Crímenes

Grandes Crímenes: El caso del antojo imperioso

Dicen que no hay peor juez que la propia conciencia
04.01.2020

Hace algún tiempo murió, en una de las cárceles del sistema penitenciario hondureño, un niño de escasos catorce meses de nacido. No se sabe de qué murió. Poco después de medianoche, su madre lo sintió helado y, cuando quiso cubrirlo con la sábana, notó que no se movía.

Creyendo que estaba dormido, solo lo arropó, y se volvió a dormir. A la mañana siguiente, extrañada porque el niño no se había despertado pidiendo comida, como hacía siempre, lo tocó de nuevo y seguía helado e inmóvil.

Fue en ese momento, cuando se dio cuenta de que estaba muerto. Lo que siguió es indescriptible. Nada es más horrible que el dolor de una madre ante la pérdida de
un hijo.

LEA: La 'Chuchis' investiga

Después del entierro, la mujer regresó a su celda; había envejecido de repente y parecía haber perdido la razón.

“Dios me castigó por lo que hice –decía–; él se llevó a mi hijito… Yo tengo la culpa de que se haya muerto”.

Sus compañeras, que sentían compasión por ella, pronto la dejaron sola.

“Es mejor que la lleven al manicomio –decía una– la muerte del niño la
volvió loca”.

Pero, en el Sistema penitenciario hondureño no hay empatía; no existe. Las cárceles son sitios de almacenamiento de personas donde la salud mental y física de los reos es un sueño.

“¿Y qué quieren? –se preguntó un Teniente Coronel que dirigió uno de estos inhumanos campos de concentración–. Son delincuentes y aquí vienen a pagar sus delitos, no a que se les trate como angelitos… Si por mí fuera, los torturaría todos los días para que cuando salgan, lleven bien aprendida la lección y no
quieran regresar…”

Una manera de pensar tan típica del que está entrenado para destruir, para aplastar al enemigo, como si fuera un fiel discípulo de Adolfo Hitler.

“Aquí no se aceptan lágrimas –agregaba–; suficientes con las lágrimas que les sacaron a los familiares de sus víctimas”.

Tal vez fue por esta forma de pensar que lo quitaron del puesto. Sin embargo, pareciera que esta es una filosofía de vida en las cárceles.

Allí, muertes, drogas, matanzas, pleitos entre grupos, corrupción de muchos funcionarios, dinero que corre a raudales, miedo, en fin… Y, entre todo esto, gente como aquella mujer que no dejaba de decir que Dios la había castigado por lo que había hecho. Pero, ¿qué es lo que había hecho? ¿Por qué estaba en la cárcel? ¿Cuál era su delito?

Para empezar, se había enamorado. Bueno, se había enamorado de otro hombre, o sea, de uno que no era su marido y aquel le puso un chigüincito, un niño que nació en la cárcel porque cuando le llegó la hora del parto, nadie la pudo llevar al hospital.

Le vinieron los dolores en la madrugada, rompió fuente, y el niño nació como si tuviera prisa por venir a este valle de lágrimas. Sin embargo, catorce meses después, murió, sin que nadie pudiera decir de qué había muerto. Ni siquiera
el forense.

“Síndrome de muerte súbita” –dijeron, y nadie entendió aquello.

“Dios me castigó –decía la madre–; se murió porque Dios me castigó por lo
que hice”.

Don Jorge

Jorge Quan, periodista, historiador y cronista del crimen en Honduras se acomoda en su silla mientras le sirven el desayuno, después de haberse bebido dos tazas de café negro.

“Yo cubrí el caso desde el principio –dice–. Al marido de esta muchacha lo mataron a eso de las once de la noche, poco antes de Semana Santa. Era como si el asesino lo estuviera esperando, como si hubiera estado seguro de que iba a salir a aquella hora de su casa.

Lo mató en una calle solitaria, cerca de un poste que tenía la lámpara apagada, como casi todas las lámparas en Honduras. Le disparó cinco veces con una pistola de .45 milímetros. Los tiros entraron por la espalda y salieron por el pecho y por la frente. Creo que el muchacho ni sintió la muerte”.

Don Jorge hace una pausa, toma el primer bocado, y sigue, haciendo a un lado el plato para hojear el expediente del caso. Luego, dice:

“Cuando llegó la Policía, vieron que la víctima estaba en pijama y que calzaba unas chancletas viejas. Esto les extrañó a los detectives de la DPI, que, como sabemos, no son tan tontos
como muchos piensan…”

Extraño

¿Por qué aquel hombre había salido de su casa vestido en pijama? ¿Hacia dónde iba? Y, ¿qué motivos tenía el asesino para quitarle la vida? Y por la espalda.

La esposa, llorando desesperada, les dio la respuesta.

“Yo estoy embarazada –les dijo–, y, como a toda embarazada, me dan antojos… y yo quería comerme una paleta helada. Y él me consentía en todo porque estaba contento con el niño que íbamos a tener…”

“¿Tenía enemigos su esposo?”

“No sé, señor… El nunca me dijo nada. Solo iba al trabajo, y regresaba a la casa para cuidarme…”

“¿A qué hora salió de su casa?”

“No sé… Eran como las once…”

“Y, ¿a dónde iba?”

“A comprarme la paleta… Ya le dije”.

“¿A dónde? ¿A qué lugar iba a comprarle la paleta?”

“Pues, a la pulpería… Una pulpería que está cerca de aquí…”

“¿Hasta qué hora está abierta esa
pulpería?”

“Pues… hasta las nueve, o diez…
No sé”.

“¿Cuánto tiempo tiene usted de vivir aquí, señora?”

La voz del detective se hizo más dulce y comprensiva.

“Dos años, señor; desde que me vine de Olancho con él”.

“Ya. Y, esa pulpería es vieja, ¿verdad?”

“Pues, sí… Ya estaba aquí cuando nosotros venimos”.

“Y, usted ha ido a comprar a esa pulpería muchas veces, ¿verdad?”

“Sí, señor; muchas veces… Bueno, casi solo yo iba a comprar porque mi esposo trabajaba y siempre venía cansado…”

“Y, la pulpería siempre cierra a las nueve… o diez, ¿verdad?”

“Sí”.

“¿Está segura?”

“Sí, porque la dueña ya está viejita, y solo vive con un nieto…”

“Ya. Y, su esposo sabía que la pulpería la cerraban a las nueve o diez, ¿verdad?”

“Sí… Sí”.

“Y, ¿hay más pulperías cerca de aquí?”

“No que yo sepa, señor”.

“¿Qué le dijo usted a su esposo?”

“¿Cómo así?”

“Del antojo que usted tenía”.

“Ah, que quería comerme una paleta helada… Es que viera usted como me han dado antojos; hasta de comer tierra, a veces…”

“Y, su esposo la complacía en todo, ¿verdad?”

“Sí, en todo…”

“Por ejemplo, si a usted, por su embarazo, le diera antojo de comer mango verde… a media noche, digamos…”

“Él se hubiera levantado a buscármelo… Es que estos antojos del embarazo son horribles, señor… Siente uno que se desespera…”

El detective hizo una pausa, dejó de escribir en la libreta que siempre llevaba en un bolsillo, y miró a la mujer, dedicándole una sonrisa.

“Siento mucho su pérdida” –le dijo, poco después.

Ella no contestó. Se limitó a ver el cuerpo que los empleados de Medicina Forense metían en una enorme bolsa
de plástico.

“Perdone, señora –agregó el detective–; ¿a qué se dedicaba su marido?”

“Era conserje, señor… Trabajaba en una empresa…”

“Ya”.

“¿Sabe si había tenido problemas con alguien… en su trabajo, en su lugar de Olancho…?”

La mujer suspiró.

“No, señor –dijo–; él no se metía con nadie… Desde que salió del Ejército se dedicó a trabajar en esa empresa y hasta se iba a comprar una moto, pero mejor guardó el dinero del préstamo para las cosas del niño…”

“El estuvo en el Ejército”.

“Sí; fue Cabo… Se salió porque allí no iba a llegar lejos y más que no había estudiado, y usted sabe que el que no tiene estudios no sirve más que para peón… porque el estudio es todo, señor…”

“Sí –le dijo el policía–; entiendo, señora. El que no estudia no llega lejos en
la vida”.

“Así es” –musitó ella.

Ya no lloraba. Aunque estaba pálida, se veía tranquila.

Misterio

Cuando Medicina Forense se llevó el cuerpo, la mujer se levantó de la acera en la que se había sentado y con paso lento se dirigió a su casa. Una vecina le ayudó a entrar.

“¿Por qué matar a un hombre bueno?” –le preguntó esta.

“Yo no sé” –le respondió la viuda.

“Era un muchacho trabajador…”

“Sí”.

“Que yo haya sabido, no tenía
enemigos”.

“No; no tenía”.

“Entonces, ¿por qué lo mataron?”

“No sé”.

La vecina suspiró y con acento doloroso, exclamó:

“¡Ay, Dios bendito! ¿Por qué las desgracias solo les pasan a los pobres? Y, ¿dónde estás tú, Señor, cuando el pobre sufre?”.

La viuda se dejó caer en una silla.

“¿Por qué matar a un hombre bueno y trabajador? –siguió quejándose la vecina–. ¿Quién pudo hacerle eso?”

No tuvo respuesta.

A los pocos segundos, añadió:

“Óigame –dijo, dirigiéndose a la muchacha que acababa de vaciar un vaso de agua–, ¿no será que los que lo mataron se equivocaron de persona?”

Las miradas de las mujeres se cruzaron mientras las demás vecinas salían
del cuarto.

“Yo creo que eso fue lo que pasó –agregó–, porque, ¿de qué otra forma…?”

Se interrumpió porque el teléfono celular de la viuda sonó una vez más.

“Aló” –dijo la mujer, y esperó a que le respondieran.

Pasaron unos segundos.

“Sí, ya sé –dijo, bajando la voz–, pero, ahorita no puedo hablar… Después
hablamos…”

Guardó silencio de nuevo y se quedó escuchando por un rato.

“Sí… Ya sé –dijo, poco después; y añadió–: Yo también”.

Cuando cortó la llamada, la vecina vio que le brillaban los ojos y que rehuía
su mirada.

“A mí me dio mala espina –dice–, como si un presentimiento se me hubiera metido en el corazón… No sabía por qué, pero aquella plática me pareció demasiado misteriosa… Y más sospeché cuando le dijo a la persona que la llamaba ‘Yo también’… Es como si alguien le hubiera dicho: ‘Te quiero’, o algo así… y me dio mala espina…”

La mujer calla, se vuelve hacia don Jorge Quan, y le dice:

“¿Verdad, don Jorge, que yo le dije que eso me parecía sospechoso?”.

“Sí –le responde don Jorge–, y me acuerdo que yo le dije que a lo mejor era la mamá o algún pariente la persona que la había llamado”.

“Sí, usted me dijo eso… Pero, yo soy mujer, y habemos mujeres pícaras… Y, como dice el dicho, chucho no come chucho, y si come no es mucho. Y a mí aquello me
parecía muy misterioso”.

Tags: