Se han cambiado los nombres.
Una mañana de junio de 1990, tres niños que recogían leña en un sector de El Tizatillo, en la carretera al sur, encontraron un bulto que de inmediato les llamó la atención. Había niebla todavía en las montañas y quedaba algo de brisa de la lluvia de la madrugada. El bulto estaba detrás de unos arbustos, era largo y estaba cubierto con ramas. Los niños se acercaron y, de pronto, dieron un grito, y empezaron a correr. Aquel bulto era el cuerpo de un hombre. Estaba boca arriba, con las manos amarradas a la espalda y tenía un lazo alrededor del cuello. Por la parte de atrás sobresalía un pedazo de palo, aparentemente de escoba, que había hecho las veces de torniquete con el que lo habían estrangulado. La lengua del hombre salía entre los dientes, y estaba hinchada y de un horrible color morado; los ojos, salían de sus órbitas, y estaban rojos, como si una nube de sangre los hubiera cubierto de pronto. Aparte de eso, no se veía ninguna otra lesión en el cuerpo, que vestía una camisa roja, con el logo de los Pumas de la Universidad, un pantalón azul y calcetines blancos. No tenía zapatos.
VEA: El cómplice perfecto (Parte I)
ADEMÁS: El cómplice perfecto (Parte II)
Cuando Renato, agente de la Dirección de Investigación Nacional (DIN), llegó a la escena del crimen emitió de inmediato su opinión.
“Está a unos doscientos metros de la carretera –dijo–, y no hay señales en la tierra ni en la grama de que haya sido arrastrado, por lo que creo que vino hasta aquí por su propio pie, obligado por alguien que lo amenazaba de muerte, y aquí mismo lo estrangularon”.
Registró los bolsillos del pantalón y encontró en la parte de atrás una vieja billetera. Había allí una tarjeta de identidad amarilla, perforada en una esquina. El hombre se llamaba José del Carmen Núñez, originario de Comayagua y tenía veintiséis años. Trabajaba en la Cervecería desde hacía tres años y había hecho el Servicio Militar en el Recablin, en San Lorenzo, Valle.
“¿Por qué mataron a este hombre? –se preguntó Renato–. Debieron agarrarlo en alguna parte, lo amarraron, lo subieron a un carro a la fuerza, lo trajeron hasta aquí, y lo mataron, y él no hizo nada por defenderse, a pesar de que había sido militar… Murió como pollo. Entonces, ¿por qué matar a este hombre y con tanta paciencia? ¿Quién lo odiaba tanto como para darle este tipo de muerte? Seguramente el asesino, o los asesinos, planificaron bien cada detalle del crimen, y lo ejecutaron sin ningún remordimiento, ¿pero quién pudo matarlo?”
Eso, Renato lo iba a saber muy pronto.
VILLA ADELA
En la parte de arriba del barrio Villa Adela, cerca de la colonia Rodríguez, una madre anciana lloraba a su hijo. Estaba sentada cerca del ataúd, y era consolada por sus hijas y por sus vecinas.
ADEMÁS: El hombre que amó demasiado
“Lo vimos por última vez ayer en la mañana –le dijo la madre a Renato–, cuando se fue a trabajar…”
“En la Cervecería dicen que no llegó al trabajo”.
“Pues, eso no sé, señor. A lo mejor fue que los pícaros que lo mataron lo agarraron en el camino…”
“Eso fue, señora”.
Renato hizo una pausa.
“Dígame –le dijo, poco después–, ¿tenía problemas con alguien su hijo?”
“Mire, yo no sé, pero por ahí dicen que se había peleado con la mujer y que le había pegado… Yo no sé nada porque a mí esa mujercita no me gustó nunca… No mira que es que vivía con un señor, ya mayor él, y se fue porque como ya estaba viejito, aunque no muy viejito”.
“¿Hace cuánto fue eso?”
“¿Qué cosa?”
“Que se fue la mujer con su hijo. ¿Hace cuánto tiempo?”.
“Pues, más o menos un año… Por ahí… Un año… Y se pelearon…”
“Ya. ¿Y la mujer? ¿Dónde está la mujer de su hijo?”
“No sé, señor… Desde que supo que habían encontrado muerto a Chema se desapareció… La fueron a buscar al cuarto, y no está. La puerta está con candado”.
“Está bueno, señora. Dígame, ¿dónde vive el señor, el viejito que era el marido de la mujer de su hijo?”
“Vive al otro lado, en la Rodríguez, por la carnicería… Allí por donde se parquean los buses del Dandy… ¿Conoce, verdad?”
“Conocemos, señora. Y creo que tenemos que hablar con el señor, para ver si sabe algo de la muerte de su hijo”.
DON CHENTE
En 1990, don Vicente tenía cuarenta y cinco años, era de baja estatura, con una gordura incipiente y algo calvo; usaba anteojos de lentes gruesos y se dedicaba a comprar y revender granos básicos en el mercado San Isidro. No tenía hijos y, desde que se separó de su mujer, vivía solo en una casa bonita, aunque pequeña, que era de su propiedad. Recibió a los agentes del DIN con naturalidad.
“Somos del DIN y queremos hablar con usted” –le dijo Renato.
“Pues, ustedes dirán…”
“Queremos saber dónde está la mujer de José del Carmen Núñez, el chavalo que mataron ayer allá por El Tizatillo…”
“Yo no sé nada de esa señora”.
“Era tu mujer antes de que se fuera con el difunto”.
“Sí, era mi mujer, pero me pagó mal con ese hombre, y se la llevó… Pero me alegra que se la haya llevado…”
“Ah, sí; ¿y por qué le alegra eso? ¿No es que era su mujer?”
“Esa mujercita era ingobernable, y si me pagó mal es porque no servía como para mujer de hogar… Yo me di cuenta que no vivía bien con ese muchacho, pero a mí no me importa nada de eso… Y no sé por qué ustedes me vienen a preguntar a mí por ella…”
“Pues te lo voy a decir… Te venimos a preguntar porque creemos que vos tenés algo que ver con la muerte de ese chavalo”.
En ese momento, desde el segundo piso de la casa, se escuchó la voz de una mujer que llamaba a Vicente.
“Chente –le decía–, vení que no puedo cerrar la llave del baño y el agua se sigue botando”.
Vicente abrió los ojos, que brillaron a través de sus lentes. Renato se puso rojo, le dio un empujón, entró a la casa y vio hacia las gradas que llevaban al segundo piso. Por allí venía bajando una mujer joven, no muy alta, de pelo largo y de piel canela. Vestía un pantalón blanco y una blusa celeste, y llevaba zapatos negros, bajos.
VEA TAMBIÉN: Los crímenes más absurdos (Parte I)
ADEMÁS: El hombre que amó demasiado (II)
“Con vos quiero hablar –le gritó Renato, y agregó dirigiéndose a sus hombres–: No me dejan salir a este”.
Los dos agentes del DIN que acompañaban a Renato agarraron a Vicente de los brazos.
“Yo no sé nada –dijo la mujer–; yo no sé nada… A Chema lo mataron y yo no sé por qué…”
“Pues me van a acompañar al DIN para que averigüemos por qué lo mataron…”
“No, yo no fui… Fue Chente… Fue Chente…”
“¡Callate, estúpida! ¡Callate!”
“Él fue el que se lo llevó ayer en la mañana, cuando Chema iba para el trabajo… Y él lo mató…”
“Ajá, ¿y por qué lo mató? Me lo decís ahorita o me lo decís en el DIN. Vos escogés…”
“Es que Chema me pegó, y a Chente no le gustó… Y él lo hizo para defenderme… Porque Chema era muy violento… Pero yo no sé nada. Fue él el que hizo eso… Fue él… Llévenselo a él”.
Renato se rió por unos segundos.
“¿Sabés que dejaste a una señora anciana muy mal porque le mataste al hijo?” –le preguntó.
Vicente bajó la cabeza.
“Llévenselo” –ordenó Renato.
“¿Y a ella?” –le preguntó uno de los agentes.
“También… Pero no la metan en una celda… Quiero que declare todo lo que sabe… Me parece que ella no tiene nada que ver en la muerte del marido, pero podría ser cómplice, y eso es lo que quiero averiguar bien…”
“¿Qué hacemos con este hombre?”
“Ustedes ya saben”.
DIN. Eran las diez de la mañana cuando llevaron a Vicente al DIN. A las once de la noche lo llevaron al Hospital Escuela. Llevaba el ante brazo izquierdo negro, con los dedos de la mano inflamados casi al punto de estallar. Le faltaban algunos dientes y tenía golpes en la cara, en la espalda y quemaduras en las plantas de los pies.
“¿Qué le pasó a este hombre? –le preguntó a Renato un doctor, en la Sala de Emergencias.
“Lo mismo de siempre, doctor –le respondió Renato–, matan, roban, violan y se ponen rebeldes con la autoridad… Es parte del juego, doctor…”
“Pero, este hombre va a perder la mano y la mitad del brazo. Tiene gangrena…”
“Mala suerte, doctor… Si son tan bravos como para secuestrar y matar a un hombre, se ponen cobardes cuando uno quiere hablar con ellos por la buena… Y cantan la verdad hasta que ya no aguantan más… Por eso yo les pido que hablen antes de que les saquemos la verdad… Pero hay gente que no entiende”.
“¿Y qué fue lo que hizo este hombre?”
“Pues, fíjese usted, doctor, que tenía una mujer que se le fue con otro, solo Dios y ellos saben por qué, y un día, el otro hombre le pegó a la mujer y este se enojó, le reclamó y le dijo que lo iba a matar para que nunca más le pegara a la mujer… Y la mujer, cuando se dio cuenta que el marido, o sea, el nuevo marido, se fue a meter a la casa de este, o sea, su viejo marido, y allí los encontramos… La mujer confesó, pero él estaba renuente a colaborar con la justicia, y, pues, la justicia tiene sus mañas para domar a los rebeldes… Así es, doctor; esa es la historia”.
NOTA FINAL
El “Tunco” Vicente estuvo en la Penitenciaría Nacional diecinueve años. Hoy vive en su vieja casa de la colonia Rodríguez. A sus setenta y cinco años dice que se arrepiente de haber desperdiciado así su vida, “y más por alguien que no valía la pena”. Y se arrepiente de haber matado al muchacho, pero le dio cólera saber que golpeaba “a la mujer que él seguía queriendo con todo su corazón”.
“Cuando me condenaron a veinticinco años, la mujer me apoyó por unos dos años, si mal no me acuerdo, pero después se hizo de hombre y lo metió a vivir en mi casa… Aquí vivió quince años y tuvo dos hijos… Hasta que se murió de cáncer… Yo terminé de crecer a los cipotes, que no tienen nada de culpa, porque el papá, un nicaragüense, se fue para su tierra cuando la preñó del segundo cipote… Fui un tonto, pero me queda el consuelo de que sigo vivo, y los hijos de la muchacha me quieren…”
Rueda una lágrima por sus mejillas cansadas y flacas, y se las limpia con el dorso de la única mano que le queda.
“Yo perdono a los que me hicieron esto –agrega, levantando el muñón–; me amarraron con fuerza y la sangre no circuló, hasta que se me murió el brazo… Así pagué casi veinte años en la cárcel… por estúpido…”