TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Patricio Sturlese está sentado junto a una farola, en un café. Son las seis de la tarde. La librería de al lado está llena de ejemplares de su última novela, “El jardín de los ciervos”, y de fans que lo esperan con la esperanza de guardar una imagen suya en el celular y presumirla en redes sociales.
Buenas tardes, señor Patricio Sturlese, le digo. Parece humildemente sorprendido; me contesta: “¿Cómo me reconociste?”. Temo que me haya confundido con un fanático peligroso, así que le muestro la fotografía en la edición de su libro y me apresuro a aclararle que estoy allí para entrevistarlo. Sonríe, con amable resignación.
Después de la presentación de su novela en Mundo Literario, la librería que hizo posible la entrevista, nos sentamos para hablar de su labor creativa, sus ideas sobre el estilo, el Premio Nobel y hasta lo que significa ser un best seller.
Patricio es un conversador cortés que contesta a cada pregunta con una sencillez tal que hace olvidar que uno está ante un escritor cuya primera novela, “El inquisidor”, ha vendido más de 500 mil ejemplares.
En la presentación de “El jardín de los ciervos” citó a Flaubert, ¿es como él, un fanático del estilo, repite una y otra vez una construcción? Sí, sí, lo cité justamente por eso. Me parece que es un modelo de escritura.
Alguien que se reconocía humano y que se cuidaba a sí mismo para no salir a los ojos de los lectores con frases mal acabadas. Entonces, Flaubert decía: “Si quieren que sea breve, déjenme mucho tiempo”, porque para ser breve en la literatura hay que pulir el texto.
Entonces, uno realmente agarra hoy los libros, en mi caso agarro un libro mío y me dicen: “Está bien para entenderlo de una sola leída, esto es fácil de escribir”. Y todo lo contrario. Cuando ocurre eso es porque el texto está tan trabajado que no salen, como decimos nosotros, los hilitos que mueven el títere. Y uno piensa que eso es fácil, pero no es fácil, tiene mucho trabajo.
Cuando escribe una novela, ¿en qué piensa: en hacer una obra maestra o en los lectores? Pienso en hacer una obra con complejidades, con un mecanismo bien trabajado, bien pulido, que tenga una complejidad a prueba de personas complejas, pero de ninguna manera me pongo enfrente el ideal de los miles de escritores que lo pueden leer. Nunca jamás. Lo hago como un entretenimiento particular.
Algunos lectores y escritores, que generalmente venden poco, desconfían de los que venden mucho. ¿Qué piensa de eso? ¿Cómo se convierte en un best seller?
A mí eso no me interesa demasiado, te soy sincero. Yo a todo el mundo que me viene con un planteo que dice yo soy muy intelectual le digo: “A ver, ¿te animás a leer un libro sin verle las tapas? Sin verle el sello”.
Si es best seller o no es best seller es una apreciación que está puesta en tinta en una impresora sobre una tapa de cartón. El resto adentro es la historia pura. Best seller podemos decir que es tranquilamente Cervantes, ¿no?, García Márquez, Vargas Llosa. ¿Qué pasa ahí? ¿Qué pasa ahí con el canon?
Se les cae a pedazos. Por otro lado, a mí me pasó en un momento que mis libros se vendían muchísimo en los supermercados en España y se vendían en la góndola, donde se vende la leche, ¿sí? Porque quieren vender libros.
Entonces algunos me decían: “Pero tus libros se venden al lado de la verdura”, y yo digo que en un supermercado el metro cuadrado es carísimo, se tiene que poner algo que sirva para la gente que va, si no, se pone otra cosa. No hay nada en un supermercado que se exhiba que no se venda. Y si yo tengo que competir no con otro autor, pero tengo que competir con alguien que come y deja de comprar la leche para comprar mi libro, es porque mi libro vale más que algo muy valioso, que es el alimento. Entonces no me corran con que yo soy el autor que vende en un supermercado al lado de la leche. Soy el autor que vende donde tiene que vender.
¿Cómo imagina a su lector? Es un tipo que tiene alma de detective, que lee y trata de buscar fallas, que por momentos se toma ciertas licencias y se ve seducido así con la trama, sin andar con tantas pesquisas, y al final del libro, cuando lo cierra, entiende que la literatura le entrega algo indescriptible que le lleva y le moviliza a compartirlo, a conversarlo. Y bien, mi lector es un poco un policía que anda buscando meter preso a un escritor.
Retomemos su vida pasada como jardinero, ¿le proveyó material para escribir?
Sí. De hecho, todos los años, durante doce años que fui jardinero, tuve que pasar por los otoños y los otoños me hacían barrer las hojas de los árboles de mis clientes. Entonces yo empezaba a darme cuenta de que había un ciclo anual que se repetía, que las hojas se ponen rojas, se ponen muy lindas justo cuando se mueren.
¿Por qué pasa eso? Entonces me ponía a pensar por qué la realidad tenía que hacer que un árbol dejara sus hojas en el piso en otoño. Todo eso me mostró ese gran engranaje que es la naturaleza y que justamente, desde la teología que estudiaba, enganché con una materia que era Teología Natural. Pensé muchísimo en “El inquisidor” mientras barría hojas. Yo barría hojas y pensaba en cómo el inquisidor podía contemplar la existencia del mal en el Renacimiento, desde un espacio de contemplación.
Evidentemente se documenta para hacer sus novelas. Descríbame este proceso.
Empiezo por la idea, por lo que quiero como objetivo, y después comienza todo el trabajo, que es como cualquier otro trabajo, como cavar un pozo día a día. Tengo que documentarme. Tengo que saber.
Por ejemplo, en “El jardín de los ciervos” me tuve que empapar de cómo se confeccionaban los libros y las fallas que había en el proceso para que un falsificador fuese detectado; en la madera, si la carcoma atacaba la madera de los libros cuando se hacían las portadas con madera; si los bichitos que atacaban las páginas, y los hay, también se alimentaban de otras cosas, como harinas, porque entonces se podían encontrar en las cocinas y en la biblioteca; y si los bichitos que atacaban y comían el libro, tan temidos en su época porque devoraban objetos valiosos, cambiaban sus escamas y se volvían plateados al año, porque si se volvían plateados al año uno podía detectar si un libro estuvo encerrado en un baúl durante seis meses o no, porque ese bicho no se pondría de color plateado.
Todo eso lo tuve que estudiar y realmente me llevó casi la totalidad del tiempo de escritura, siete años, para escribir quizá un poquito porque mi libro no se trata de la confección de libros, pero hay un personaje, un detector de falsificaciones, que tenía que saber lo que hacía.
Uno tiene que blindarse. Hay errores que son catastróficos para la credibilidad del relato.
¿Ha releído sus cuatro novelas ya publicadas y descubierto errores? Claro, por supuesto.
Cuénteme uno. Y quizá cambiar un final. Pero no te lo voy a decir, ¿sabés por qué? Porque hay muchos lectores que están ahí y que están ilusionados, pero esto es como la vida.
¿Le gustaría ganar el Nobel? Mirá, ni se me ocurre porque son cosas que son para otros, la verdad. Son para otros escritores.
Ya estoy realizado. Encontrar gente en pueblitos lejanos, en tierras remotas, que vienen con un libro todo gastado, batallado, que me dicen “este libro no es mío, es de mi papá que no pudo venir hasta acá porque es muy viejito”.
Ese es mi Premio Nobel. Y a veces voy a ciudades donde tengo muchísima gente que me recibe y pueblitos lejanos donde sé que va a haber tres o cuatro lectores, esos tres o cuatro son los legionarios romanos que están en el confín del imperio, tenés que ir a su encuentro. Ese es mi Premio Nobel.
Viaja mucho presentando, ¿qué es lo más raro que le ha pasado un evento literario?
Cosas raras. Primero, que han venido a presentaciones como mis personajes. Me pasó en Guatemala: una chica que vino disfrazada como Isabela, la bruja de “El inquisidor”. La gente la miraba... pensaban que era alguien de la librería que estaba actuando. Yo también.
Y cuando vino a firmar el libro yo le dije: “Bueno, a ver, decime tu nombre y te lo dedico”. “Yo soy Isabel”. Y le firmé el libro “a mi personaje”. Y se fue y no la vi nunca más en mi vida. Estaba tronada, pero me pareció fantástico: le firmé un libro a un personaje mío, vivo.
Llego a casa de noche, después de trabajar mucho. Tengo un libro de Patricio Sturlese en la mesa. ¿Por qué debería leerlo?
Porque estás cansado y porque pasás el día cansándote. Acá, yo creo que son pequeños recreos que te das, ¿no? Porque cuando leés y te aparece ese personaje que a vos te mueve, te hace vibrar, o ese personaje que te da deseo, te da ganas de estar ahí.
¿Por qué vas a estar viendo en la tele a un tipo que te habla de política, si sabés que la realidad de la política no nos modifica para bien muchas veces? Tenés que estar dentro de ese libro. Ese personaje te espera ahí adentro. ¿Por qué no lo vas a buscar?... Realmente creo que los buenos libros son aquellos que duran en la biblioteca por años y que uno no los tira.
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