La dura realidad de migrantes venezolanos en Honduras: ‘Tenemos que pedir en los semáforos, en cada parte’
Desde que salen de Colombia los migrantes viajan en familia para protegerse entre sí. Los que más ingresan a Honduras tienen entre 21 y 40 años, pero también hay un reporte de 13,896 niños menores de 10 años
Las calles de la capital están llenas de migrantes que piden para ajustar sus pasajes.
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TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Seis días durmiendo amontonados en la habitación de un hotel, comiendo lo que la gente bondadosa les regalaba y pidiendo en las calles de la capital de Honduras podría significar una tortura para muchos, pero no para la familia de doña Norma Cordero, una migrante caraqueña que tuvo que huir de su natal Venezuela para buscar un futuro mejor.
Cuando el equipo de Investigación de EL HERALDO Plus pasó por el lugar a eso de las 2:00 de la tarde estaban distribuidos en pequeños grupos a lo largo del puente Juan Ramón Molina, que conecta a Tegucigalpa y Comayagüela. Ese era su punto de encuentro desde hacía siete días cuando se asentaron temporalmente en la capital para juntar el dinero suficiente y pagar los pasajes de los 30 integrantes de la familia.
El primer día que llegaron a la capital decidieron dormir en la calle, pero tuvieron que huir del enfrentamiento de dos grupos que se estaban agarrando con piedras y palos, por eso un día después comenzaron a pagar 100 lempiras en un hotel que el administrador al ver la necesidad les permitió quedarse aglutinados en una o dos habitaciones.
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Los adultos cuidaban de los niños, pero los niños que tenían entre 7 y 12 años guiaban a doña Norma, quien hace un par de años perdió la vista debido al glaucoma.
Así, sin poder ver el suelo que pisaba o de dónde agarrarse para no caer, cruzó el Darién. A veces la cargaba alguno de sus hijos, otras sus yernos o nietos y cuando no podían cargarla más la ponían a caminar, pero no la dejaron.
“Viajamos con mi suegra que es ciega y una niña especial, ella... tiene hidrocefalia”, dijo Alfredo Velásquez, yerno de Norma, mientras señalaba a la pequeña que estaba sentada sobre unas maletas llenas de lodo. Al lado estaban algunos juguetes que personas bondadosas habían regalado para que los niños se distrajeran, aunque eso significara sacarle uno que otro susto a sus progenitores. Por órdenes de las madres, los niños se quedaban al costado de donde ellas estaban para evitar accidentes; cuando alguno se alejaba, el resto de la familia estaba pendiente o los cargaban.
Aunque no se trataba de una estrategia para conseguir más dinero, funcionaba, pues la gente sentía compasión de ver al grupo de migrantes con sus pequeños en brazos.
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Esa era la rutina de cada lugar por el que pasaban. Desde Colombia trataban de viajar en manada: los más fuertes iban adelante, los que llevaban un paso lento en medio y los que tenían más dificultades atrás, pero ninguno se quedaba botado. Así cruzaron el Darién (entre Colombia y Panamá), luego Costa Rica y por último la zona montañosa entre Nicaragua y Honduras.
Este grupo de migrantes no es el único que viaja de esta forma, al contrario, en las calles de la capital se observan a familias completas: madres con sus hijos, los abuelos al lado, los tíos cargando maletas y algunos niños caminando mientras tratan de divertirse en su paso.
El Instituto Nacional de Migración de Honduras (INM) no lleva un recuento de los núcleos familiares que ingresan de forma irregular al país, pero los datos actualizados hasta el pasado 25 de noviembre de 2022 contabilizan 162,789 personas de diferentes nacionalidades, principalmente de Cuba, Venezuela, Haití y Ecuador.
Además, los reportes hablan de 13,896 niños menores de 10 años. Incluso, aparecen 11 casos de personas que tenían entre 81 y 90 años.
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Piden para pasajes
Solo doña Norma viajaba con sus hijos, nueras, nietos y hasta bisnietos. Habían salido de Caracas a Colombia; su viaje se había postergado por tres meses, lo que significa que les llevó más de 90 días llegar a Honduras, sin contar el tiempo que les faltaba hasta Estados Unidos.
No tenían dinero para seguir, por eso “tenemos que vernos en la situación de llegar y pedir en los semáforos y en cada parte que venimos, venimos así”, lamentó. La señora, que pasaba los 60 años, dijo que para salir de Honduras les cobraban 150 dólares por persona, pero para llegar a Estados Unidos “nos cobran mil y pico”.
Parados desde las 10:00 de la mañana hasta las 6:00 de la tarde en el puente Juan Ramón Molina, a veces “nos hacemos 300, 400 lempiras, la comidita de los niños, a veces guardamos cien o doscientos, así”, comentó Alfredo.
El problema es que 300 o 400 lempiras para una familia de 30 personas significa sacrificar más de un tiempo de comida, pero “lo importante es que coman los niños”, justificó la esposa de uno de los hijos de doña Norma. Aún así, la familia venezolana trataba de guardar algo para poder pagar el bus hasta Copán, en la frontera con Guatemala.
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La joven de 23 años, que aparentaba tener unos 16, cargaba su pequeño vástago que pidió ser sujetado después de jugar en la acera del puente.
La mujer estaba al costado de su esposo, sus dos cuñados y cuatro niños que jugaban entre las maletas. Cuando dormían en la intemperie compartían carpa con su marido e hijo, aunque el día que casi muere ahogada en el Darién su esposo no estaba a su lado, sin embargo, fue quien los salvó. Por eso viajan en grupos grandes, para echarse la mano cuando lo necesitan, incluso cuando la violencia que impera en los países por los que circulan trata de ensañarse con ellos.
“Aquí no nos pueden hacer (nada) porque no somos pocos, somos todos, aquí no vamos a dejar que nadie (nos haga nada)”, advirtió Alfredo. El joven contó que “anteayer le iban a robar a mi suegra, a la que no ve, se fueron por allá unos hondureños, por el puente”, pero ellos actuaron y evitaron que le quitaran el poco dinero que personas de buen corazón habían colocado en la pailita que extendía con su mano, mientras un rótulo en su pecho explicaba que tenía discapacidad visual.
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