(Primera parte)
Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
Ciudad Vieja, Berna, Suiza.
Agosto 2019.
La mujer caminaba despacio por la Bundesplatz, o Plaza de la Confederación, frente al edificio del Parlamento. El cielo estaba azul, veteado en blanco por algunas nubes esponjosas que se movían despacio, empujadas por el viento. El sol iluminaba el espacio con una claridad intensa que, sin embargo, quemaba menos que otros días.
La mujer, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, con cara ansiosa y mirada pensativa, se detuvo por un momento y, suspirando, dijo:
“Bien se ha dicho que no hay lugar como el hogar; y no hay mejor hogar que la tierra donde uno nació”.
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La mujer que la acompaña no la interrumpe. Es el cuarto día que está con ella, y se dedica más a escucharla y a hacer anotaciones en una libreta grande que lleva consigo. La primera continúa:
“Quisiera volver a Honduras”.
“Pero, usted sabe que no puede hacerlo”.
La muchacha suspira, y hay en el suspiro algo doloroso y triste.
“Sí –dice–, bien lo sé… Me matarían apenas ponga un pie en Tegucigalpa”.
“¿Tiene muchos enemigos?”.
“Muchos –responde ella, después de una pausa–, pero son más los ‘amigos’, entre comillas, de los que sé muchas cosas… Me matarían apenas me baje del avión…”.
La segunda mujer, enviada por una organización que ayuda a mujeres involucradas en el crimen organizado a comenzar una nueva vida, lejos del delito y del propio país, escribe algo en la libreta, comprueba que su grabadora esté funcionando, y luego mira a la muchacha, que llora en silencio.
“La entiendo” –le dice.
“He tratado de adaptarme a la vida en Suiza –responde ella–; me costó mucho aprender el idioma… bueno, los idiomas… El francés me resultó fácil, pero el alemán es muy pesado…”.
“¿Cuánto tiene de estar en Berna?”.
“Tres años… Tres largos y eternos años”.
“¿Quiénes saben que usted está aquí?”.
“Se supone que nadie… Solo gente de la ONG y del gobierno de Suiza… La gente de aquí se aseguró de que ustedes no representaran ningún peligro… y me dijeron que si estaba dispuesta a recibirlos y a hablar con ustedes…”.
“Nos interesa documentar la vida de las niñas y las jóvenes en el crimen organizado… Honduras fue considerado como uno de los países más violentos del mundo, y nos interesamos por las niñas que reclutan las pandillas y las maras, por las muchachas que se convierten en criminales y que, por alguna razón, logran sobrevivir a años de peligros…”.
“Sí; eso me dijeron aquí… Y yo, pues, quise contar mi vida… Tal vez sirva de algo”.
“Servirá de mucho”.
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“¿De qué puede servir la historia de una mujer tan poca cosa como yo?”.
“Deseamos que quienes conozcan su historia entiendan que el crimen no paga, que los delitos siempre nos pasan factura y que una vida en el crimen es una vida desperdiciada”.
La enviada de la ONG hace una pausa. La muchacha, a la que le gusta que le llamen “Orquídea Roja”, se limpia las lágrimas.
“Tiene razón –dice–; yo desperdicié mi vida…”.
“Solo una parte –le aclara su compañera–; Dios le ha dado una nueva oportunidad… No la desperdicie”.
“No, no la voy a desperdiciar… Antes, nada me importaba; hacía lo que me decían, como una máquina, y allí se iba mi vida… Hoy, he comprendido que la vida es bonita, y que vale la pena vivir…”.
La muchacha sonríe, mantiene las manos en los bolsillos del pantalón y su rostro está pálido. A pesar de su sonrisa, sus ojos no brillan.
“Todo lo que tenía y lo que amaba se quedó en Honduras –dice, de pronto–; ellos me lo quitaron todo…”.
Su compañera escribe en una serie de ganchos, o símbolos, que solo ella comprende.
Han caminado sin rumbo por mucho tiempo, y llegan al puente de Untertor, sobre el río Aar.
“Aquí todo es diferente –dice la muchacha–; hasta la gente… el aire… los ríos… ¡Todo!”.
“Orquídea Roja”
Tiene apenas veintidós años, no es alta, es delgada y con un cuerpo hermoso. Lleva el pelo negro, peinado en una cola de caballo que le baja hasta media espalda. Sus ojos claros siempre están tristes, y hay ansiedad en su rostro.
“Ya no tengo miedo –dice–, pero, cuando recuerdo ciertas cosas, pierdo hasta el sueño… Son cosas horribles…”.
“Pues por esas cosas horribles es que he venido hasta aquí”.
Su compañera la mira con empatía, y su voz suena agradable, tratando de generar confianza.
“Sí –responde Orquídea Roja, viendo al agua con sentimiento–; tiene razón”.
Se detienen a mitad del puente. Abajo, corre el río, despacio, verde, como en un canal bordeado de viejas casas que hacen que parezca que se ha detenido el tiempo. Un viejo Opel lo cruza a vuelta de rueda, conducido por un anciano blanco, de bigote tupido, que las mira y las saluda con una sonrisa.
“Se parece a mi abuelo –dice Orquídea Roja–; era así, como él; alto, blanco y ojos azules… De Colinas, Santa Bárbara… Yo lo recuerdo con cariño porque él me regaló mi primera muñeca… Bueno, la única muñeca que he tenido en mi vida...”.
Suspira con tristeza, mientras el Opel se aleja.
“Mi mamá vivía en una finca de café, yendo hacia San Luis, siempre en Santa Bárbara, y yo recuerdo que para llegar a la casita donde vivíamos con mi papá y mis cinco hermanos, teníamos que cruzar por un puente de hamaca, y abajo pasaba el río, un río estrecho pero que corría con fuerza, y las aguas eran azules…”.
Se detiene por un momento, se limpia otra lágrima con las yemas de los dedos de una mano, y mira a su compañera.
“Pero, esto no le importa a usted, ¿verdad?” –le dice, mirándola a los ojos.
“¡Por supuesto que me interesa! ¡Me interesa toda la historia de su vida! Incluso desde que estaba en el vientre de su madre…”.
Orquídea Roja sonríe.
Siguen su camino, sin rumbo seguro.
La periodista agrega, con voz clara:
“Creemos que si otras niñas, que, si otras muchachas conocen su historia, lo van a pensar dos veces antes de ingresar a grupos ilícitos…”.
“Sí –suspira Orquídea Roja–; ojalá que mi historia les sirva a muchas para que no se metan en camisa de once varas… porque cuando uno está hasta el cuello en eso, ya no se puede salir, y la vida allí es horrible…”.
Hace otra pausa, hunde más las manos en los bolsillos del pantalón, y arquea los brazos.
“Ojalá que a otras les sirva para que se alejen de este peligro… y que los padres cuiden a sus hijas… que las traten con amor y que, en vez de golpearlas, de juzgarlas y condenarlas, las escuchen, porque, a veces, cuando los padres nos ignoran otros nos oyen, y creemos que se interesan en nosotras, y es un gran error… Es una trampa de la que muchas no pueden salir más que muertas… porque ni en la cárcel dejamos de ser propiedad de ellos…”.
Sopla un viento suave, el rumor del río se ha perdido a lo lejos, y la calle está desierta. Los árboles proyectan una sombra agradable, y caminan despacio, hablando, recordando, llorando…
Secretos
Orquídea Roja ha caminado en silencio más de cien metros cuando, de repente, se detiene, mira a su compañera, y le dice:
“¿Sabe usted que no sé cuántos hombres he tenido en mi vida?”.
La periodista se sorprende.
“No –le responde–; no lo sé…”.
Orquídea Roja da un paso hacia adelante, y exclama:
“Yo tampoco lo sé… Han sido tantos, tantos, que no podría contarlos…”.
Calla de nuevo.
“Primero, me violó el jefe, y me quitó la virginidad… Era como un premio, como un trofeo para él… Después, cuando él se aburrió de mí, me ‘regaló’ a uno de sus compañeros, igual de poderoso que él, pero este no me quería para mujer suya… Me usó varias veces y después me vendió…
Me vendía, mejor dicho, y los clientes eran viejos que llegaban en carrazos… Pero, cuando uno de ellos se quejó de que yo no quise hacerle… ciertas cosas, mi nuevo dueño, porque eso era, me pegó, me encerró y me dejó aguantar hambre una semana entera; después, me cortó las plantas de los pies con una navaja… Y me dijo que la próxima vez que un amigo suyo se quejara de mí, me iba a sacar un ojo…
Cuando me curé de las heridas, y ya pude caminar, empezó a alimentarme bien, aunque siempre me mantenía encerrada. Hasta que recuperé peso… Entonces, me llevó donde una mujer, una prostituta, ya madura, que me enseñó a atender a un hombre… Y me enseñó en vivo, no solo con la teoría; con hombres reales…”.
Se detiene debajo de un viejo árbol, y mira hacia el río. Luego, dijo:
“Viví así un año. Junto a otras muchachas, bonitas y jóvenes, nos llevaban a las cárceles, para acompañar a los compañeros que estaban presos…”.
“¿Acompañar?”.
“Usted entiende… Para acostarse con ellos, pues… La que se negara o que fallara en la ‘misión’, las pagaba caro. Incluso, mataron a algunas que conocí de cerca porque él hombre al que le tocaba atender, se quejó de ella…
Nos decían que ellos estaban allí porque hicieron cosas buenas para nosotras, y que si tenían necesidades naturales no podíamos abandonarlos porque un día, de seguro, nos iba a tocar a todos…”.
Camina despacio, arrastrando los pies.
“Muchas veces nos mandaron a atender a varias mujeres que estaban presas… –añade–; usted me entiende”.
Patea una rama pequeña, llena de hojas, y sigue diciendo:
“No hay salida… –musita, como si las palabras se ahogaran en su garganta–. La única salida es la muerte”.
Calla de nuevo.
“Lo peor fue cuando me mandaron a complacer a un policía, uno de esos grandes güergüeros que tenía negocios con ellos… No me pida nombres…”.
“No, no lo haré”.
“Ese hombre era como un caballo… Yo creo que se tomó alguna pastilla porque me hizo mucho daño… Pero yo no podía protestar… Estaba amenazada y, si él se quejaba, la próxima vez me mataban…”.
Orquídea Roja se detiene de nuevo, saca las manos de los bolsillos del pantalón, unas manos bonitas, de dedos delgados y largos, con uñas pintadas en rojo vistoso.
“Cuando cumplí diecisiete, uno de los jefes, de los más poderosos, se fijó en mí. Era un hombre frío, de ojos como de hielo, al que no le interesaba como mujer… él me ocupaba para gatillera, para asesina… No sé qué fue lo que vio en mí, pero me sacó de aquella vida…
Pero, antes de que le cuente esto, déjeme contarle cómo me sacó de allí… Bueno, como el que era mi dueño no se quiso poner de acuerdo con él, lo mandó a traer y… hasta el sol de hoy, nadie sabe dónde está…”.
Hay algo de color en su rostro.
“Le voy a contar cómo me convertí en asesina… Es algo que quisiera olvidar… que me tortura día y noche…”.
Continuará la próxima semana...