TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Caminaba Jesús de Nazaret entre Galilea y Samaria, en su viaje a Jerusalén, cuando de un pueblo cercano le salieron diez leprosos que le gritaron desde lejos:
“¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!”.
Al verlos, Jesús, movido a compasión, les dijo:
“Vayan a presentarse a los sacerdotes”.
Y, mientras los enfermos iba de camino, quedaron limpios de la lepra, y, al verse curado, uno de ellos se regresó, corrió hasta donde estaba Jesús y se postró a sus pies para dar gracias.
Entonces, Jesús preguntó:
“¿No eran diez los que fueron limpiados? ¿Dónde están los otros nueve?”.
Aquel hombre que agradecía era samaritano, enemigo irreconciliable de los judíos, y Jesús agregó:
“¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios?”.
El samaritano, que seguía a sus pies, adorando y dando gracias, lo miró, y Jesús le dijo:
“Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”.
VEA: Sin cuerpo no hay delito (Parte II)
Se nota en este pasaje la tristeza de Jesús al preguntar por los nueve judíos que fueron sanados, pero que no regresaron para dar gracias, y es que la ingratitud era y sigue siendo una de las peores condiciones humanas, y es algo con lo que deben lidiar los hombres buenos, tal vez hasta el final de los tiempos. Por supuesto, como dijo don Quijote: “Ser agradecido es de persona bien nacida”.
Así piensa el doctor Estrada, a quien un acto de bondad estuvo a punto de destruir para siempre, y cuya lección debe conocerse, no para que el hombre bueno deje de hacer el bien, sino para que el malagradecido recapacite y reconozca el bien que se le hace.
Paciente
El problema en la columna de aquel hombre era grave. Y lo hacía aún más difícil el hecho de que ya no trabajaba en el Hospital Vicente D’Antoni de La Ceiba, en el Atlántico de Honduras, puesto que ya no lo cubría el seguro. Sin embargo, el doctor Estrada tomó en cuenta el hecho de que aquel hombre que sufría no solo era un ser humano que necesitaba ayuda médica, sino también, que había sido su compañero de trabajo, y por eso decidió operarlo sin cobrarle un centavo.
Llegó el día de la cirugía, y entraron al quirófano. Fue una operación larga y laboriosa. Había que retirar el disco L4-L5. El disco L4 se había desplazado sobre el L5 y causaba ciática, con dolores horribles y graves dificultades para caminar. La hernia era grande, y tenía que ser removida. Pero aquel hombre no tenía cómo pagar una cirugía que le devolviera la vida, y el doctor Estrada le tendió su mano amiga.
Todo era paz en el quirófano. El tiempo pasaba lentamente y, al fin, la cirugía llegaba a su fin. Pero, de pronto, el fragmento movible de la pinza se quebró y, por desgracia, quedó en el fondo del espacio discal. Los esfuerzos que hizo el doctor Estrada para retirarlo fueron inútiles. El daño que podría causar sería mayor que si dejaba aquel fragmento metálico en ese sitio.
“Tengo algo que explicarte” –le dijo el doctor al paciente, después que este se recuperó de la anestesia.
“¿Qué es, doctor?”.
ADEMÁS: Gusanos de la noche
“Mirá que cuando estábamos terminando la cirugía, y cuando ya te había extraído los discos, la punta removible de la pinza se quebró, se zafó, y se metió con fuerza entre los dos discos que ya había retirado. Traté de sacarla, pero no pude, y tuve miedo de hacerte daño si seguía intentando retirarla. Tal vez el daño hubiera sido irreversible. Por eso, decidí dejarla allí, con la esperanza de que no moleste y que podás tener una vida normal”.
El paciente estuvo de acuerdo. Y todo aquello se hizo constar en el expediente de su caso.
Sin embargo, un par de años después, el paciente llegó a la clínica del doctor Estrada, en San Pedro Sula.
“Otra vez estoy con ciática –le dijo–; tengo mucho dolor”.
“¿Desde cuándo?”.
“Desde hace un año”.
“Y, ¿por qué no habías venido antes?”.
“No sabía dónde estaba usted”.
“Qué raro, porque en La Ceiba todo mundo me conoce y saben bien que ahora atiendo en San Pedro… Pero bueno, ¿qué puedo hacer por vos?”.
“Ayúdeme”.
Le hizo el doctor Estrada una mielografía y comprobó que el fragmento metálico, la puta de la pinza, había salido del espacio discal como si fuera una nueva hernia, y comprimía la raíz nerviosa.
“Mirá –le dijo el doctor Estrada–, te voy a enviar a Tegucigalpa, para que te atienda mi maestro, el doctor René Valladares Lamaire, un gran cirujano. Voy a hablar con él para que te opere”.
El paciente estuvo de acuerdo, y llegó al Hospital Escuela, pero en la cirugía, el doctor Valladares tampoco pudo retirar el pedazo de metal.
“Sería más grande el daño que le haríamos si lo intentamos otra vez” –dijo el médico.
“¿Qué puedo hacer, doctor?”.
“Tal vez solo en Estados Unidos”.
LE PUEDE INTERESAR: La barra de jabón
Y así fue. Los familiares lo llevaron a Estados Unidos, y allá le retiraron el pedazo de pinza. Cuando el doctor Estrada lo vio, se alegró de verlo bien, aunque llevaba algo raro en la cara.
“Me extrañó ver que ya no era amable conmigo –dice el doctor–; iba serio, como si estuviera frente a un enemigo”.
“Lo voy a demandar” –le dijo.
Y lo llamó al bufete de un abogado en La Ceiba. Le pedía once mil dólares “para arreglar el asunto”.
Como el doctor no le contestó, salió en La Prensa con la espalda expuesta y el titular:
“El doctor Estrada lo operó de la columna y le dejó una pieza olvidada”.
Era hora de defenderse.
Respuesta
El doctor pagó dos páginas en La Prensa y en diario Tiempo, y explicó con detalle lo que había pasado. Además, le dijo al paciente, su antiguo amigo y compañero, que se verían en los tribunales.
Al día siguiente, el doctor recibió una llamada. Le hablaba Denis Castro Bobadilla, médico forense, abogado y catedrático de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH).
“Se ha defendido usted muy bien, doctor –le dijo el doctor Castro–; nunca he visto a un médico defenderse tan profesionalmente en Honduras. Explicó con detalle el accidente, y actuó con responsabilidad al no intentar retirar el fragmento de la pinza, a costa de hacer un grave daño al paciente. Me gustaría que me dé permiso de presentar este caso suyo en mi clase de Medicina Legal, para que mis alumnos conozcan un poco más sobre este tipo de cosas a las que podrían enfrentarse en el ejercicio de su carrera”.
El doctor Castro hizo una pausa.
“Su caso es un caso claro de yatrogenia, que se refiere a un daño no deseado ni buscado en la salud del paciente que atiende un médico, y que es causado o provocado como un efecto secundario inevitable, por un acto médico legítimo y avalado, que está destinado a curar o a sanar una patología o una enfermedad determinada. Esto significa, doctor, que no ha sido un acto de negligencia médica, ni de irresponsabilidad. Fue un accidente, algo inevitable al acto legítimo que ejercía usted en beneficio de su paciente… No es su culpa”.
“Me hacen sentir mejor sus palabras, doctor”.
VEA ADEMÁS: El caso del hombres desnudo
“Es la ley, no son palabras. Es así, La yatrogenia no es negligencia ni mucho menos es mala praxis… No creo que tenga usted razones para preocuparse…”.
“Me está pidiendo once mil dólares”.
“Pierde su tiempo ese hombre. No recibirá ni un centavo. Es más, me parece que lo que quiere es aprovecharse de las circunstancias y sacar una buena tajada de dinero, a pesar de que sabe que usted lo que le hizo fue un favor, a pesar del desgraciado efecto secundario que le provocó la ruptura de la punta de la pinza… lo que no pudo evitar usted, por supuesto…”.
El doctor Estrada dejó que pasaran unos segundos antes de decir:
“Doctor, si necesitara su apoyo en los tribunales…”.
“Cuente conmigo –lo interrumpió el doctor Castro–; pero, desde ya le aviso que no llegará a los tribunales jamás… Ya verá”.
Luz
Pasó el tiempo, y el doctor Estrada esperó a que le llegara la demanda de los abogados de su antiguo amigo. Pero esperó en vano. Nunca llegó. Sin embargo, aprendió una lección valiosa: no debe hacerse el bien a quien no lo merece.
“Desde ese momento, cobro –dice–; y no dejo de cobrar nunca, aunque cuando mis pacientes son pobres, les cobro algo simbólico. Por ejemplo, a don Ramón le cobré un lempira por operarlo de las mismas vértebras que a mi amigo de La Ceiba. Yo pagué todo lo demás… Pero no lo hice de gratis. Uno nunca sabe quién le va a morder la mano”.
Hizo una pausa, y después agregó:
“Yo estaba desesperado. Me iban a demandar por algo que no era mi culpa, y mi carrera se iba a venir abajo. Después de tantos años de sacrificios, un hombre ingrato estaba dispuesto a destruirme, a pesar de que sabía bien que no había sido mi culpa… Por eso, cuando apareció ante mí el doctor Denis Castro, sentí que aparecía una luz, y que Dios me ayudaba a que se me hiciera justicia. Porque Dios sabía que nunca quise hacer daño a mi paciente. Así, el doctor fue como una luz, y yo le agradezco sinceramente su ayuda porque me orientó, y se preparó para defenderme en los tribunales… Y por nada. No me iba a cobrar nada, solamente un churrasco con papas y una botella de vino, más un postre Pío V… Yo estoy sinceramente agradecido con el doctor Castro… Y, como yo, muchos a los que ha defendido, salvándolos de la injusticia que cae de repente sobre uno como la plaga…”.
“Yo le pagué un lempira por mi cirugía al doctor Estrada –dice don Ramón, ya bien entrado en años–, y mire… Me dejó como nuevo”.
Se levantó de la silla, dio varios pasos, saltó e hizo algunos pasos de baile, de esos bailes de antes…
“Pero le cobré” –dice el doctor Estrada.
“Por desgracia –agrega el doctor Castro–, el síndrome de los leprosos es muy común en nuestros días… A la gente le gusta morder la mano que le da de comer… Por desgracia”.