TEGUCIGALPA, HONDURAS.- LLAMADA. A eso de las nueve de la noche, el sargento que estaba a cargo de la Policía en el municipio de El Porvenir en Francisco Morazán, llamó a las oficinas de la Dirección General de Investigación (DGIC) que así se llamaba en 1998, y dijo que, en el río, casi en el centro, y sobre un banco de arena, estaba el cuerpo de un hombre que tenía varios días de muerto porque ya empezaba a oler mal. Estaba tirado boca arriba, y solo vestía un calzoncillo que debió ser del color blanco.
“¿Se conoce la identidad del muerto?” -le preguntó el operador de turno en la DGIC.
“Pues, no sé decirle, porque como que no se puede reconocer bien; y como aquí está de noche y lo que tenemos son unos focos de mano casi sin baterías...”.
“¿Sabe si ha desaparecido alguien de la zona en los últimos días?”.
“No, señor, no sé nada de eso. Y si los estoy llamando, es porque son ustedes los encargados de la investigación... Nosotros nos limitamos a custodiar la escena del crimen y a cuidar que los animales no se coman al difunto”.
Terminó la conversación y de inmediato en la DGIC empezaron a armar un equipo compuesto por investigadores de homicidios, técnicos en inspecciones oculares, y de dactiloscopia, por si habían huellas digitales que levantar, expertos en la escena del crimen, personal de medicina forense, tres miembros del cuerpo de bomberos, con linternas, camillas y sogas, la fiscal de turno, una abogada recién graduada, y a la que apasionaba la investigación criminal, y dos hombres de la sección de capturas.
“Salimos de la DGIC a las once de la noche, más o menos -dice Pachico, que iba al frente del grupo-, y llegamos a El Porvenir a eso de la una de la mañana. Hacía calor, porque estábamos en pleno verano, y el cielo estaba despejado, pero sin luna; seguramente era luna nueva. Sin embargo, algo podía verse entre la bruma de la madrugada, y lo primero que vimos fue a un grupo pequeño de curiosos, y a tres policías y al sargento, custodiando la escena. Más allá, a unos diez o doce metros, estaba el cuerpo, que ya empezaba a hincharse y a oler mal, como había dicho el sargento”.
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Requisa
“Ayudados con los focos de los carros, y con las linternas poderosas que teníamos -sigue diciendo Pachico-, empezamos a analizar la escena y a buscar indicios en la orilla del río, justo enfrente de donde estaba el cuerpo. Y, a pesar de que los curiosos habían dejado las huellas de sus zapatos, encontramos varias muy marcadas en el barro de la orilla. Eran huellas de las plantillas de zapatos tipo “burro”, pesados y, en apariencia nuevos, porque no presentaban desgaste en ninguna parte. Entonces, los técnicos aplicaron masilla de yeso dental, para levantar el negativo de las huellas, y nosotros entramos al río”.
Allí estaba el cuerpo, hinchado ya, y con partes de la piel de color morado y desprendida en muchas partes. El forense que nos acompañaba se acercó al cadáver, sin mostrar la menor repugnancia, y lo primero que observó fueron sus manos. Tenía solamente siete dedos. Tres habían sido cortados con un instrumento filoso, pero no pesado, seguramente un cuchillo. Y las yemas de los dedos restantes tenían heridas profundas en todas direcciones.
“Parece que alguien no quería que este hombre fuera identificado”,
-dijo el forense.
“¿Cómo lo mataron, doctor?” -le preguntó Pachico.
“Fue una muerte horrible y dolorosa, mi buen amigo. Los que lo mataron, lo hicieron con cólera; pero con una de esas cóleras que no se satisfacen hasta que la víctima no queda del todo destruida...”.
“A ver; explíquese mejor...” -intervino la fiscal del Ministerio Público.
“Aunque no estoy seguro, este hombre había ingerido bebidas alcohólicas como para emborrachar a un elefante, y creo que fue ese el momento en que aprovecharon los asesinos para darle muerte, y vengar alguna afrenta...”.
“¿Por qué dice eso, doctor?” -insistió la fiscal.
“Primero -dijo el médico, con voz clara, agachado todavía frente al cuerpo-, porque lo mataron con arma blanca; con dos tipos de arma blanca: esto es, machete y cuchillo y las heridas son profundas, y muchas de ellas, mortales. Y fue atacado por delante y por la espalda, lo que nos dice que son dos los asesinos o más... Pero, sí, son dos las armas que le dieron muerte”.
Pachico intervino:
“Eso explica -dijo-, los dos tipos de huellas de zapato tipo burro que encontramos en el barro de la orilla... Uno es más grande y un poco más ancho que el otro; pero las dos huellas parecen ser de zapatos nuevos...”.
“Entonces -dijo el forense- son dos los asesinos”.
“Pero ¿por qué cortarle los dedos?”, -preguntó la fiscal.
“Cólera... No veo otra razón más que tratar de hacer el mayor daño posible, y causar el mayor dolor...”.
“¿Cortaron los dedos mientras este hombre vivía?”.
“No, las heridas son post morten... Pero aún muerto este hombre, los criminales no habían apaciguado su furia...”.
“¿De qué se estarían vengando?”,
-preguntó la fiscal.
“Hay hombres que no entienden razones, y que, en sus cóleras, son destructivos” -dijo Pachico. Pero se interrumpió de pronto. Uno de sus compañeros acababa de acercarse a él para decirle:
“Hay allí unas personas que dicen que ese hombre es un gringo... o, al menos, le decían el gringo...”.
“¿Saben cuál es el nombre?”.
“No, solo dicen que es el gringo, pero no están muy seguros”.
“Bien, hay que averiguar algo más”.
Dedos
Amanecía. El sol empezaba a asomarse a lo lejos, llenando el cielo de un color vivo que le daba al paisaje un aspecto hermoso, y ya empezaba a verse mejor en aquella parte del río. Aunque los agentes de la DGIC estaban cansados, no se detenían. Ahora, Pachico y dos de sus compañeros estaban requisando un camino de herradura que bajaba hasta el río desde un cerro cercano. Trataron de buscar huellas allí, pero los curiosos que iban y venían, y que ya empezaban a multiplicarse al conocer la noticia, habían borrado cualquier marca de zapato que hubiera quedado de la noche anterior. Sin embargo, los técnicos seguían adelante. Y el esfuerzo dio sus frutos.
“¡Aquí hay algo!” -dijo uno de los muchachos, agachándose en una orilla del camino. Pachico se acercó a él.
“¿Ves eso?” -le dijo el técnico de inspecciones oculares.
“Levantalo” -respondió Pachico.
En una bolsa de plástico pequeña y transparente, de las que se usan para hacer charamuscas, estaban los tres dedos que le había cortado a la víctima. Pachico los revisó, y vio que no tenían cortaduras en las yemas, como los demás.
“Esto nos va a servir para identificar a este hombre”, -dijo.
“Los asesinos deben estar cerca -le dijo uno de los investigadores de homicidios-. Creo que son de la zona, porque conocen bien este lugar, y el hecho de haber llevado el cuerpo hasta la orilla del río, creyendo, tal vez que se lo comerían los animales, me parece que confiaron mucho en sí mismos. Y digo esto porque no ha llovido, y el río no va a crecer en su caudal hasta dentro de un par de meses... Por lo que no creo que hayan tenido la esperanza de que la corriente se llevara el cadáver...”.
“Bueno, -dijo el forense- creo que yo ya nada tengo que hacer aquí... Que los bomberos nos ayuden a levantar el cadáver, y lo llevamos a Tegucigalpa”.
“Estoy de acuerdo” -dijo la fiscal.
“Abogada -le dijo Pachico- creemos que los asesinos están cerca; y si esperamos un poco, tal vez consigamos información que nos permita saber por qué mataron de esa forma a ese hombre... y quiénes lo hicieron”.
En ese momento, por el camino de herradura que bajaba del cerro, llegaron dos hombres, ya maduros, que se quitaron los sombreros en señal de respeto.
“Perdone, señor, -dijo uno de ellos, dirigiéndose a Pachico, que era el más alto de todos-; ¿ya averiguaron quién es el difunto?”.
“Todavía no, señor, -le respondió Pachico-; solo nos han dicho que podría ser un hombre al que le decían el gringo”.
“Pues, si nos permite verlo, tal vez les podamos ayudar en algo...”.
Los bomberos ya habían llevado el cuerpo hasta la orilla, y abrieron la bolsa en que lo habían metido, para que los hombres lo vieran.
“Sí, señor, -dijo el que había hablado con Pachico-, es el gringo...”.
“Y, ¿quién ese el gringo? ¿Por qué le dicen así?”.
“Pues, porque es gringo, señor... De allá, de los yunai... Vino aquí hace como seis meses, o más, para buscar oro, y contrató a varia gente... Pero le gustaba beber demasiado, y cuando estaba borracho trataba muy mal a los empleados... Y...”.
El hombre se detuvo, miró a su compañero, arrugó el sombrero, y le dijo:
“¿Se lo decimos todo, vos?”.
“Pues, sí... Ya abriste la boca, y agoora no hay modo de asilenciarla”.
“Ta güeno...”.
El hombre esperó unos segundos antes de seguir hablando.
“Mire que hace como tres días... Tres, ¿verdá vos?”.
“Tres”.
“Pues, que hace como tres días, dos muchachos que trabajaban con el gringo estaban en sus labores, lavando arena con las bombas, y vino el gringo, borracho y enojado, y empezó a tratarlos mal, a decirles indios sucios, haraganes, ladrones, hijos de... Dios sabe quién, y otras cosas más... Y se les vino encima y golpeó al menor... Y resulta que los dos son hermanos... Y se jueron del río...”.
“Es que así era el gringo, señor..., intervino el segundo hombre. Como se creen dueños de todo el mundo, creen que también pueden pisotear a la gente humilde... Y nosotros también tenemos dignidad, señor... Y no nos gustaba que ese gringo anduviera por todas partes enseñando los montones de dinero que siempre llevaba en las bolsas, y que cuando se emborrachaba les faltara al respeto hasta a las señora casadas... No digo que está güeno que lo hayan matado; pero Dios es el que tiene control de todo, y él permite que los hombres que andan ajuera de sus caminos se estrellen en cada paso, y terminen de mala forma... Como este gringo...”.
Pachico lo escuchaba en silencio.
“Y, ¿ustedes saben quiénes son esos muchachos con los que tuvo problemas este gringo?”.
“Sí, son dos hermanos que viven cerca de la aldea; en una casita sola que les dejaron sus papás... Allí viven ellos solos... Y vale decirle, señor, que desde hace tres días que no se veía a ese gringo, y los mismos tres días hace que no se ven a los dos hermanos por aquí...”.
Nota Final
La casa era pequeña, de adobe y teja, con un corredor al frente. Los policías la rodearon, y encontraron a los hermanos desayunando. Lo primero que vio Pachico fue los zapatos del hermano mayor. “Burros” (tipo de zapato) nuevos. Le pidió que levantara el pie, y lo comparó con el negativo que habían sacado en el barro. Eran exactamente igual. Después, encontraron un machete, con restos de sangre en la orilla de la cacha, y dos cuchillos largos y filosos.
“Ordene que los detengan” -le dijo Pachico a la fiscal. Tenemos suficientes evidencias para asegurar que ellos son los asesinos”.
Los hermanos fueron llevados a Tegucigalpa. Allí, un abogado de oficio les dijo que, si colaboraban, el fiscal pediría al juez que les redujera la pena. Y los hermanos confesaron. Dijeron que el gringo los provocó, los trató mal, y golpeó al hermano menor. Fueron condenados a veinte años de cárcel. Salieron en libertad condicional hace diez años, y regresaron a trabajar la tierra que les dejaron sus padres.