Algo impensable ocurrió en julio de 2005. Derivado de legislación impulsada en Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, se obligaba a los periodistas a confesar sus fuentes de información si un juez lo ordenaba. La periodista del New York Times, Judith Miller fue encarcelada 85 días por negarse a revelar sus fuentes, algo insólito para un país que se vanagloriaba de ser ejemplo en materia de libertad de prensa.
Participé en una misión de la SIP que estuvo en la cárcel para visitarla y la periodista se mostraba firme en defender su posición ética. El caso se resolvió cuando la fuente, un funcionario del gobierno de entonces, le autorizó para que lo dijera. En aquella misión hablamos con senadores y congresistas y lo mismo hicieron otras organizaciones que defienden la libertad de prensa. Finalmente, aquella legislación quedó en suspenso.
Otro caso de escándalo global fue el del australiano Julian Assange, fundador de Wikileaks, el sitio web destacado por publicar documentos clasificados de varios países. Su calvario principió en 2011 –si no me equivoco–, y se prologó con causas judiciales de Estados Unidos en Gran Bretaña, un período de protección diplomática, vuelta a la cárcel, hasta que recuperar su libertad el pasado mes de julio.
Traigo estos casos a colación antes de mencionar los más recientes y algunos muy cercanos a nuestra región, porque es evidente que, además del asesinato o exilio como “castigo” a los periodistas por informar, se ha puesto de moda también meterlos en la cárcel, como una forma de intimidar y controlar la información.
Un ejemplo actual se acaba de dar en Rusia, un país al que Vladimir Putin ha convertido en una copia de la antigua Unión Soviética, en donde decir algo contra el régimen comunista era un delito. El periodista Sergei Mikhailov, de una región lejana de Moscú, informó y criticó las acciones que su país lleva a cabo en Ucrania. Fue condenado a 8 años de prisión “por difundir deliberadamente información falsa”. Me pregunto: ¿falsa, según quién?
Ya en nuestro continente, las palmas las sigue llevando Cuba, en donde es un “pecado grave” expresarse e informar. En Nicaragua, varios periodistas han sido encarcelados, aunque luego fueron expulsados al exilio y algunos privados de su derecho a la nacionalidad.
En Guatemala sigue preso injustamente el periodista José Rubén Zamora, el más galardonado a nivel latinoamericano por defender y hacer uso de la libertad de prensa, y su caso ha captado la atención de Naciones Unidas, la OEA y gobiernos como Estados Unidos y los que integran la Unión Europea (UE).
Su “error” fue denunciar la galopante corrupción durante el gobierno del presidente Alejandro Giammattei, quien fraguó, juntamente con la fiscal general, Consuelo Porras, el montaje de un caso penal para llevarle a la cárcel, en donde permanece desde hace más de dos años. El Gobierno del presidente Bernardo Arévalo puso fin a las condiciones de tortura en que se mantenía al periodista, pero el sistema de justicia coludido y actuando a favor de grupos oscuros de gobiernos anteriores, impide una y otra vez que recobre si libertad, utilizando cualquier cantidad de artimañas “legales”.
Cerca de diez periodistas guatemaltecos han tenido que salir al exilio para evitar la cárcel por la criminalización que la fiscalía hace de su trabajo de informar o por expresar sus puntos de vista, un derecho que es garantizado por la Constitución, pero que fiscales y jueces ignoran y violentan.
Venezuela es otro de los ejemplos cercanos y de mucha actualidad. Al menos seis periodistas han sido detenidos bajo cargos “de terrorismo”, desde que Nicolás Maduro se robó, literalmente, las elecciones con un fraude escandaloso. De poco o nada han servido las denuncias locales e internacionales. La dictadura chavista no cede ni un ápice en su política de represión contra todo lo que pueda oler a oposición.
Este ha sido una mirada “a vuelo de pájaro” de lo que muchos gobiernos hacen en su intento por controlar la información.
La Libertad de Expresión es un derecho que está garantizado en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que forma parte de la legislación internacional –y, por lo tanto, de cada país– impulsada por Naciones Unidas y firmada por sus miembros.
Esto es lo que dice el mencionado artículo y que debe servir de base para medir el grado de libertad de expresión –y de prensa– que hay en cada país: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
A todos los periodistas que han sido encarcelados o que ahora mismo están tras las rejas, se les ha vedado este derecho. Se trata de una forma de intimidación radical para impedir otro derecho, el que tienen los pueblos a recibir información.