TEGUCIGALPA, HONDURAS.- De niño escuché que un hombre que sigue sus estrellas puede cambiar su destino.
Escuché, además, que el surgimiento de la cristiandad inició con tres reyes magos siguiendo a una estrella que los llevó hasta un pesebre donde nació Jesucristo, o que durante siglos y siglos, los hábiles marineros recorrieron el mundo guiados por los mapas celestes que forman las constelaciones.
En su maravilloso ensayo, “El Egipto de los faraones”, Jonathan Jacob recuerda que los antiguos egipcios veneraban el brillo fulgurante de los astros nocturnos, pues creían que, cuando un egipcio moría, su alma se convertía en una estrella para alumbrar al mundo.
No es extraño, entonces, que muchos siglos después de que el Imperio Egipcio iluminara el mundo con las almas de sus muertos, un curioso niño nacido en Hannover con el nombre de Friedrich Wilhelm Herschel se interesara por la observación y el estudio de las estrellas y, con el tiempo, llegara a la misma conclusión que ellos: el cielo es un cementerio de estrellas.
Sólo que, a diferencia de las conclusiones egipcias, las ideas de Herschel tuvieron como fundamento mucho más que las creencias y cosmogonías de su época.
Se basaron en el estudio minucioso de la composición de los astros y en el descubrimiento de que, cuando una estrella brilla, es porque su cuerpo ha muerto hace miles de millones de años. Lo que brilla de las estrellas son sus fantasmas.
Gracias a su amor por la música —de la que heredó su curiosidad por fenómenos complejos y de la que vivió durante años para financiar sus investigaciones cosmológicas—, Herschel cultivó una disciplina y curiosidad insaciables que lo llevaron a realizar descubrimientos y aportes sin precedentes en la historia de la ciencia humana.
Apoyado en investigaciones precedentes sobre el comportamiento de la luz y el orden astronómico del espacio (realizadas por Giordano Bruno, Galileo Galilei, Nicolás Copérnico o Isaac Newton), Herschel se empeñó en la creación de telescopios que le permitieran una observación profunda y “cercana” de nuestra galaxia y sus sistemas solares.
Así, la construcción de su primer telescopio con espejo esférico le permitió el descubrimiento de las manchas solares, la inclinación del eje de Marte y enormes aportes en cálculos algebraicos y de distancia.
Por otra parte, sus investigaciones sobre el desplazamiento, composición y ordenamiento de las constelaciones lo llevaron a descubrir más de cuatrocientos sistemas estelares binarios y múltiples, con lo que probó (por primera vez) la Ley de Gravitación de Newton y amplió los horizontes de la luz.
A pesar de que otros astrónomos ya lo habían observado, fue el primero en apuntar que una de las estrellas más grandes observadas hasta entonces en nuestro sistema solar no era una estrella, sino un planeta.
Al principio lo nombró en honor al rey Jorge III de Inglaterra (su mecenas), pero luego lo rebautizó con el nombre de Urano y lo unió al catálogo planetario de nuestra galaxia.
Ese descubrimiento cambió para siempre nuestra idea y percepción del cielo y nos mostró el continuo movimiento de los cuerpos celestes en el cosmos, la movilidad y diseño de nuestro sistema solar (movimiento de traslación del Sol) y la certeza de que nuestro universo está lleno de planetas y misterios por descubrir.
El pasado año se cumplió el bicentenario de su muerte el 25 de agosto de 1822, y supongo que estaría triste al contemplar que en un mundo de adelantos tecnológicos y científicos en el que sus estudios juegan un papel inmejorable, ya nadie mira hacia arriba para contemplar sus fantasmas.
Cuentan que en el día de su muerte, su hijo, el también astrónomo John Herschel, escribió un maravilloso epitafio para honrar su memoria: “Cruzó las barreras del cielo”.