Me quedo con los pajaritos

Cuando un citadino viaja al campo para descansar, en cierto modo espera escapar de todo aquello que poco a poco vuelve insoportable la vida en la urbe: sus congestionamientos, el aire enrarecido, el estrés cotidiano y la gente con cara de pocos amigos que se cruza por doquier “buscando pelea”.

  • 06 de septiembre de 2024 a las 00:10
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Cuando un citadino viaja al campo para descansar, en cierto modo espera escapar de todo aquello que poco a poco vuelve insoportable la vida en la urbe: sus congestionamientos, el aire enrarecido, el estrés cotidiano y la gente con cara de pocos amigos que se cruza por doquier “buscando pelea”.

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Si la carretera y sus autoproclamados dueños no le juegan una mala pasada, el viajero arribará a su destino con la emocionante expectativa que provocan los lugares desconocidos; el sentimiento será de alegría también si es para reencontrarse con los parientes de tierra adentro, los cercanos que dejamos atrás para probar suerte lejos de casa o los distantes consanguíneos, emparentados con la prima del tío de la abuela (o algo así).

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A nuestro viajante, todo lo maravilla: el olor a pino en la carretera, el empedrado del pueblito, el aroma a frijoles parados cocidos en olla de barro, el chucho que desafía y persigue el carro, la espléndida hospitalidad de la gente. Desacostumbrado a ese silencio nocturno y el cricrí de los grillos, le costará dormirse y no perderá la oportunidad de salir descampado para apreciar desconocidos u olvidados brillos en la bóveda celeste. En la madrugada, el canto de los gallos le asustará primero y le impedirá conciliar el sueño después, tan solo para descubrir (o revivir) ese inigualable trinar mañanero que le regalan numerosos pájaros de nombres desconocidos.

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Para eso se sale de la ciudad, para renovarse, para olvidar los ruidos de las ametralladoras y pistolas que se escuchan por las noches en la lejanía (o cercanías) y los deseos de que algunas de esas balas al aire no aterricen sobre nuestro techo o nosotros. Porque en vez de quiquiriquís, lo que ahora escuchamos a diario al asomar la alborada son los gritos de los hombres del tren de aseo, el run-run de la plaga descontrolada de motos que ha invadido el tráfico o los gritos monótonos de un diligente vendedor de agua embotellada.

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Allá nos olvidamos del radio y hasta del televisor, para recuperar el valor del intercambio de las palabras y las miradas, redescubriendo que es más lindo conversar cara a cara que apelando a teclados, memes y notas de voz de un teléfono “inteligente”. Obsequiamos al paladar con sabores auténticos, con comidas frescas y recién elaboradas, distintos de los ingredientes y preservantes que invaden la dieta artificial de nuestra apresurada rutina diaria.

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¿Qué prefiere usted: la tortilla palmeada, con fresco olor a nixtamal, recién echada en fogón, o esa acartonada y embolsada, con certera fecha de caducidad? ¿Unos deliciosos “huevitos de amor” o el sabor simple de huevos de granja de producción masiva? ¿El café de palo tostado y molido en casa, o el de la bolsita con sabor de mentiras?

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Yo me quedo con los pajaritos -aunque sea por cortas temporadas- y mando de vacaciones a las voces gastadas de los locutores con sus malas noticias de todos los días.

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El país es grande y basta quererlo para encontrarlo. Deje la modorra y escápese para encontrarlo, vale la pena.

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