RESUMEN. ¿Quién fabrica a los monstruos que aterrorizan a la sociedad? ¿Dónde adquieren su pasión por el crimen? ¿De dónde les nace su deseo de sangre? ¿Es que los complace el sufrimiento ajeno? ¿Quién es el responsable de su existencia? ¿El abusador nace o se hace?
Estas y otras muchas preguntas se hizo el fiscal cuando me contó este caso horroroso. Lo veía estremecerse de vez en cuando, y a veces sudaba cuando me contaba los detalles del crimen. Y las causas que lo motivaron.
“Encontramos a la mujer, completamente desnuda, en el centro de la habitación, bañada en sangre. Junto a ella, su hija, de unos doce años; y a su espalda, su hijo, de diez, empapados también en sangre. En la mano tenía un cuchillo de cocina, largo y ancho, y estaban frente al cadáver del que hasta ese momento había sido su esposo. Este estaba de costado, viendo hacia la puerta de salida con ojos llenos de terror. Había sangre por todas partes, y, le aseguro, Carmilla, que ese ha sido el caso más horrible al que me he enfrentado personalmente... Todavía no puedo olvidarlo, y, por mucho tiempo, quise escribirlo, como un libro, pero no tengo el talento del escritor, y solo me he limitado a anotar algunos de los detalles que, tal vez, puedan borrarse en mi memoria. Por supuesto, no se me debe juzgar por lo que hice. No.
Cuando la mujer dejó el cuchillo, y le hizo caso a su padre, acababan de llegar su suegro y su propia madre, que lloraba desconsoladamente. Y yo, hasta ese minuto, había recibido al menos diez llamadas. Del fiscal general, del presidente de la Corte Suprema, del presidente de la República... Y solo faltó que me llamaran el Cardenal, el Papa y el presidente de Estados Unidos...
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Confesión
Ríe el fiscal, ante su propia ocurrencia, y, de pronto, adopta el mismo aire serio del inicio; y dice:
“¿Hasta dónde puede llegar la maldad humana? ¿Por qué alguien llega a causar tanto daño a los que debe amar y proteger? ¡Ni los animales hacen eso!”.
Calló de nuevo, y en la pausa pareció reflexionar. Dice que, desde que llevó ese caso, piensa de forma diferente sobre los criminales, y, aunque les duela a muchos, “ahora, más que nunca, estoy en contra del aborto, que es la manifestación criminal más despiadada que pueden cometer los seres humanos, ya que es un asesinato vil y consentido de sus propios hijos. ¡Y el único animal que mata a sus propios hijos es la madre humana! Nada más aberrante; algo digno de ser castigado con las leyes más severas... ¡El aborto es el peor de los crímenes! ¡Es el peor de los asesinatos! ¡Y jamás estaré a favor de que se maten inocentes en el vientre materno! ¡Jamás!”
Se limpió el sudor de la frente, miró a lo lejos, y ordenó sus ideas.
“Tal vez no debo seguir siendo fiscal del Ministerio Público -dijo, momentos después-; tal vez debí renunciar después de aquel caso...”
¿Por qué decía esto el fiscal, después de tantos años?
“El padre de la víctima no acusó a la mujer en ningún momento. Él mismo dijo que su hijo era una bestia, y que sabía que terminaría mal, tarde o temprano... Y la madre de la mujer, que no soportó verla en aquella situación, se abrió camino hacia ella, a pesar de que trataron de detenerla, y, rodeando el cadáver, al que no le dedicó una sola mirada, se arrodilló sobre el charco de sangre para abrazar a su hija, en medio de un mar de lágrimas.
“Hija -le decía-; hija de mi corazón... Ya pasó todo, hijita... Ya pasó... Ahora, hay que cuidar a los niños... Y vos misma tenés que empezar a vivir de nuevo... Ya pasó todo”.
La mujer la abrazó, soltó el cuchillo, que hizo un sonido ronco al caer sobre la sangre que se iba secando poco a poco, y las dos lloraron una sobre los hombros de la otra.
El fiscal se detiene una vez más. En realidad, contar con detalles aquel suceso le causa dificultades, porque algo se revuelve en su corazón. Después de unos instantes de silencio, agregó:
“El padre de la víctima se acercó a mí y me dijo: Abogado, creo que sabe usted quién soy; y que sabe usted quienes son estas personas. Yo mismo declaro que mi hijo, mi propio hijo, al que he amado con todo mi corazón desde que su madre me dijo que estaba embarazada, merecía esta muerte... Lamento decirlo, pero había maldad en él... Maldad que no sé de dónde heredó... Desde niño era perverso; le gustaba torturar a los animales, y le encantaba jugar con fuego... Una vez quemó a un gato vivo... Y ni los mejores siquiatras pudieron ayudarme a llevarlo por el buen camino.
Nació como Judas, para hacer el mal. Y lo que no entendí jamás es cómo esta pobre mujer le soportó más de diez años de malos tratos y de abusos horrorosos, que solo ella y sus hijos le pueden contar... Por mi parte, señor, le he pedido a su jefe que me entregue el cuerpo, para que lo laven en la morgue, y para enterrarlo este mismo día. Y su madre, que lo llora, porque, por supuesto es su madre, está de acuerdo conmigo. Sus hermanos, mis hijos, ya están haciendo los trámites necesarios en la funeraria...”
¿Quién era aquel hombre al que sus propios padres juzgaban como al mayor de los monstruos nacidos de mujer?
“Yo lo amaba -dijo la mujer, hablando al oído de su madre-; pero, pronto aprendí a odiarlo, y sé que no lo odié lo suficiente...”
“No digás nada, hija... Vamos, levantate, y te vamos a ayudar a bañarte... Ya los niños se están limpiando... Dice tu padre que sería bueno que ellos hablen con el fiscal; que no solo lo hagás vos...”
“Yo confieso que lo maté, mamá. No me importa nada”.
“Al contrario, hija; tenés una vida qué vivir, y esa vida debe importarte para que la dediqués a tus hijos, que no merecen lo que han sufrido... Y nosotros estaremos con vos... No te abandonaremos jamás... Incluso, tus propios suegros, los padres de ese hombre mal nacido, están a favor tuyo...”
La mujer se aferró a su madre. Ahora estaban las dos sentadas en el charco de sangre, mientras el fiscal cubría con una manta el cuerpo que “estaba cosido a cuchilladas”.
“No sabría decirle cuántas heridas tenía aquel hombre -dijo el fiscal-; y no lo podría decir jamás porque no lo llevaron a Medicina Forense. Recibimos órdenes expresas; pero, sí puedo decirle que si tenía cien heridas, eran pocas; y me pareció que no todas eran mortales, porque ese hombre, más que morir por las cuchilladas, murió desangrado, y en medio del terror más insuperable... Estaba siendo matado por su propia mujer... Y, aunque tenía heridas de defensa en las manos y en los brazos, no pudo hacer nada para detener a la que lo mataba... Ella dijo que estaba drogado y que había bebido más de media botella de whiskey... Fue cuando ella empezó a hablar; pero, no con nosotros, sino con su madre, que la escuchaba mientras trataba de consolarla; y esta fue la confesión que nosotros obtuvimos, y que, poco a poco nos iba poniendo los pelos de punta...”
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Ella
“Eran las cinco de la mañana, mamá -dijo la mujer-; mi niña se había levantado temprano para bañarse porque empezaba exámenes esta semana; y yo me quedé en la cama; pero estaba sola. Fue allí cuando escuché los gritos de Marcela. Decía: ¡No, papá! ¡Otra vez, no! ¡Por favor, papá!” Me levanté, y vi que la había sacado del baño, desnuda, y que la estaba violando en el suelo... A mi niña de doce años... ¡Y no era la primera vez, mamá! Lo hacía desde que ella tenía seis años... Y me amenazaba con matar a los niños si yo decía algo... La niña no se había quitado el pijama, y él se lo desgarró...
Era como una bestia, y yo salté sobre él para ayudarle a mi niña; y te juro, mamá, que era la primera vez que lo hacía, porque yo le tenía terror a ese hombre... Entonces, él me golpeó; se levantó, y me dio varias patadas, que me dejaron inconsciente por un momento. No sé cuando fue que se llevó a mi hija para nuestro cuarto, pero, sé que allí la violó de nuevo... Pero, para entonces, yo ya estaba decidida a todo. Bajé a la cocina, mientras los gritos de mi hija me taladraban el pecho, y subí...
Lo ataqué con fuerza, y él chilló. Se defendió, me golpeó, me arrancó el camisón de dormir, me pateó; pero estaba herido, y yo lo seguí atacando. ¿Cuántas veces? No sé; pero, cuando ya me faltaban las fuerzas, él cayó al suelo, diciendo muchas cosas, como maldiciones y que no lo dejara morir, y que no lo iba a volver a hacer... Mi miedo se terminó, mamá, y allí, en el suelo, seguí hiriéndolo, mientras la sangre salpicaba todo... Yo estaba ciega...
Había vivido quince años con él, que fueron como quince años en el infierno; en la peor parte del infierno. Recibí golpes, humillaciones, violaciones, me obligaba a drogarme para que tuviera intimidad con hombres que él traía, y que yo nunca había visto; y violaba a mi hija mientras aquellos cerdos se cebaban en mí... Y ese fue mi infierno, mamá... Quince largos años de ese infierno... Y ahora, por su culpa. Tengo que ir a la cárcel... Tengo que pagar el haberlo matado...”.
Nota final
El fiscal dice: “Di la orden de que los agentes salieran. No sé si alguien dijo algo; pero, de lo que sí me di cuenta, es de que el ministro de Seguridad y el director de la DNIC llamaron a los agentes que estuvieron conmigo en la escena. Igual habló conmigo el fiscal. No he vuelto a saber nada de aquella familia. Y hasta hoy cuento esta historia, que muy pocas personas conocen.
Espero que sirva para que se haga conciencia de que nada es más valioso que la familia, que los hijos son sagrados, que la mujer es la compañera de vida que Dios nos pone en el camino, y a la que debemos respetar, cuidar, valorar y proteger en todo tiempo. Por supuesto, esto debe enseñarse en la casa, como dice el buen amigo Noé Godoy, la cara solidaria de la Secretaría de Seguridad, que dice que debemos hacer el bien siempre; que debemos hacer lo bueno siempre; y yo le agrego que debemos ser buenos, y más buenos con nuestros hijos, con nuestros padres y con la esposa que, por amor, nos acompaña por el camino de la vida. Y es que la mujer no es ningún objeto; no es cualquier cosa. Es un ser humano, con derechos como nosotros mismos, hechura de Dios, y amada, también, por el Dios del cielo”.