“La ley”

Cada uno de mis hermanos y hermana se detenía en seco cuando la expresión salía de los labios de nuestro padre. No había argumento en contra que sobrepasara la contundencia de esta medida, extrema bajo los cánones de hoy, pero necesaria y efectiva desde la perspectiva de aquel hombre justo y de ética áurea

  • 30 de agosto de 2024 a las 00:00
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Cada uno de mis hermanos y hermana se detenía en seco cuando la expresión salía de los labios de nuestro padre. No había argumento en contra que sobrepasara la contundencia de esta medida, extrema bajo los cánones de hoy, pero necesaria y efectiva desde la perspectiva de aquel hombre justo y de ética áurea. Una vez pronunciada, no se discutía, tan solo se aceptaba, convencidos de que la determinación era definitiva e inapelable.

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Mi padre cambió varias veces de cinturón durante todo el tiempo que convivimos y también después de volar todos del nido parental. Nunca le pregunté cuándo decidió bautizar su faja de cuero como “la ley”, pero el porqué siempre estuvo claro: consciente de que las palabras se las lleva el viento y siempre se puede hacer caso omiso de ellas, creyó necesario en algún momento materializar su exclusiva función punitiva y ejemplar dentro del círculo familiar con la de un objeto de uso cotidiano, al alcance de la mano y visible a cualquier distancia. La lógica detrás de esa determinación era simple: nadie más que él utilizaba esa prenda de vestir -su cinturón-, así que el paterfamilias sabía que de esa manera monopolizaba la coacción y, eventualmente, la coerción, sobre cada uno de sus descendientes. Hasta que ya no hubo necesidad de hacerlo -porque habíamos crecido y la autoridad de su palabra bastaba- era suficiente que aquel querido varón colocara su mano sobre el cuero que sostenía los pantalones para que pleitos infantiles, conductas reprochables, expresiones fuera de tono y otros exabruptos, cesaran. Con él ausente
-falleció hace unos años-, todos los hermanos hemos descubierto, entre recuerdos y bromas, que esa forma de castigo y de imponer disciplina, además de su patente y proactiva honradez, nos marcó a todos y contribuyó a construir nuestra personalidad, especialmente en cuanto al respeto a los demás y a la importancia del legado que pretendemos dejar en el entorno más y menos cercano.

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Contrario a lo que podría suponerse, coexistir y crecer con esa manifestación tangible del posible castigo en caso de infracción de las normas de convivencia del hogar, fortaleció nuestra libertad y responsabilidad. No teníamos miedo a la figura paterna (ni materna, que también hacía lo propio sin asignarle nombre a la humilde chancleta), pero sí un profundo respeto a su autoridad, legitimada por la ausencia de arbitrariedad y el derecho a la defensa de los involucrados. En las pocas ocasiones en que debió aplicar “todo el peso de la ley” sobre sus gobernados, no recuerdo una en que haya quedado sensación de injusticia: cuando no se sabía quién había provocado un altercado, dañado la propiedad ajena o afectado a terceros, el castigo era distribuido equitativamente; es más, si por alguna razón ajena a su deseo y voluntad, se cometía un error en la sentencia, recibimos una disculpa sincera que lejos de restarle señorío, lo engrandecía en hidalguía y honores.

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Cuando veo a mis hermanos y hermana, todas personas de bien, no tengo duda que el “imperio de la ley” forma buenos ciudadanos, siempre que se haga con rigor y justicia, y se respete a quien la ejerce.

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