Cuando un citadino viaja al campo para descansar, en cierto modo espera escapar de todo aquello que poco a poco vuelve insoportable la vida en la urbe: sus congestionamientos, el aire enrarecido, el estrés cotidiano y la gente con cara de pocos amigos que se cruza por doquier “buscando pelea”.
Si la carretera y sus autoproclamados dueños no le juegan una mala pasada, el viajero arribará a su destino con la emocionante expectativa que provocan los lugares desconocidos; el sentimiento será de alegría también si es para reencontrarse con los parientes de tierra adentro, los cercanos que dejamos atrás para probar suerte lejos de casa o los distantes consanguíneos, emparentados con la prima del tío de la abuela (o algo así).
A nuestro viajante, todo lo maravilla: el olor a pino en la carretera, el empedrado del pueblito, el aroma a frijoles parados cocidos en olla de barro, el chucho que desafía y persigue el carro, la espléndida hospitalidad de la gente. Desacostumbrado a ese silencio nocturno y el cricrí de los grillos, le costará dormirse y no perderá la oportunidad de salir descampado para apreciar desconocidos u olvidados brillos en la bóveda celeste. En la madrugada, el canto de los gallos le asustará primero y le impedirá conciliar el sueño después, tan solo para descubrir (o revivir) ese inigualable trinar mañanero que le regalan numerosos pájaros de nombres desconocidos.
Para eso se sale de la ciudad, para renovarse, para olvidar los ruidos de las ametralladoras y pistolas que se escuchan por las noches en la lejanía (o cercanías) y los deseos de que algunas de esas balas al aire no aterricen sobre nuestro techo o nosotros. Porque en vez de quiquiriquís, lo que ahora escuchamos a diario al asomar la alborada son los gritos de los hombres del tren de aseo, el run-run de la plaga descontrolada de motos que ha invadido el tráfico o los gritos monótonos de un diligente vendedor de agua embotellada.
Allá nos olvidamos del radio y hasta del televisor, para recuperar el valor del intercambio de las palabras y las miradas, redescubriendo que es más lindo conversar cara a cara que apelando a teclados, memes y notas de voz de un teléfono “inteligente”. Obsequiamos al paladar con sabores auténticos, con comidas frescas y recién elaboradas, distintos de los ingredientes y preservantes que invaden la dieta artificial de nuestra apresurada rutina diaria.
¿Qué prefiere usted: la tortilla palmeada, con fresco olor a nixtamal, recién echada en fogón, o esa acartonada y embolsada, con certera fecha de caducidad? ¿Unos deliciosos “huevitos de amor” o el sabor simple de huevos de granja de producción masiva? ¿El café de palo tostado y molido en casa, o el de la bolsita con sabor de mentiras?
Yo me quedo con los pajaritos -aunque sea por cortas temporadas- y mando de vacaciones a las voces gastadas de los locutores con sus malas noticias de todos los días.
El país es grande y basta quererlo para encontrarlo. Deje la modorra y escápese para encontrarlo, vale la pena.