TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.
Tantos era un hombre alto, rollizo, de cara larga, brazos gruesos y semblante serio, permanentemente serio. Así lo describió su esposa.
Tenía pocos amigos; aunque era trabajador, no era muy sociable, sin embargo, no se sabía que le hubiera hecho daño a alguien alguna vez. Su voz era ronca y había en su mirada algo que a veces asustaba a la gente. Era una mirada dura, inexplicablemente rara. Nunca salía de su casa. Tenía veinte años de haberse casado con Martha, y no tenía hijos propios. Había criado al hijo que su esposa tuvo con otro hombre, y a una sobrina suya, hija de una hermana muerta. Los crió como si fueran sus propios hijos, y nadie podría decir que fue un mal padre. Aunque era severo, nunca faltó nada en su casa, ni siquiera la armonía, aunque, un día, esta se fue para siempre cuando Germán, el hijo de su mujer, decidió irse a vivir con su padre biológico. La madre, desesperada, le suplicó que se quedara, pero Germán no entendió razones. Se fue. Por desgracia para él, apenas vivió un año con su padre. Este, casado y feliz en su matrimonio, sintió pronto la presión de tener que lidiar con un hijo al que no había visto en catorce años y medio, y que era, además, terco, caprichoso y exigente. Un día, tuvo que correrlo. Así que, a los dieciséis años, Germán fue libre. Su madre, suplicante, esperó que recapacitara y volviera a su casa. Nunca regresó. Es más, no lo vio en los siguientes cinco años. Hasta que llegó al velorio de Santos, su padrastro, al que habían matado con saña unos días antes.
“Unos hombres se lo llevaron cuando venía del trabajo –le dijo su madre–, y para mí fue que se equivocaron porque tu papá no se metía con nadie… Nunca tuvo enemigos…”.
“¿Estás segura, mamá?” –le preguntó Germán.
“Segura, hijo. Tu papá nunca le hizo mal a nadie…”.
Germán la miró por un momento, y en sus ojos había una expresión siniestra.
“No sé por qué le tuve miedo a mi propio hijo –confiesa doña Martha–. Me miró como si quisiera destruirme con los ojos. Yo desconocía a mi hijo; se fue de mi casa a los quince años, y pasó mucho tiempo hasta que lo volví a ver… Y no sé qué hizo o con quién se relacionó…”.
La señora calla. Las lágrimas caen por sus mejillas a raudales. Han pasado muchos años desde que enterró a su esposo, y el misterio de aquella muerte aún la estremece.
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Cuerpo
Santos desapareció una tarde de invierno. Había llovido y el cielo estaba gris, hacía frío y se esperaba otra tormenta para la noche. Por eso, Martha creyó que su esposo tardaría más en regresar. Le preparó la cena, como hacía todos los días, pero lo esperó en vano. Santos no volvió. Ni al día siguiente. Entonces, ella puso la denuncia de su desaparición en la Policía.
“Vamos a investigar, señora” –le dijeron, y ella sintió que le estaban mintiendo. Sin embargo, a la mañana siguiente recibió la visita de dos policías. Eran dos muchachos que iban en una patrulla blanca y sin placas.
“Señora –le dijo uno de ellos–, encontramos a un hombre con las características de su esposo desaparecido… Queremos que nos acompañe, por si puede reconocer el cuerpo”.
“¿Cuál cuerpo?” –gritó doña Martha.
“Verá, señora –le respondió el segundo policía–; en la vieja salida a Olancho, delante de la colonia Sagastume, encontramos el cuerpo de un hombre… Estaba muerto, y empezaba a descomponerse. Tenía las manos y los pies amarrados con sogas, y lo torturaron antes de quitarle la vida. Además, creemos que cuando estaba vivo le cortaron los dedos de las manos, le arrancaron la lengua y… le amputaron los genitales”.
Doña Martha se desvaneció.
“Pero –exclamó, a media voz–, ¿por qué me dicen todo eso? ¿Están seguros de que ese hombre es mi marido?”.
Los detectives guardaron silencio. Al final de la pausa, el primero de ellos dijo:
“Estamos casi seguros, señora”.
Las lágrimas brotaron de los ojos de doña Martha.
El segundo detective añadió:
“Necesitamos que venga con nosotros a la morgue para que reconozca el cuerpo… Dios quiera que no sea él”.
La mujer tardó antes de contestar. Entró a vestirse, y, cuando estuvo lista, salió con ellos. En la morgue, a pesar del estado de la cara del muerto, ella lo reconoció. Era Santos, su esposo.
“¿Por qué? –gritó la señora–. ¿Por qué, Dios mío? Si Santos no se metía con nadie”.
“Señora –le dijo uno de los detectives–, lamento mucho su pérdida, pero, en esto tenemos que actuar rápidamente… Tengo que decirle que quien le hizo esto a su esposo tenía razones poderosas para odiarlo…”.
“No puede ser, señor –replicó la mujer, tratando de controlar su llanto–; mi Santos no se metía con nadie. Viví con él por veinte años, y nunca tuvo un solo problema… Es más, ni siquiera me gritó nunca, y menos peleamos alguna vez… Aunque era serio, y hasta mal encarado a veces, jamás peleó con nadie… Yo creo que los que le hicieron esto es que se equivocaron”.
Uno de los detectives tosió.
“No lo creemos así, señora. Raptar a una persona como su esposo, llevarlo a un lugar solitario y seguro, torturarlo, mutilarlo y matarlo, no ha sido ni por causalidad ni por equivocación… Alguien planificó su muerte por algún tiempo, se unió con dos o más personas, siguió a su marido, lo raptó, obligándolo a subir a algún vehículo bajo amenazas seguramente, y se lo llevaron… Creemos que alguien odiaba a su esposo, y que su odio era tan fuerte, que no le bastaría con matarlo; antes tenía que torturarlo…”.
“Pero, ¿por qué hacerle eso a un hombre bueno?”.
“Pues, no estamos seguros, pero creemos que alguien se estaba cobrando una deuda vieja; tal vez se trata de una venganza…”.
“Pero, ¿por qué?”.
“Creemos, señora –explicó el detective–, que su esposo le hizo daño a alguien; un daño grave, y que ese alguien, o sea, la víctima de su esposo, se la cobró de esa forma…”.
Doña Martha no contestó. Así como tampoco entendió que los policías le decían aquellas cosas para encontrar algún indicio, algo que los ayudara en la investigación del caso.
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Gonzalo
Sentado en el borde de su escritorio, con los brazos cruzados sobre el pecho, vestido con pulcra camisa blanca, corbata roja y pantalón azul oscuro, Gonzalo Sánchez escuchaba a los detectives, tomando en cuenta cada palabra y analizando cada detalle de la escena del crimen.
“¿Lo raptaron?” –preguntó.
“Sí, abogado”.
“Lo torturaron”.
“Así es. Puede ver las fotografías…”.
“No es necesario”.
“¿Le cortaron los dedos?”.
“Sí”.
“Sólo los dedos; no las manos”.
“Sólo los dedos, abogado”.
“Bien. Y le arrancaron la lengua…”.
“Sí”.
“Se la arrancaron, no se la cortaron”.
“Se la arrancaron, abogado. El forense dice que usaron tenazas y que se la arrancaron…”.
“Cuando estaba vivo… todavía”.
“Así es. Es lo que dice el forense”.
“Y… lo castraron…”.
“Sí, abogado. Le cortaron los genitales desde la raíz… Todo… de un solo tajo…”.
“¿Eso dice el forense?”.
“Sí, abogado; eso dice el forense”.
“Y, la víctima era un hombre alto y fornido…”.
“Rollizo…”.
“¿Fuerte?”.
“Aparentemente…”.
“Seguramente lo amenazaron con una o con varias armas…”.
“Es posible”.
“¿Causa de muerte?”.
“Se desangró, abogado…”.
“¿Golpes?”.
“En el rostro; muchos. Le quebraron algunos dientes, pero el forense cree que fue cuando estaban manipulando las tenazas al momento de arrancarle la lengua… Tiene los labios intactos, aunque hay hematomas en los pómulos, y tiene heridas contusas en la frente…”.
“¿Golpes en el pecho?”.
“Más que golpes, abogado, heridas, pero pequeñas, como si se las hicieron con algo puntiagudo, y más para causar dolor que para provocar la muerte”.
“Entiendo”.
“¿Alguna otra pregunta, abogado?”.
Gonzalo Sánchez se quedó pensativo por algunos segundos; metió las manos en los bolsillos del pantalón, después de alisar la corbata, y miró a los detectives. Su cerebro, que ha sido siempre una máquina de pensar, pensaba.
“Caballeros –dijo, al final de la pausa, soltando un largo suspiro–, están ustedes ante un crimen de odio, ante una venganza bien planificada y mejor ejecutada, pero que ha dejado muchos cabos sueltos… Es un crimen sexual… La víctima causó un daño grave a su asesino…”.
Calló por un momento, levantó un índice, y dijo, soltando las palabras despacio, y viendo a los hombres uno a uno:
“Y fíjense bien que dije ‘su asesino’, con lo cual me refiero a un hombre… A un hombre que lo odiaba por algo imperdonable…”.
Los detectives se miraron por un momento.
“¿Un crimen sexual, abogado?”.
“Un crimen con graves connotaciones sexuales”.
“Eso quiere decir, abogado, que Santos abusó de alguien…”.
“Así es…”.
“Pero, ¿de quién?”.
Gonzalo sonrió. Él tenía la respuesta.
“Se sabe que Santos era un hombre hogareño –dijo uno de los detectives–, que iba siempre de su casa al trabajo, y del trabajo a su casa; nunca tuvo problemas en el trabajo, jamás quedó debiendo algo, nunca se peleó con nadie, ni siquiera con su propia mujer, hablaba poco, sonreía a veces…”.
“Un hombre impresionante” –exclamó Gonzalo.
“¿A quién pudo hacerle daño?”.
“Mejor pregúntese directamente –lo interrumpió Gonzalo–, ¿a quién fue que violó?”.
“¿Es posible, abogado?”.
Gonzalo apagó la sonrisa en su rostro.
“Lo raptan, lo torturan, le amputan los dedos de las manos, le arrancan la lengua y lo castran… Elementos claves de una venganza de orden sexual…”.
Nadie dijo nada.
Gonzalo dijo:
“¡Ah! –gritó, recordando algo de pronto–. ¿Se fijaron si fue abusado sexualmente? ¿Les dijo algo de esto el forense?”.
Los detectives se miraron de nuevo.
“Sí –respondió uno de ellos, revisando el expediente del caso–; abusaron de él con un palo o con un tubo, hasta dañarle el recto… Lo habíamos olvidado”.
“Eso que para que don Santos se diera cuenta lo doloroso que fue para su víctima lo que él mismo le hizo… ¿Nos vamos entendiendo?”.
Los detectives se quedaron sin palabras.
“Pero, si sabemos que este señor no tenía amistades, no se relacionaba con nadie, no visitaba a nadie…”.
“Y, casi nunca salía de su casa, ¿verdad?”.
La pregunta de Gonzalo los interrumpió. Se quedaron pensando por un rato, y, al final, respondieron, en coro:
“Sí, abogado”.
“Entonces, su víctima está en su casa…”.
Los detectives abrieron la boca pare decir algo, pero Gonzalo los interrumpió:
“¿Se han puesto a pensar por qué razón el muchacho, el hijo de la señora, el hijastro de don Santos, se fue de la casa a los quince años, y por qué no quiso regresar cuando lo corrió su padre biológico?”.
Los detectives no respondieron.
“¿Saben qué ha hecho este muchacho en los cinco o seis años que se desapareció de la vista de su madre y de su familia?”.
“No, abogado”.
“Sería bueno que hablara con él…”.
“¿Usted cree, abogado…?”.
“Que él es el asesino…”.
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Nota final
Germán no tardó en confesar. Dijo que había soñado con vengarse de Santos por lo que le hizo desde los cinco años. Diez años soportó sus abusos, hasta que tuvo la oportunidad de irse de la casa…
“Pero yo ya era un caso perdido –agregó–, y nunca sería un hombre bueno… Pero, ahora estoy tranquilo… Castigué al que me destruyó la vida… Aunque en la cárcel, la vida es un infierno, y más cuando uno vive con VIH…”.
Él sabe que no saldrá en libertad jamás.