Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres
y se omiten algunos detalles.
Era una mañana fresca en Bosques de Zambrano, a pocos kilómetros al norte de Tegucigalpa. Finas capas de niebla bajaban de las montañas y el frío, impulsado por un viento suave y permanente, serpenteaba entre las copas de los pinos. A lo lejos, subiendo lentamente en el cielo, el sol teñía el horizonte de amarillo, lanzando sobre la tierra un calor agradable. Aquel era el comienzo de un domingo maravilloso que, para muchos, debería durar eternamente, o, al menos, es lo que deseaban Akihiro Murakami y su amigo Isamu Ishiguro.
Estos dos hombres, jóvenes aún, delgados y de baja estatura, con rostros pálidos y ojos rasgados, en los que brillaba el fuego que el sake avivaba en su interior, estaban pasando un día realmente feliz. Ambos eran funcionarios de la embajada de Japón y, tras días enteros de trabajo duro e interminable, decidieron ir a Bosques de Zambrano a disfrutar un merecido descanso. Pero no sería un buen descanso si no estaba regado con litros de sake, esa espirituosa bebida a la que muchos llaman equivocadamente “vino de arroz”, cuando su verdadero nombre es Nihonshu o “alcohol japonés”.
Por enésima vez, Akihiro Murakami tomó el tokkuri, el frasco pequeño de porcelana y de cuello achatado lleno de sake, y llenó la copa de su amigo Isamu Ishiguro, que la sostenía con su mano derecha mientras descansaba en la palma de su mano izquierda, símbolo de que quien le servía era de rango superior al suyo. Luego, bebieron con alegría. Esa mañana celebraban el shinnekai, la fiesta de enero en la que se desea la buena fortuna para el año nuevo. Eran dos hombres felices.
Cuando el barril de sake quedó vacío, decidieron que era hora de regresar a la ciudad. El día había avanzado, pero el frío era mayor y la niebla más espesa. Akihiro, haciendo una reverencia a su amigo, subió al vehículo. Tardó algunos segundos en encender el motor. Rieron de buena gana y, de pronto, el carro saltó hacia adelante, recorrió el camino bordeado de pinos hasta la carretera y, en unos segundos, Akihiro aceleraba sobre el pavimento, dejando que el viento helado despejara su cabeza. Isamu dormitaba en su asiento. El sake lo había vencido. Sin embargo, pocos minutos después, los dos diplomáticos japoneses estaban muertos.
Abismo
Cualquiera que viera aquella parte de la carretera desde el aire se daría cuenta que tenía forma de serpiente gigantesca. Estaba enmarcada entre un risco enorme y un abismo profundo, cubierto por la niebla, y debía manejarse con cuidado, pero Akihiro no se dio cuenta de eso. Al contrario, aumentó la velocidad y quizás ni siquiera sintió el momento en que el carro salió volando por los aires. En pocos segundos se estrelló contra los primeros pinos y luego rebotó entre las rocas cubiertas de musgo y de orquídeas venenosas que llenaban el abismo. Cuando el carro se detuvo, con el techo aplastado, sin ruedas y destruido casi por completo, los dos amigos estaban muertos. Los bomberos tardaron en sacar sus cuerpos de entre los hierros retorcidos.
“Ha sido un accidente terrible” –dijo un funcionario de la embajada de Japón, con rostro triste.
“Así es” –le contestó un oficial de la Policía.
“Vamos a llevar los cuerpos a Japón –agregó el funcionario–, para que sus familias les rindan los honores debidos”.
“Entiendo” –murmuró el oficial.
Debió ser una muerte terrible, sin embargo, tal vez el sake escondió el terror de los últimos segundos…
Morgue
Denis Castro Bobadilla era un hombre joven. Alto, algo entrado en carnes, sin parecer gordo, con el pelo negro, abundante todavía en su cabeza, el rostro sereno y la mirada firme. Vestía de negro y llevaba encima una gabacha blanca que anunciaba a primera vista su profesión de médico. Era, en aquella época, el director de Medicina Forense, dependiente, entonces, de la Corte Suprema de Justicia.
“Doctor –le dijo el enviado del Ministerio de Relaciones Exteriores, después de presentarse ante él–, necesitamos su ayuda…”
“¿De qué se trata?”
“Un accidente, doctor… Murieron dos diplomáticos japoneses…”
“¿Dónde?”
“En la carretera a Zambrano”.
“¿Y qué puedo hacer por usted?”
“Le pedimos que realice usted mismo la autopsia, doctor, y que nos entregue el informe lo más pronto posible”.
“¿Dónde están los cuerpos?”
“En unos momentos estarán aquí…”
El empleado de Relaciones Exteriores hizo una pausa.
“Tengo entendido que lo llamó el presidente Azcona, doctor”.
“Sí, así me dijo mi asistente, pero yo no estaba en mi oficina. Llegué hace unos minutos”.
“El Presidente quería pedirle personalmente este favor…”
“No es necesario –respondió Denis Castro–, cumpliré con mi deber”.
En aquel momento llegó un carro de la Corte Suprema con los cadáveres. Denis Castro dio algunas órdenes y los cuerpos fueron llevados a la sala de disección. Pasaron largos minutos. Afuera, varios empleados de la embajada de Japón esperaban en silencio, acompañados por algunos funcionarios de la Cancillería. Fue una espera larga.
Autopsia
Akihiro Murakami estaba irreconocible. Tenía el cuello roto, las costillas quebradas, algunas de ellas clavadas profundamente en el corazón, el hígado y los pulmones, y tenía una mano deshecha. Uno de sus pies había desaparecido. Su compañero Isamu Ishiguro tenía un golpe en la frente, fracturas en el cráneo, con exposición de masa encefálica, y tenía hundido el esternón. Sin embargo, lo que desde un inicio llamó la atención del doctor Castro fue el penetrante olor a alcohol que despedían los cuerpos, aun más profundo que el de la gasolina.
“¿Quién manejaba?” –le preguntó a uno de los bomberos.
Este señaló a Akihiro.
“Estaba intoxicado con alcohol –comentó el doctor- Akihiro Murakami y su amigo Isamu Ishiguro. Parece que entre los dos se tomaron una destilería de sake”.
“En el vehículo encontramos un barril de sake vacío, doctor –dijo el bombero–, y varias copas…”
En aquel momento el bisturí entró en acción, el pecho de Akihiro se abrió en “V” y ante los ojos del doctor Castro apareció una masa de vísceras deshechas nadando en un lago de sangre negra. Afuera, los amigos del diplomático esperaban. Tres horas después, todo había terminado. Dos ataúdes estaban en la morgue y en la calle esperaban dos carrozas fúnebres.
“Hemos hecho los trámites para que los ataúdes salgan hoy mismo para Tokio” –le dijo el funcionario de la Cancillería al doctor Castro, cuando este, quitándose la mascarilla y los guantes ensangrentados, dio por terminada la autopsia.
“Ahora redacto el informe” –le respondió.
“¿Cuál fue la causa de muerte, doctor?”
“Politraumatismo… pero la causa primaria fue la exagerada ingesta de alcohol de estos dos caballeros… Por cada gota de sangre que había en sus venas, había media gota de sake… Estaban intoxicados…”
El funcionario se estremeció.
“Es terrible” –musitó.
Dio media vuelta y salió. Media hora después, regresó, tocando tímidamente la puerta de la oficina de Denis Castro.
“¿Puedo hablar con usted, doctor?” –preguntó.
“Por supuesto; pase, por favor”.
“Es que… no vengo solo, doctor…”
El regalo
Denis Castro levantó la mirada y se encontró con cuatro ojos almendrados que lo miraban con humildad y respeto. Eran dos japoneses que se inclinaron para saludar al doctor.
“Estos caballeros son funcionarios de la embajada de Japón –agregó el empleado de la Cancillería– y desean hablar con usted en privado, si usted se los permite”.
“¿Por qué no habría de permitirlo?” –preguntó el doctor, arrugando el ceño.
El empleado sonrió, hizo una reverencia y dejó solos a los japoneses. Estos avanzaron hacia el escritorio del doctor, se detuvieron, hicieron una nueva reverencia y uno de ellos se presentó.
“Soy Kiyoshi Nakahara, honolable doctol Castlo, y mi compañelo es Masaru Kishaba…”
El doctor Castro les sonrió amablemente y les señaló dos sillas frente al escritorio. Ellos permanecieron de pie.
“¿En qué puedo servirles?”–les preguntó después.
“¿Podemos hablar en inglés, doctor? –preguntó el primero, en un inglés perfecto–.No hablamos muy bien el español y no quisiéramos que malinterprete usted nuestras palabras”.
El doctor Castro abrió más los ojos y respondió:
“Entenderé muy bien lo que ustedes me digan en español, caballeros–exclamó–. Siéntense, por favor”.
Ellos hicieron una tercera reverencia, pero siguieren de pie.
“Doctol–dijo Kiyoshi Nakahara, con un leve temblor en la voz–, venimos a pedil a usted un favol especial”.
“Usted dirá” –dijo el doctor, reclinándose en el espaldar del sillón al tiempo que juntaba las manos sobre el abdomen.
“Velá, usted, honolable doctol–agregó Kiyoshi–, en nuestlo país es un telible deshonol molil a causa del consumo de alcohol… ¿Usted me entiende?”
“Perfectamente”.
“Es telible desglacia que dos compañelos y amigos hayan muelto así… Y pol su honor, venimos a pedil al honolable doctol Castlo su ayuda…”
“¿En qué sentido? ¿En qué puedo ayudarlos yo?”
“Honolable doctol… le pedimos humildemente que no diga en su infolme de autopsia que compañelos molil alcoholizados…”
“Lo siento mucho –respondió el doctor Castro–, pero no puedo hacer eso… Ellos estaban alcoholizados al momento del accidente…”
“En Japón sel deshonol pala ellos y pala familia, doctol…, pol eso le suplicamos a usted su ayuda…”
Dijo esto Kiyoshi y sacó de una bolsa interna de su saco un paquete envuelto en papel blanco. Lo puso sobre la mesa, lo empujó hacia el doctor Castro e hizo una nueva reverencia.
“¿Qué es esto?” –le preguntó el doctor.
“Ese sel legalo pala el honolable doctol Castlo… pol ayuda pala salvar honol de amigos y de familia en Japón”.
El doctor se acercó al paquete, lo abrió y vio en el interior una montaña de billetes nuevos de cien dólares cada uno.
“Sel veinte mil dólales pala honolable doctol…” –intervino Masaru Kishaba, haciendo una reverencia y sonriendo.
“Pol ayudal a amigos japoneses” –agregó su compañero.
Denis Castro Bobadilla cerró la mano derecha sobre el paquete, lo envolvió y lo metió en el primer cajón de su escritorio. Los japoneses sonreían y le dedicaron una nueva reverencia, sin embargo, cuando el doctor empezó a marcar un número de teléfono, se miraron extrañados.
La llamada
El disco del teléfono se detuvo por última vez y, al otro lado de la línea se escuchó un repiquetear insistente.
“Despacho del señor Presidente” –contestó una agradable voz de mujer.
“Soy el doctor Denis Castro –dijo el doctor– y necesito urgentemente hablar con el presidente de la Corte”.
“Un momento, doctor”.
El abogado Salomón Jiménez Castro, presidente de la Corte Suprema de Justicia, no tardó en contestar.
“Doctor –dijo–, ¿en qué puedo servirle? ¿Qué es eso urgente que tiene que decirme?”
“Abogado –respondió Denis Castro–, ¿conoce usted sobre la muerte de dos diplomáticos japoneses hoy en la mañana en un accidente?”
“Sí, doctor, estoy enterado”.
“Pues, murieron alcoholizados, abogado, y tengo aquí a dos compañeros de los muertos ofreciéndome veinte mil dólares para que no diga en mi informe de autopsia que los dos muchachos habían bebido más de la cuenta”.
Salomón Jiménez Castro dio un grito, justo en el momento en que los dos japoneses se miraban aterrorizados y gritaban a su vez:
“¡No, doctol! ¡No, doctol! ¡No hacel eso! ¡Pol favol, pol favol! ¡No hacel eso! ¡Nosotlos suplical al honolable doctol…! ¡Sentimos habel ofendido al honolable doctol!”
Pero Denis Castro no los escuchaba.
“¡Traiga a mi oficina ese dinero, doctor –había gritado el presidente de la Corte Suprema–; en este momento cito al embajador de Japón!”
Los japoneses temblaban.
“¡Peldón, honolable doctol! ¡No hacel eso! ¡Pol favol!”
Denis Castro sacó el dinero del cajón, lo guardó en uno de los bolsillos de su gabacha, y, dejando a los japoneses en su oficina, salió caminando despacio.
Nota final
El embajador de Japón, con el rostro marcado por la vergüenza, cogió el dinero, se lo entregó a su asistente y pidió perdón humildemente. Los funcionarios muertos llegaron a Tokio dos días después y sus nombres fueron deshonrados, deshonor que recayó en sus familias por varias generaciones. Los dos funcionarios que llevaron los veinte mil dólares fueron degradados y apartados para siempre del servicio exterior japonés. Denis Castro todavía guarda la carta de disculpa que le envió el primer ministro de Japón, Noboru Takeshita.