Opinión

No podía imaginármelo, pero ahí estaba yo esa noche, tendido en una camilla de la sala de emergencias de un hospital, canalizado –con suero y analgésicos- y esperando los resultados, no de las votaciones sino de una batería de pruebas de laboratorio.

Presa de una repentina fiebre, escalofríos y dolor corporal, el médico de turno quiso descartar una de esas gripes de sintomatología acelerada, origen innombrable y combinaciones alfanuméricas difíciles de memorizar, antes de decidir si me enviaría a casa o a cuarentena.

Mientras una sonriente enfermera me obligaba a vestir una bata que dejaba poco a la imaginación, yo echaba a andar la mía: desde la sala de guardia se escuchaba una emisora de televisión local que alternaba los discursos de cada uno de los “candidatos ganadores de la contienda”. Supuse que estaba delirando (el termómetro coqueteaba con los cuarenta grados), pues normalmente cuando hay elecciones uno de los partidos se alza con la victoria mientras otros (el resto) pierden, así que traté de escuchar mejor.

En medio del sopor, logré percibir que, efectivamente, dos de los candidatos participantes se declaraban ganadores (minutos después, un tercero hacía lo propio), mientras sus seguidores les vitoreaban, en medio de llamados a defender la voluntad popular y “la voz de Dios”, poderosa e incontestable.

En circunstancias como las descritas, uno esperaría que el sentido común primara en la mente de médicos y enfermeras, mandando a callar la bocina de un aparato que traía noticias inquietantes para sus pacientes, pero el personal del hospital no estaba para esas pequeñeces. Era la noticia de la jornada, la llegada a la meta de la carrera de largo aliento de ocho corredores, cuya largada había anunciado el Tribunal Electoral meses atrás.

El nerviosismo que provocaban los comentarios de los presentadores de la TV ayudaba menos, provocando una sensación de ansiedad que invadía el aire y que hacía patente un camillero, con sus “ojalá no haya relajo”, que repitió al menos cuatro veces al pasar por cercanías.

Acostumbrado –por oficio y afición- a analizar situaciones como las descritas, no podía hacerlo con tranquilidad pues el aislamiento sensorial (no miraba la televisión y apenas oía) se magnificaba por el efecto combinado de las medicinas y la fiebre, que cedía apenas y muy lentamente.

No obstante, mi media naranja –atenta a mi evolución y a la de los acontecimientos- estaba mejor informada y me hacía saber que los ánimos de simpatizantes de uno y otro bando aumentaban o decaían en relación directamente proporcional al flujo de datos sobre la diferencia de votos entre los dos primeros lugares.

Cuando me dieron de alta a la medianoche, lo único que quería era volver a casa y descansar. Camino de regreso, las calles lucían vacías. Un carro con grandes banderas se cruzó con nosotros en una intersección: no se sabía si celebraba o regresaba decepcionado.

Dos semanas después, con reposo y medicinas, hemos recuperado la salud. Hasta ahora ningún candidato ha reconocido su derrota ni triunfo ajeno. Son las pequeñeces de nuestra democracia. Esas pequeñeces.