Tegucigalpa, Honduras
La noche del 19 de agosto del 2019 quedamos en la casa cultural Boca Loba del centro de Tegucigalpa para presentar sus dos últimos libros. Eran días aciagos y el inicio de las primeras caravanas de migrantes hondureños hacia los Estados Unidos, los excesos del gobierno y la situación general de desempleo y pobreza tenían al país en vilo, y no llegó nadie. Fue la última vez que lo vi.
Había pasado el último año en Tegucigalpa en la casa de la escritora María Eugenia Ramos, a quien admiraba y respetaba como maestra y amiga. San Pedro Sula le resultaba vacía, nostálgica, desolada. Esa noche, mientras esperábamos junto con nuestra amiga Mayra Oyuela, hablamos sobre “Un castillo antiguo”; aquella maravillosa nouvelle de Robert Graves que yo había enviado con él a Kalton Harold Bruhl, quien, por supuesto, no la recibió.
Nos reímos por eso y de nosotros: ¿A quién se le ocurría ser un escritor a tiempo completo en un país en el que apenas el 1% de población —según sus propias estadísticas— lee?, pero, ¿había acaso otra forma de ser un escritor? No, no la había; era todo o nada.
Un momento después me recordó aquel día de diciembre de 2011 cuando me citó en la Biblioteca Nacional para mostrarme el borrador de “Relato en clave de O”, un capítulo/relato de su novela “Katastrophé” que había surgido de un cuento de Giovanni Papini y de la bruma restante de un amor fallido, desesperado, interrumpido.
Al salir de la biblioteca, cerca del antiguo local de la Librería Soto, observamos a dos adolescentes dándose puñaladas por rencillas futbolísticas. No pudimos hacer nada y no supimos en qué había quedado todo; eso era Honduras —me dijo—, y por eso, como nunca, era necesaria la ficción, la fábula, la fantasía. Tenía claro que su deber como escritor era huir de lo cierto, que la realidad siempre es tácita en la fantasía y viceversa, pero que la literatura debe estar por encima de la realidad.
Él, como su admirado Gil de Biedma, “vino a llevarse la vida por delante”. Desde su primera novela, “Los inacabados”, inició una batalla personal contra los adoradores de cánones, frases hechas y lugares comunes. La continuó en su poemario “Desde el hospicio”, donde escribió su manifiesto contra la poética de los pobres y declaró que jamás “escribiría algo así como una balada a los pobres”, en un intento lúcido (y puramente literario) por hacernos comprender la necesidad de dar el paso hacia otras formas y discursos en nuestra literatura.
Fue un escritor en guerra consigo mismo, con aquello que consideraba mediocre y con su propia obra. La suya es una obra hecha de insatisfacción, soledad, rebeldía, desamor y pérdida, pero también de un sentido del humor audaz, astucia, erudición y una inteligencia vívida y palpable.
Fuera de eso, su tema siempre fue la literatura, y esa sentencia de que “la literatura es una realidad en sí misma” se cumplió en él hasta el final.
Hay, en sus libros, una continua evocación de Antonin Artaud, Samuel Beckett y Henri Michaux, por decir algo, porque su escritura fue un permanente diálogo con otros autores, y porque —escribió él mismo— “solo se puede hablar de literatura haciendo literatura”.
En su último libro, “Retrato de quien espera un pájaro”, una maravillosa antología personal, mostró su impecable dominio del oficio, además de su dolor, su tristeza, su inmensa soledad y el abismo de su depresión. Mostró, también, lo que ya sabíamos sobre él: que era un artista excepcional, un escritor extraordinario.
Era su despedida, claro, y no supimos apreciarla. Y aquí, esta mañana, ha llegado el pájaro por fin y ha terminado la espera. Nos deja un retrato, un caligrama sobre el aire, un nombre (Gustavo Campos) para recordar al humano, al poeta, al escritor.
Al recordarlo así, con sus caídas alas, me consuela pensar en estos versos de Emily Dickinson en los últimos días de su vida: “Ese pájaro mío, busca más allá del mar, melodías nuevas para mí, y volverá”.
Sobre el autor
Albany Flores Garca es escritor, historiador y cronista. Autor de los poemarios “Geografía de la ausencia” y “El árbol hace casa al soñador”, del libro de cuentos “La muerte prodigiosa” y del ensayo “Academia y Estado: orígenes de la Universidad de Honduras”. Ha escrito y colaborado para periódicos y revistas de América Latina, EE UU, Italia y España. Es fundador de la revista cultural “El zángano tuerto” y actual editor de la revista “Caligrama”.