CEMENTERIO.-Eran las cinco de la mañana, de un día nuboso y helado, cuando los dos hombres, que caminaban tranquilamente hacia el potrero que quedaba después del cementerio, vieron la columna de humo negra y delgada que se levantaba como una serpiente en medio de la niebla que todavía quedaba entre los árboles.
Aunque el humo no les llamó la atención al inicio porque era, seguramente, alguien que quemaba basura después de haber limpiado alguna tumba, sí les extrañó que alguien se tomara semejante molestia a aquella hora de la mañana. Pero, como así pasa muchas veces con la gente, siguieron caminando, porque había que llevar a pastar a las vacas que ya habían sido ordeñadas, y llevarles sus terneritos.
Aquel era el trabajo de cada día, de lunes a domingo, y en los largos años que llevaban trabajando en la hacienda era la primera vez que veían algo como aquello, en pleno cementerio, y debajo de un enorme árbol de higo.
Se detuvieron por un momento, vieron la columna de humo que se mecía con el viento y le restaron importancia; sin embargo, después de dar cinco pasos más, se detuvieron de nuevo. Esta vez, era por algo más serio.
“¿Sentís mese olor?” -le dijo uno de ellos a su compañero.
“Sí... Huele horrible...”.
“Apesta a carne quemada y a carne podrida...”.
“A las dos cosas”.
“Y viene de allí, de esa humazón...”.
“Es como...”.
“Como si se estuviera quemando un muerto”.
“Así es...”.
“¿Vamos a ver?”.
“¿No será cosa del demonio? Mirá que por aquí hay muchos brujos...”.
“¿Y vos creés en esas cosas? Vaya... Ni pareces hombre... Vamos a ver...”.
Y dejando el camino real, saltaron la tapia de piedras que bordeaba el cementerio y, caminando con cuidado, y guiándose por la columna de humo, avanzaron entre varias tumbas, unas verdaderamente antiguas, hechas de adobe y de piedra, y adornadas con ángeles y con crucifijos; otras, que se caían solas a causa del tiempo y de las raíces de los árboles que crecían cerca de ellas.
Se detuvieron por un momento, porque a aquella distancia el olor era más fuerte. Pero, luego de unos segundos, siguieron adelante, y más cuando vieron a unos veinte metros de ellos un bulto de tierra...
“¡Dios santo!” -dijo el mayor.
“Mejor nos regresamos -dijo el segundo-. Hay que llevar las vacas...”.
“Esperate... Parece que aquí desenterraron a un difunto... Y le metieron fuego...”.
Entre más se acercaban, más penetrante era el olor a carne quemada, que se mezclaba con un asqueroso olor a carne podrida.
Unos pasos más y llegaron a la orilla de la fosa. Al frente estaba un enorme bulto de tierra.
“Este muerto es viejo de estar aquí -dijo uno de los hombres- porque esta tierra está seca y parece que les costó trabajo escarbarla”.
“¿Qué hay en el fondo?” -preguntó el otro, que temblaba de pies a cabeza.
Se asomaron al mismo tiempo.
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La tumba
Tenía unos dos metros y medio de profundidad, quizá un poco más, y tal vez un metro y medio de ancho. De su interior salía el humo espeso, que se agitaba al encontrarse con el aire, en la superficie, y con él aquel olor horrible, que hizo que los hombres se taparan la nariz con los pañuelos.
“Alumbrá bien”, dijo uno.
“¿Para qué si todavía hay fuego?”.
Así era. Aunque eran pocas, y débiles, aún había llamas en el fondo. Eran las últimas llamas porque, según opinión de los hombres, aquel fuego había ardido por horas.
“Lo desenterraron para después prenderle fuego con gasolina” -dijo el mayor de los dos.
“Y ¿sabés vos de quién era esta tumba?”.
“No... Yo qué voy a saber... Pero, por lo que se ve, este cristiano ya tenía tiempo de estar enterrado”.
“Pero, desenterrarlo y quemarlo... ¿Por qué?”.
“Solo Dios lo sabe”.
“Dios, y los que vinieron a desenterrarlo...”.
“Así es”.
“Hay que avisarle al auxiliar y al juez de Paz... Ellos que le avisen a la Policía...”.
“Mirá allí, cerca del palo de higo...”.
“¿Qué cosa?”.
“Hay dos botes de plástico... Como de cinco galones... Te aseguro que allí trajeron la gasolina...”.
“No toquemos nada... No vaya a ser y nos echen el muerto a nosotros...”.
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Policía
La noticia corrió de boca en boca, y pronto, los curiosos llegaron de casi todas las aldeas cercanas. La mañana seguía siendo fresca, pero el humo no dejaba de salir de la tumba, y el olor seguía apestando el aire. Pero, aún así, los curiosos no se iban.
“¿Sabemos quién estaba enterrado allí?”, le preguntó el juez de Paz al auxiliar de Policía.
“Pues, yo no sé, señor... Esa es una tumba vieja...”.
“Pues, no me parece que sea tan vieja porque el cuerpo todavía no se había podrido del todo...”.
“¿Sería por eso que le prendieron fuego?”.
“Tal vez... Pero, eso es algo que va a saber la Policía...”.
“Si es que haya algo del cuerpo, señor, porque, por lo que yo veo, lo están quemando desde hace horas, y con gasolina pura... Yo no veo ni huesos...”.
“Algo va a encontrar la Policía... Ya va a ver usted... Lo malo es que nosotros no sabemos quién es el muerto; y yo ni siquiera sabía que estuviera enterrado aquí...”.
A eso de las diez de la mañana llegaron varios agentes en una patrulla de la Dirección de Investigación Criminal, y un equipo de inspecciones oculares.
“El cuerpo está quemado hasta los huesos -dijo uno de los técnicos de inspecciones oculares-; no creo que encontremos algo valioso...”.
“Siempre hay algo... -respondió el oficial a cargo de los investigadores-. Acordémonos que no hay crimen perfecto...”.
“Y ¿qué crimen puede haber aquí, señor?”.
“Pues, uno muy serio; en mi opinión”.
“Ajá”.
“Según sabemos, nadie, ni en la aldea más cercana ni en la más lejana, ni en el pueblo, sabe quién es la persona que estaba enterrada en esta tumba... O sea, que nadie la conocía, y nadie supo que la vinieron a enterrar aquí... ¿Estamos?”.
“Ajá”.
“Se supone que en este cementerio se han enterrado personas desde hace más de ciento cincuenta años, poco más o menos, y los difuntos eran gente de las aldeas, de las haciendas y de las fincas que hay en estas montañas... Y de eso podemos deducir que todo el mundo se conoce, y que en esta zona alguien tiene a un difunto en este lugar, y, por lo tanto, sabe quién es cada uno de los muertos, y donde está enterrado cada quien... ¿Nos vamos entendiendo? Pero, de esta tumba nadie da razón; nadie vio un velorio, ni vino a un entierro, y según parece, esta tierra ya estaba dura, o sea, que había pasado el tiempo desde que lo enterraron, pero no tanto tiempo como para que el cadáver se descompusiera por completo y quedaran solo los huesos, como es normal... Así que, podemos decir que aquí hay un bonito misterio... Algo así como un crimen que debemos resolver...”.
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Tiempo
Hacia las dos de la tarde, el humo dejó de salir de la tumba. Esperaron a que el fuego se extinguiera solo para no dañar con agua las posibles evidencias que se encontraran en el fondo. Así que, a esa hora, bajó a la tumba, por una escalera que alguien trajo de alguna parte, un técnico de inspecciones oculares. El olor todavía era fuerte, pero casi nada quedaba en el fondo de la fosa. El ataúd se había calcinado por completo y sus cenizas se mezclaban con las cenizas que quedaban del muerto.
“Usaron al menos unos quince a veinte galones de gasolina -dijo el técnico-, y creo que usaron un acelerante para que el fuego destruyera todo y con más rapidez”.
“¿Qué hay allí que nos pueda servir?”.
El técnico se tomó su tiempo. El olor a carne podrida y quemada lo mareaba.
“Tenemos unos cuantos dientes -dijo, al poco tiempo-, algunas astillas de hueso, quemadas, y nada más...”.
“¿Estás seguro?”.
“Voy a revolver entre las cenizas...”.
El técnico se tomó su tiempo. Aunque el sol ya se alejaba en el horizonte, la tarde era fresca. De las montañas cercanas soplaba un viento suave que olía a campo.
“¡Aquí hay algo! -gritó el técnico, después de un largo silencio, apagando el murmullo que había arriba, sobre su cabeza.
“¿Qué es?”.
Haciendo pinza con dos dedos enguantados, el técnico recogió algo del suelo, esto es, del fondo lleno de cenizas.
“¿Qué es?” -le preguntó su jefe, de nuevo.
“No lo va a creer, señor; pero, eso de que no hay crimen perfecto, como que se va haciendo cierto”.
“¿Qué es lo que encontraste?”.
El técnico levantó la mano.
“Mire, señor... ¡Un reloj! Y parece que es un reloj de hombre, y muy fino”.
Era verdad. Entre sus dedos, el técnico tenía un reloj, negro a causa de las cenizas y del humo, y al que habían respetado las llamas, aunque seguramente estuvo dentro de un infierno por horas enteras.
“Hay que embalarlo... Con cuidado”.
El reloj terminó en una bolsa. Nadie podía decir qué clase de reloj era, pero se notaba que estaba casi intacto, a pesar de que aquella fosa debió ser un horno desde casi la media noche.
“¿Qué más hay?”.
“Nada que nos pueda servir, señor; huesos quemados, pero demasiado pequeños y tan destruidos que no creo que pueda haber ADN en ellos...”.
“Hay que rescatar todo lo que sea posible... Algún resto humano nos puede ayudar a resolver este caso...”.
“En eso estoy, señor, pero aquí apesta...”.
Preguntas
¿Qué significaba todo aquello? ¿Por qué alguien se había tomado el trabajo de enterrar un cuerpo y, tiempo después, regresar para quemarlo hasta hacerlo desaparecer? Y, ¿qué significaba aquel reloj, en apariencia, indestructible? ¿Por qué estaba allí? ¿Qué significaba? Y, ¿quién era el muerto? Porque era claro que se trataba de un hombre, no solo por el reloj, sino por el tamaño de la fosa...
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA...