Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
Era temprano en la mañana de un día de agosto de 1990, húmedo y lleno de nubes. La cuesta de El Chile, esto es, la empinada y tortuosa calle que lleva del barrio El Chile a la colonia Cerro Grande, en Tegucigalpa, estaba sola y, de vez en cuando, un carro subía haciendo rugir el motor y capeando los numerosos baches.
Sin embargo, un hombre que bajaba hacia el centro de Tegucigalpa en una moto, tenía una urgencia especial. Se detuvo, pues, a un lado de la calle, a menos de un metro del abismo y, con la prisa del que lo atormentan los intestinos, bajó hasta una roca plana y ancha donde suspiró, agradecido.
En eso estaba cuando algo, unos treinta metros más abajo, llamó su atención.
Eran varios zopilotes que formaban un grupo extraño en el fondo del despeñadero, abriendo las alas y saltando de un lado a otro. El hombre estiró el cuello, miró detenidamente hacia abajo y, de pronto, dio un grito. Entre varios arbustos enanos y rocas puntiagudas estaba lo que a él le pareció un par de piernas “algo así como de mujer”. Entonces, satisfechos sus intestinos, decidió bajar. Y allí estaba. Era una mujer joven, de piel blanca, delgada, no muy alta y rostro que debió ser bonito un día antes, pero que ahora estaba deformado con el rictus de la muerte.
Tenía los ojos abiertos, los labios hinchados y golpes en la frente. También tenía raspones en los brazos y en los muslos, que estaban desnudos ya que la falda se había enrollado más allá de la cintura. Tendría unos diecisiete años y, a juzgar por sus facciones y lo delicado de su piel, era de familia acomodada. Pero, ahora estaba muerta. Había caído desde más de treinta metros de altura, hasta el fondo del abismo, y, en alguna parte, alguien la extrañaba.
El hombre tardó en regresar a la calle, subió a la moto y, a toda velocidad, llegó a la Dirección Nacional de Investigación (DIN), donde dijo lo que había visto.
Un sargento y dos detectives fueron al lugar. Poco después, llegó el personal de Medicina Forense, algunos policías de la Fuerza de Seguridad Pública (FSP) y varios bomberos, que sacaron el cuerpo con grandes dificultades. La muchacha tenía, al menos, veinticuatro horas de muerta. Eso fue lo que dijo el doctor Denis Castro, director de Medicina Legal.
“Las causas de muerte las sabremos en la autopsia” –agregó.
La morgue
Denis Castro Bobadilla, de apenas treinta y seis años, alto, delgado, de piel más rosada que blanca, con abundante pelo castaño en su cabeza, anteojos de marco de oro y mirada serena, esperó a que el personal de aseo terminara de limpiar la sala de disecciones y la regara con perfume de rosas; luego, se puso el gorro, la mascarilla, el delantal de plástico, que le llegaba debajo de las rodillas, y los guantes.
En la mesa de autopsias estaba el cuerpo de la muchacha, completamente desnudo, pálido como el papel, con los brazos a los costados y boca arriba. El doctor se acercó, miró el cadáver por un momento y, con un gesto rápido, puso a funcionar la pequeña grabadora donde guardaba los resultados de la autopsia antes de transcribirlos en su informe.
“Mujer joven, de entre veinte y veinticinco años, de piel blanca…”
Al principio, al doctor le pareció aquella una muchacha fina, por lo terso y delicado de su piel, lo bien cuidado que llevaba el pelo y el olor agradable que todavía despedía de su cuello.
Tenía golpes en el rostro, restos de arena en las heridas y algunas equimosis en brazos y piernas, producidas, seguramente, mientras caía al abismo.
Cuando le abrió la cabeza, el doctor se sorprendió al ver la cantidad de sangre que se había acumulado en el cráneo y el estado gelatinoso en que estaba el cerebro. Los golpes que había recibido fueron severos y, seguramente, le habían causado la muerte inmediata. Entonces, analizó la sangre y descubrió que había sufrido embolia grasa, causada a consecuencia de la fractura de la diáfisis de los huesos largos, que permitió que las trioleínas, que son unas grasas muy líquidas, penetraran fácilmente en el torrente sanguíneo.
Poco a poco, el tiempo pasaba y la autopsia iba llegando a su fin. En la sala solo se escuchaba la voz pausada del doctor y el ruido largo y sordo de la grabadora.
Media hora después, les pidió a sus asistentes que le dieran vuelta al cuerpo.
Un detalle
Tenía algunos raspones en la espalda y en las caderas, sin embargo, lo que más llamó su atención fue una equimosis, una lesión subcutánea en la que se había depositado sangre que adquirió pronto un color rojo-azulado.
“Equimosis rojo-azulado con forma de un círculo perfecto de dos centímetros de circunferencia, marcado claramente en piel a la altura del músculo gemelo externo”.
Aquel círculo estaba hundido en la piel, y al doctor Castro le pareció extraño ya que “no podía explicarse su procedencia”. Lo más lógico de suponer era “que fue hecho con fuerza, con presión”, y que la muchacha pudo estar apoyada en algo donde estaba un objeto de forma circular, duro y que sobresalía al menos medio centímetro. Pero, ¿qué podía ser? ¿Dónde pudo estar apoyada la muchacha momentos antes de caer al abismo? Porque aquella equimosis se formó poco antes de que ella cayera por el barranco. De esto estaba seguro del doctor. Sin embargo, ¿qué podía ser? ¿Un clavo, un tornillo? Además, el doctor se hacía otras preguntas: ¿Cómo fue que perdió el equilibrio y cayó al abismo? Era seguro que la muchacha estaba apoyada en ese “algo”, que su pantorrilla hacía contacto directo con “eso” justo antes de caer. Pero, ¿qué hacía en ese momento? ¿Qué tipo de objeto era aquel en que se apoyaba ella? Y, ¿por qué estaba de pie tan cerca del abismo y qué la hace caer?
El DIN
Todas esas preguntas las analizó el doctor Castro con los agentes del DIN a los que le asignaron el caso.
“Empecemos por averiguar qué hacía allí la muchacha –dijo uno de los detectives–; por qué estaba allí y con quien llegó hasta ese lugar”.
“Sabemos que vivía en la colonia Cerro Grande –dijo otro–, por lo que podemos suponer que alguien fue a traerla a su casa y que, por alguna razón, se pusieron a platicar en ese lugar”.
“Pero, ese alguien que fue a traerla a su casa, ¿quién puede ser?”
“Tal vez un amigo” –dijo un detective.
“O, tal vez el novio –intervino Denis Castro–; y, si es así, ¿en qué fue a traerla?”
“Lo más lógico de suponer que en un vehículo” –dijo un sargento.
“Me parece bien esa respuesta –contestó el doctor–, y si recordamos un poco, creo que vamos a encontrar que hay unos carros que en el bómper de atrás traen una línea cromada, o de hierro, que resalta en el centro del bómper. Pues, estas líneas no están pegadas con engrudo, sino que van atornilladas, por lo que podemos suponer que la muchacha estaba apoyada en la parte de atrás del carro y que su pantorrilla pegaba con el bómper, justo donde está el tornillo que asegura esa línea cromada… Pero esto es solo una suposición, aunque no encuentro otra forma de explicar esa equimosis, ese hematoma en la pantorrilla, el que, repito, fue hecho con fuerza, con la presión de un golpe, ya que quedó remarcado en la piel…”
El sargento dio un salto.
“¡Doctor! –gritó–. ¿Y si fue que la empujaron con el carro que estaba estacionado a la orilla de la carretera, cerca del abismo?”
“¡Vaya, hombre! –exclamó el doctor Castro, con un suspiro––. ¡Por fin van aprendiendo!”
“Entonces…”
“¿Qué?”
“Busquemos a alguien que tenga un carro con un bómper trasero así…”
“Hay montones de carros así, muchacho”.
El doctor Castro sonrió.
“Mejor, ¿imaginemos qué estaba haciendo la muchacha en ese lugar”.
“En la casa de ella dicen que salió a hacer un mandado, y que dijo que volvería en unas dos horas, pero nadie vio si se fue con alguien o si se subió a algún carro”.
“Pero nosotros debemos estar seguros de que sí se subió a un carro, ya que no llegó hasta aquel lugar a pie, y que en ese carro se había subido muchas veces, y que la persona con la que se había subido era de su completa confianza… por lo que podemos deducir que se trata de un amigo especial o de su novio”.
“Pero, ¿por qué no dijo que iba con el novio a hacer el mandado?”
El sargento hizo la pregunta a quemarropa.
“Tal vez nadie en su casa sabía que tenía novio, o, si ya lo sabían, tal vez no era del agrado de sus padres… Además, si sale a escondidas, diciendo una mentira, es posible que tuviera algunas dificultades a causa de su relación…”
“¿Como cuáles?”
“En la autopsia, si se molesta en leerla, sargento, se dará cuenta de que la muchacha estaba embarazada; un embarazo de catorce o dieciséis semanas…”
“¡Ah!”
“Bueno, ahora solo especulemos un poco. ¿Por qué va con su novio hasta aquel sitio? Bueno, es posible que ella le estuviera exigiendo que se hiciera responsable del embarazo, y de ella, casándose, por supuesto… Pero vemos que la muchacha está afuera, apoyada en algo que ahora podemos decir con cierta seguridad que era la parte de atrás del carro del novio. Pero, quizás estaban enojados, molestos; tal vez el novio no quería hacerse cargo de ella ni de la criatura, y ella, quizás se bajó del carro a llorar, esperando que él se bajara a consolarla. Pero, en vez de consolarla, el muchacho lo que hizo fue encender al carro, darle reversa y empujar a la muchacha hacia el abismo. Y el golpe debió ser fuerte porque se marcó en su pantorrilla la cabeza del tornillo… Así, la muchacha cae por el barranco y se mata, el novio se va del sitio tranquilamente, y guarda su carro”.
“Eso me parece la solución del caso, doctor –dijo el sargento–; pero, ¿quién es el novio?”
“Eso es fácil de averiguar”.
El detalle
No fue difícil saber quién era el novio de la muchacha. Por HRN y Radio América se dio la noticia de su muerte y se dijo que era la novia de Fulano de Tal. De esa manera, no le fue difícil al DIN localizarlo, sin embargo, había un pequeño problema: el muchacho pertenecía a cierta familia…
“Entonces –les dijo el doctor Castro a los detectives–, vigilen su casa y esperen a ver el carro”.
“Ya fuimos a la casa, doctor, pero el carro está estacionado en el garaje en posición de salida”.
“Eso es raro –dijo el doctor–, porque los adolescentes nunca, o casi nunca, meten su carro al garaje de la casa; lo dejan afuera, en la calle o sobre la acera…”
“Eso pensé yo también, doctor” –dijo el sargento.
“Excelente –exclamó el doctor–; lo que sigue ahora es esperar. El muchacho se va a relajar, se va a confiar, y, entonces, va a dejar el carro afuera y ustedes van a saber si lo que dijimos es cierto o no, sin meterse a problemas con la familia…”
Pasaron dos semanas más.
Una mañana, el doctor Castro pasó cerca de la casa del sospechoso, y el carro estaba estacionado afuera. Se detuvo por un momento detrás de él y vio, claramente, el tornillo que sobresalía sobre la cinta cromada que cruzaba el bómper trasero justo por el centro. En ese momento, una patrulla del DIN se acercó a la casa, el doctor se retiró y dos agentes bajaron del Jeep Toyota.
“Este es el carro –dijo el sargento–; y éste es el tornillo… Tal y como dijo el doctor… Vamos a capturar a ese…”
Los agentes tocaron el portón con fuerza.
“¡Ábranle al DIN!” –gritó.
Cuando entraron a la casa, el muchacho quiso esconderse.
“¿Así es que vos empujaste con el carro a tu novia –le dijo el sargento–, y la mataste tirándola por el abismo solo porque estaba embarazada y no te quisiste hacer cargo de la criatura?”
“¿Cómo saben eso?” –preguntó el muchacho, asustado.
“El DIN lo sabe todo –respondió el sargento, levantando la frente como para que se la coronaran con un ramo de laurel–; y lo que no sabemos, lo averiguamos. ¡Caminá!”.