Una tía por parte de padre se quedó con ella, pero aquella mujer era peor que la madrastra de la Cenicienta, y dos años después, cuando Mirna cumplió los siete, una hermana de su mamá la fue a traer “para criarla con amor de madre”, el que todavía la niña no conocía. Pero, como al que le va mal por la mañana, le va mal por la tarde y también le va mal por la noche, a Mirna se le acabó el buen destino, y su tía, a la que aprendió a decirle “mamá”, murió cuando ella tenía doce años. La mató un cáncer de cérvix.
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Hay quienes dicen que la vida es cruel con ciertas personas, pero tal vez no sea la vida, que, a fin de cuentas, no piensa ni toma decisiones por nadie. Tal vez exista algo más allá, algo que los humanos no podemos entender y que quizá se divierte con el sufrimiento ajeno. Por supuesto, hay quienes le echan la culpa de todo lo malo al diablo, hay otros que reconocen que lo que siembran, eso cosechan, y muchos más se vuelven a Dios para buscar en él consuelo y misericordia.
Pero la realidad, que nunca se equivoca, es que el sufrimiento es inherente al ser humano, sin embargo, que un inocente sufra desde sus primeras horas de vida puede ser una de las crueldades más grandes que puedan conocerse en el universo. Porque, ¿qué culpa puede heredar el que no tiene conciencia de nada? Mirna sufrió desde antes de nacer, y su sufrimiento ¿a quién satisfizo? ¿A quién alegró? Tal vez esto no se sepa nunca. La verdad es que aquella niña dejada de la mano de Dios creció entre lágrimas y desesperación.
A los quince años ya era bonita; a los dieciocho era toda una hermosura. Se estiró como las matas de plátano, que crecen de una sola vez y de la noche a la mañana, y en medio de su sencillez y del dolor que se veía siempre en sus ojos verdes, resaltaba su belleza.
Su tío político, el viudo de la hermana de su padre, la cuidó desde que se fue su esposa, y la cuidó como a una hija. Y como se cela a una hija para la que se quiere lo mejor, así la celó. Y Mirna correspondía a aquel amor desinteresado, haciendo por su tío, que no era su tío, todo lo que podía hacer. Hasta que se enamoró. Y se enamoró perdidamente.
NACHO
Tenía veintidós años cuando la conoció. Verla y quererla fueron una sola cosa, y ella se rindió a la masculinidad de aquel hombre, superior a todos los hombres. Esto porque el amor no ve más que con el corazón, aunque muchas veces el corazón es ciego.LEA TAMBIÉN: Selección de Grandes Crímenes: La carreta de la muerte
Nacho era alto, delgado, musculoso, forjado en la doma de caballos, en el cuidado del ganado y en el trabajo de sol a sol en las milpas de maíz, de frijoles y de sorgo. No bebía alcohol, nunca fumaba y no era mujeriego. Vivía con su madre, una mujer buena que había enviudado hacía muchos años y que no se casó de nuevo “para no ponerle un mal padre a su hijo”. Su único hijo. Pero Nacho tenía un vicio. Un solo vicio. Le gustaban los cuchillos. ¿Por qué razón? Solo Dios la sabe. Y tenía un cuchillo que era la envidia de muchos a los que también les gustaban este tipo de armas. Era grande y de hoja ancha y brillante, afilado desde la base de la cacha hasta la punta, tan fina como una lezna de zapatero, pero esto no era lo que más destacaba en él. Era el mango. La cacha era de hueso de toro. Estaba tallada con la delicadeza de una obra de arte y Nacho la lucía afuera de la camisa con supremo orgullo.
Por eso fue que la Policía dio pronto con él.
Acababan de encontrar muerta a Mirna. Le habían cortado el cuello, casi hasta decapitarla, y según dijo el forense, mientras la muchacha agonizaba, le cortaron la cara, le sacaron los ojos y le hirieron las manos.
“El que hizo esto detestaba a esta muchacha -dijo uno de los agentes de homicidios de la Policía de Investigación Criminal-, o se estaba cobrando algo grave. Esto solo se le hace a alguien cuando se está buscando venganza, cuando se tiene demasiada cólera, y con esa cólera se mezclan el odio y la falta de escrúpulos”.
“¿Quién puede ser el asesino?” -se preguntó otro de los agentes. Y la respuesta no tardó en llegar.
Cerca de la escena del crimen, una zona apartada de la aldea, en un potrero que daba a una quebrada casi seca, técnicos de inspecciones oculares encontraron un cuchillo, un hermoso cuchillo con brillante hoja de acero, con la cacha de hueso tallado, y que era único en aquella zona.
“¡Es el cuchillo de Nacho! -gritó el tío de Mirna, con los ojos rojos a causa del llanto-. ¡Ese maldito la mató!”
El cuchillo estaba manchado de sangre hasta el mango.
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Media hora después, la Policía llegaba a la casa de Nacho. Le habían dado la noticia y estaba a punto de salir para aquel lugar donde estaba su novia.
“¿Es tuyo este cuchillo?” -le preguntó uno de los agentes, mientras dos de sus compañeros le apuntaban con sus armas a la cabeza.
Nacho se tocó la cintura.
“Sí -dijo-, ese es mi cuchillo”.
“Estás detenido por la muerte de tu novia Mirna…”
“Yo no maté a nadie”.
“¿Cómo explicás, entonces, que tu cuchillo esté en el mismo lugar donde encontramos el cadáver degollado de la muchacha?”
“No sé; no sé… Ese es mi cuchillo, pero yo no maté a nadie, y menos a Mirna, que era mi novia y con la que me iba a casar”.
“Bueno, bueno. Esas cosas se las vas a decir al fiscal… Vamos. Pasá”.
Esposaron a Nacho y lo subieron a la paila de la patrulla.
“No sé cómo estaba mi cuchillo allí -le dijo al fiscal-; yo siempre lo andaba en la cintura y casi nunca lo usaba. Seguro se me cayó en alguna parte y alguien lo encontró y lo usó para hacer el mal”.
“¿Eso le vas a decir al juez?”
“Es la verdad, señor”.
“Está bien. Pero te voy a dar una oportunidad, aquí, delante de tu abogado. Mirá. Si te declarás culpable, le voy a pedir al juez que te reduzca la condena. ¿Qué te parece? Preguntale a tu abogado y vas a ver que esto te va a beneficiar mucho. Ya cometiste el crimen, ya le quitaste la vida a la muchacha, y ahora lo que te toca es aceptar la culpa y pagar tu delito. Estás joven todavía, y si te portás bien en la cárcel, vas a salir a tiempo para rehacer tu vida”.
Pero Nacho siguió negando que él era el asesino.
CÁRCEL
Un año después, Nacho sufría en la cárcel, diciéndole a todo el que quisiera escucharlo que era inocente.
“Miren -decía-, mi cuchillo, el que yo andaba siempre en la cintura, apareció debajo de mi cama. Y la Policía encontró otro, que no era mío. Yo jamás le hubiera hecho daño a Mirna. Yo la quería”.
“Mirá, mijo -le dijo uno de los presos más viejos-; aquí todos somos inocentes. Lo mejor es que aceptés tu realidad y que te llenés de paciencia. Te van a condenar a veinte años, tal vez menos, y si te portás bien, vas a hacer solo la mitad de la pena. Ya mataste a la muchacha y de nada te sirve estar diciendo cosas que nadie te va a creer”.
“Pero es que yo no la maté”.
“Ese era tu cuchillo. Vos lo aceptaste delante de la Policía y del fiscal”.
“Es que era igualito al mío”.
“Tenías dos cuchillos iguales”.
“No, solo tenía uno… El que mi mamá encontró debajo de mi cama”.
“¡Ah, ya! Está bueno el cuento. Pero no te va a servir de nada”.
PENAS
Hay quienes se preguntan: ¿dónde está Dios cuando el hombre sufre? Y otros: ¿por qué permite Dios el sufrimiento? Y los abogados de Dios aseguran: “Dios no tiene la culpa de lo malo que les pasa a los humanos. Dios es bueno”.Entonces…
Mirna sufrió desde niña y tuvo un final horrible. ¿Y qué mal había hecho Mirna para merecer semejante dolor? No lo sabremos nunca. Y el mal que perseguía a Mirna alcanzó a Nacho, que la amó “como solo se ama una vez en la vida”. Quien haya escrito el guión de la vida de estos dos desdichados debe ser realmente cruel. Pero eso es otra cosa.
GUARO
El tío de Mirna sufría, y en medio de su sufrimiento “agarró pata”. Empezó a beber casi todos los días y mostraba su dolor a todo el mundo.“La quería como a una hija” -decían las más viejas, que sí entienden de este tipo de amores.
“Y ese maldito se la quitó” -decía otra.
“Pero se va a podrir en la cárcel”. “Como se merece. Ojalá que no salga nunca”.
“Mire usted, comadre, que matar a la muchacha, tan linda que era…”
“Pobre hombre. Se le muere la esposa, que nunca le dio hijos, porque como que dicen que él es estéril; y le matan a la hija… ¡Ay, Dios, qué cosas se están viendo!”
“Es que ya se acerca el fin del mundo, comadre”.
Y el tío de Mirna aquel viernes bebió más de la cuenta. Su amigo inseparable, su compadre, aquel compañero de cantina, bebió a su lado.
“Compa -le dijo el tío-, yo voy a decirle algo que solo se lo digo a usted porque es mi amigo del alma, y porque usted es mi sangre”.
“¿Qué es compadre? Dígame”.
“Mire, compa, cuando uno va a hacer las cosas, y sobre todo cuando son cosas malas, hay que hacerlas bien…”.
“¿Como qué cosas, compadre?”
“Mire, compa, a mí me gustaba la Mirna para mí…”
“Pero si era como su hija, compadre”.
“¿Cuál hija, compadre? Nada de eso. La cipota se creció y se hizo mujer, y a mí me gustaba para mujer mía. Y no la crecí para que ese estúpido de Nacho se la comiera. No, señor. Pero cuando le dije a Mirna que yo estaba enamorado de ella, me rechazó, y me dijo que mejor se iba de una buena vez con Nacho, y eso no se lo iba a permitir, compadre. Me fui a Comayagua, encargué un cuchillo igualito al de Nacho, igualitito en todo, y me preparé para castigar a aquella malagradecida. Y la maté, compa, y dejé el cuchillo allí cerca, donde lo vieran, para que le echaran la muerta a ese pedazo de basura”.
El compadre dejó el octavo de guaro en la mesa, se levantó como pudo, y como pudo llegó a la posta de la Policía. Y contó todo lo que había oído.
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Momentos después, el tío de Mirna estaba detenido. La Policía le sacó la verdad, interrogándolo delicadamente, por supuesto. Los golpes que tenía en la cara se los hizo cuando se cayó varias veces por andar de bolo. Confesó y el fiscal pidió la libertad de Nacho. Pero, como las desgracias, cuando se heredan, se heredan completas, Nacho llegó dos días después de que los vecinos piadosos habían enterrado a su madre, cerca de donde descansaba Mirna, esperando la resurrección.