“¡Es el hijo de don Cosme! –Gritó uno de ellos, viéndole el rostro por un momento–. ¡Es Juancho!”.
“Hay que avisarle al patrón”.
Cuando llegó la Policía, el agua de la zanja se había secado y el cuerpo se había hundido en el lodo.
“No podemos tocarlo, don Cosme –dijo un sargento–, hasta que venga la gente de Medicina Forense”.
“¡Es mi hijo el que está ahí, sargento!” –respondió don Cosme.
“Yo sé, don Cosme –replicó el sargento–, pero es la ley. Si usted levanta el cuerpo va a cometer un delito”.
“Delito es el que voy a cometer cuando sepa quién fue el maldito que mató a mi hijo” –contestó don Cosme.
“Pero yo no se lo puedo permitir…” –dijo el sargento, pero se interrumpió de pronto ante la mirada furibunda del anciano.
“¡Deténgame si puede, sargento!”
Cinco hombres armados con fusiles AK-47 se pusieron entre don Cosme y los policías. El sargento no dijo nada.
“¡Malditos! –gritó don Cosme, viendo el rostro ensangrentado de su hijo y la enorme herida que tenía en la garganta–; no lo pudieron matar de frente… Me lo degollaron como un chancho!”
El hombre, de unos setenta y cinco años, piel trigueña, baja estatura, con entradas pronunciadas en el cabello gris y blanco y rostro marcado por arrugas prematuras, lloraba como un niño y maldecía como el mismo diablo.
“Vamos a llevarlo a la casa –dijo–, para que su mamá y sus hermanas lo limpien y lo podamos enterrar decentemente”.
Nadie se atrevió a contradecir al señor. El sargento y sus policías se hicieron a un lado cuando tres empleados de don Cosme subieron el cuerpo a la paila de un carro y se limitaron a seguirlo.
“Tengo que dar cuenta del hecho a las autoridades de Juticalpa –le había dicho el sargento a don Cosme–; usted me entenderá… Es mi deber”.
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Don Cosme no dijo nada; no tenía nada más qué decir. Se limitó a ver al sargento y este comprendió que aquel hombre sufría, y guardó silencio, sin embargo, informó a la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) de Juticalpa, y de ahí dieron parte al Ministerio Público.
“Dice el sargento que el padre de la víctima levantó el cuerpo”.
“Pues, ha cometido un delito –dijo el fiscal–. ¿Por qué no lo impidió el sargento?”
“¿Sabe usted quien es don Cosme?”
“¿Sabe usted lo que dice la ley en estos casos?”
“Mire, abogado –dijo el detective, tratando de reducir el entusiasmo del flamante funcionario del Ministerio Público–, en estos lados a veces es mejor dejar en paz a ciertas gentes”.
“Lo que procede aquí es retirar el cuerpo de la casa, llevarlo a Medicina Forense de Tegucigalpa y detener a las personas que retiraron ilegalmente el cuerpo de la escena del crimen”.
El detective escondió el rostro para que no se notara su sonrisa.
El velorio
Cuatro horas más tarde, una patrulla de la DNIC, una de la Policía Preventiva y un carro del Ministerio Público se estacionaban al frente de la casa de don Cosme, una vieja casa de adobe, con techo alto de tejas y con un largo corredor que daba un estacionamiento de grava fundida bordeado de árboles antiguos.
El fiscal, como si hubiera tocado con la vara de Moisés la multitud que acompañaba a don Cosme, avanzó entre ellos, alta la frente y soberbia la mirada, seguido de su asistente y dos policías.
“Yo soy don Cosme, a que usted busca” –le dijo, de pronto, el anciano, quitándose el sombrero en actitud respetuosa, sin embargo, había un trueno en su voz y fuego en su mirada.
“Está usted detenido, señor…”
“No me venga a mí con esas cosas, señor leguleyo…” –dijo don Cosme, con desprecio.
“Vamos a retirar el cuerpo de su hijo para que le haga la autopsia Medicina Forense”.
“Los que van a llevar a Medicina Forense son los cuerpos de ustedes, señor, si no salen de mi hacienda en cinco minutos”.
“Usted ha violado la ley”.
“Me parece que usted es nuevo en estas tierras, ¿verdad?”
“Hace un mes estoy en mi cargo”.
“Tiene razón, y eso lo disculpa… Mire, abogado, le voy a decir lo que vamos a hacer… Usted ordena a quien tenga que ordenarle que investigue quién mató a mi hijo, y me avisan quien fue… Lo demás, corre de mi cuenta… Por mientras, déjeme a la gente de la DNIC que voy a hablar con ellos, y si usted quiere quedarse como invitado en mi casa, es bienvenido, pero si insiste en sus cosas, le aconsejo que llame a su mujercita para que se despida de ella y para que lo despida de sus hijos…”
Aquel hombre hablaba como un dictador.
“¡Tengo que cumplir con mi deber! –protestó el fiscal–, y usted me está amenazando de muerte”.
“Cosme Rugama no amenaza, abogado… Mueva un dedo para sacar de aquí el cuerpo de mi hijo, y al que van a sacar con las patas por delante será a usted…”
El abogado tembló.
DNIC
“Se lo dije” –murmuró el detective de la DNIC, dirigiéndose al fiscal, que sudaba helado y estaba pálido como las velas que iluminaban el ataúd de Juancho.
“¿Quién es este hombre?” –preguntó.
“Podría decirse que es uno de los caciques de esta zona” –respondió el detective.
“¿Qué tan poderoso es?”
“Juzgue usted”.
“Pediré refuerzos”.
“Y bolsas para cadáveres”.
El abogado se estremeció.
“¿Ve esta gente? –Agregó el detective–. Son fieles a él; unos son sus empleados, otros tienen negocios con él, la mayoría tiene algo que agradecerle. Y puede llamar al propio Estado Mayor si quiere… Pero mejor no le digo nada más, abogado; espérese un momento y ya va a recibir una llamada del fiscal general y otra del Presidente…”
“Pero yo solo cumplo con mi deber”.
“Yo lo sé…”.
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La llamada
En ese momento sonó el teléfono celular del detective. Lo llamaba el Jefe de Homicidios de la DNIC desde Tegucigalpa.
“Inspector –le dijo el jefe–, el director quiere hablar con vos”.
“Me acaba de llamar el ministro de Seguridad y me dijo que le mataron un hijo a don Cosme Rugama, ¿tenés conocimiento de eso?”
“Estamos en la vela del muchacho, señor”.
“¿Cómo en la vela?”
“El padre recogió el cuerpo, señor, y no esperó a que llegara el Ministerio Público…”
“¿Y el fiscal?”
“Quiere hacer cumplir la ley, señor…”
“¿Llevarse el cuerpo?”
“Afirmativo, señor”.
“Supongo que ese fiscal no sabe quién es don Cosme, ¿verdad?”
“Afirmativo, señor”.
“¿Cuántos hombres andan con ustedes?”
“Con los policías preventivos somos quince, señor”.
“Y don Cosme tiene un ejército armado hasta los dientes…”
“Afirmativo, señor”.
Hubo una pausa muy marcada.
“Mirá –añadió el director–, te voy a decir lo que vas a hacer…”
“Lo escucho, señor”.
“Vas a investigar la muerte de ese muchacho… Si ya se contaminó la escena del crimen o si ya se perdieron evidencias o lo que sea, vos le vas a dar una respuesta a ese señor y me vas a tener informado de los avances, antes de que entierren el cuerpo, ¿entendido?”
“Entendido, señor”.
“¡Ah!, y una última cosa. No se metan en problemas por ese fiscal… Ya va a saber por él mismo con quien se está metiendo”.
“Entendido, señor, pero él es el que lleva la investigación del crimen, según la ley”.
“Ya te di una orden”.
“Entendido, señor”.
El detective
El policía se acercó a don Cosme y este le dedicó una sonrisa triste.
“Vamos a investigar la muerte de su hijo” –le dijo el detective.
“Gracias” –respondió don Cosme.
“Solo que vamos a necesitar tiempo”.
“No tenemos tiempo, mijo –replicó el anciano–; al menos, yo no tengo tiempo… Mirame, ya soy un viejo y me han quitado lo que me quedaba de vida… Te doy una semana para que me encontrés al culpable…”
“¿Qué piensa hacer, don Cosme?”
“¿Para qué preguntás lo que ya sabés?”
El detective no dijo nada. El fiscal se acercó a ellos.
“Don Cosme –le dijo, con acento respetuoso–, vamos a descubrir al asesino… Tengo órdenes del fiscal general”.
“Gracias, mijo… Es lo único que te pido”.
El detective carraspeó varias veces para aclarar la voz, y para llamar la atención de don Cosme.
“¿Me querés decir algo, mijo?”
“Tengo que ver el cuerpo, señor, para hacer una hipótesis de la forma de muerte… Y tengo que hablar con algunas personas, incluidos familiares de la víctima”.
“Hacé tu trabajo, mijo… Y no te preocupés por nada… Aquí vas tener toda la colaboración”.
“Estamos para servirle, don Cosme –dijo el fiscal–; el asesino de su hijo va a caer”.
“Y yo los voy a recompensar –le dijo don Cosme–; era mi hijo menor, la luz de mis ojos…”
“Tenemos que hablar con la mamá…”
“Está bien”.
“Quiero que nos dé una lista de sus enemigos, don Cosme…”
“Yo no tengo enemigos, mijo… Podés comprobar lo que te estoy diciendo… ¿Ves esta gente? Todos están dispuestos a colaborar con vos… Solo decí qué es lo que querés, pero encontrame al que mató a mi hijo… ¡Lo voy a matar con mis propias manos!”
El anciano se estremeció. La amabilidad había desaparecido y el odio y la sed de venganza dominaban su rostro
Continuará la próxima semana...