo contemporáneo”, que Lanza ve como una característica del arte hondureño, también aparece en la música y la literatura; varias generaciones de pintores y de escritores se han enfrentado y se siguen enfrentando a este dilema.
Esta, me parece, es una de las propuestas más significativas del libro de Lanza, pues no separa las manifestaciones artísticas: hay conexiones plásticas en los textos literarios y conexiones literarias en el arte plástico. Su libro puede leerse junto a libros de crítica literaria, así como una pintura o una escultura pueden verse junto a un poema o una narración.
Lo que Lanza dice sobre una pintura de Jorge Restrepo puede decirse sobre un poema: “Es curioso que sobre la base de una estructura fija exista tanta dinámica, esta dinámica es posible gracias a que el artista asume el color como estado de energía”. Y si de conexiones se trata, me parece que Lanza ve en todas las expresiones del arte hondureño un diálogo entre la utopía y lo que Foucault denominó heterotopía; la primera es una búsqueda estética constante ligada, por el peso de la historia, a la propuesta de un cambio social, político, ontológico: la conciencia (compromiso se le ha llamado) del arte como transformador de la historia, pero también la conciencia estética que revela que el primer compromiso del artista es con el lenguaje.
Lanza no menciona el segundo concepto, pero su análisis semiótico de la obra la ve como un espacio en el que se entrecruza una multiplicidad de signos.
Un cuadro (un poema, una narración) es un espacio heterotópico, como una plaza, un centro comercial, una galería o el mismo Mercado Mayoreo, en el que la pintura de Jorge Restrepo se funde y confunde con los puestos de frutas y verduras. Un puesto del mercado es una instalación, un espacio generador de signos, mientras que las pinturas de Restrepo se venden, como un producto más.
El análisis de Lanza propone que Restrepo no crea una oposición entre galería y mercado, entre un espacio tradicional y uno no asociado tradicionalmente con el arte. Lo que Restrepo hace, nos dice Lanza, es modificar el espacio de exhibición al convertir “el espacio público en una metáfora del espacio cerrado, no existe ruptura sino ‘sustitución’ del espacio cerrado”.
Por la lucidez y la severidad de su crítica, asumo que Lanza no padece de esa dolencia que tanto daño le ha hecho al arte hondureño en todas sus manifestaciones: el amiguismo. Este es un libro que no busca quedar bien ni mal con nadie; la preocupación no es con el artista/el autor, sino con la obra; el diálogo es con esta, no con el creador.
Caer en la facilidad del amiguismo o, como contraste, en el ataque brutal, sería traicionar esa ética que ha caracterizado la crítica de Lanza, y sería traicionar a los artistas e impedir la reflexión seria y necesaria sobre el arte hondureño.
Lanza es capaz de elogiar, pero, con franqueza crítica, ubica el elogio “en su justa dimensión”. Hay obras como hay crítica para consumo local; una de las grandes dolencias del arte hondureño.
Por el contrario, la sagacidad crítica de Lanza nos demuestra que, para el caso, los artistas analizados en este libro, de Benigno Gómez a Mildred Gallo, no sólo dialogan con el arte hondureño, sino con una mitología universal.
No es cuestión de fronteras, decía Paz a propósito de las literaturas nacionales, sino de lenguaje. ¿Importa que Santos Arzú, Mario Castillo, Luis Landa, Mario Zamora, Blas Aguilar, Daniela Lozano, Medardo Cardona, Walterio Iraheta, Armando Lara sean hondureños? ¿Qué quiere decir que, sin haber nacido en Honduras, Gelasio Giménez, Jorge Restrepo y Mildred Gallo hagan arte en Honduras? ¿Producen todos ellos un arte hondureño? El libro de Lanza demuestra que estas preguntas no son importantes, es decir, que lo importante es que estos artistas, hondureños o no, dialoguen con una mitología universal que vale para las artes plásticas y las otras formas del arte.
El diálogo es también con otras obras, plásticas o no, “hondureñas” o no, y con los espacios que las generan y a las que van; leer la tensión metafísica de la estética de Mondrian frente a una pintura de Restrepo o frente a la sobrecogedora composición de una fotografía de Daniela Lozano permite que la discusión trascienda el contexto inmediato y se eleve al nivel del lenguaje artístico, del que los tres, con métodos y fines diferentes, participan.
Esta, me parece, es otra propuesta esencial de Lanza, sospecho que formulada no sólo en este libro. Lección que nos deja este libro arriesgado de Lanza: cada pintura, cada fotografía, cada instalación es un riesgo, una pregunta que arriesga, como en “Las ruinas circulares” de Borges, “una contradicción razonable” y que no ve cada obra como un hecho aislado, sino como una expresión ligada a otras artes y a una multiplicad de contextos, nacionales o no.
El perro de la foto de Daniela Lozano es tan universal como un cuadro de Mondrian; difieren los programas estéticos, los signos, así como los contextos, pero participan, gracias a libros como este, de una conversación que trasciende esos signos y esos contextos.
Y arriesgo esto último: “Memoria de los signos” también conversa con los otros libros de Lanza, quien a lo largo de varias décadas ha elaborado una obra rigurosa que les concierne no solamente a los artistas visuales, sino a todos aquellos que asumen, con pasión y rigor, una gran búsqueda estética y ontológica que trasciende al artista y al arte, de tal modo que ser hondureño o no es meramente incidental.