Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El regreso del gran Pachico

Por la gracia de Dios, ¡soy policía!
03.09.2023

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- AÑO 2000. Para muchos era el año del fin del mundo. Se esperaban tragedias y grandes cambios en toda la Tierra. Pero, los apocalípticos se quedaron esperando, sencillamente, porque Dios tiene todo bajo control, y ni siquiera su propio Hijo sabe cuándo será el día final. Sin embargo, para Juan Francisco Maradiaga, el gran Pachico, aquello era solo parte de la histeria de los sin oficio. Él tenía cosas más importantes en qué pensar, y el año 2000 era como todos los demás. Estaba asignado a la Dirección de Investigación Criminal (DIC) de El Progreso, Yoro, y había mucho trabajo qué hacer. Y, parte de ese trabajo, fue el reto que le lanzaron a la cara una mañana calurosa de junio; una mañana que no prometía nada diferente a las anteriores.

Tomaba café, y desayunaba, cuando de la Policía Nacional hicieron una llamada a la DIC. El hombre que hablaba se notaba asustado, y parecía que estaba ante una emergencia.

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“Señor -dijo, después del saludo-, con la novedad de que en la base del monumento que está aquí, en el parque central, está botada una bolsa y, como los perros ya la abrieron, pues, lo que hay adentro es una cabeza..., una cabeza humana, manchada de sangre... Los llamamos porque este es un asunto de ustedes”.

Dejó Pachico la mitad del desayuno, se quemó la boca con el último trago de café y después formó un equipo en menos de diez minutos. Por supuesto, gran parte de la carga del equipo recaía en él mismo ya que él era el experto en inspecciones oculares, en análisis de la escena del crimen, en grafología, antropología y química forense, ya que es experto en detectar trazas de sangre en la escena... En fin. Así que, sin perder el tiempo, llegaron al parque central de El Progreso. Varios policías resguardaban la escena, los curiosos se iban acumulando alrededor, y algunos perros esperaban cerca, mientras los zanates hacían un escándalo en las copas de los árboles. Pachico se acercó a la bolsa.

“Es una cabeza humana -le dijo al fiscal que los acompañaba-. ¿Me autoriza a abrirla?”.

-“Ábrala”.

Con doble guante en las manos, Pachico abrió la bolsa. Bueno, terminó de hacer lo que los perros ya habían hecho. Y allí estaba. Era la cabeza de un hombre, de unos veinte o veintidós años, que miraba hacia la eternidad con los ojos horriblemente abiertos. Tenía manchas de sangre en la frente, y una costra de sangre coagulada en el pelo, cerca de la oreja izquierda. Pachico se acercó más, y vio algo, pero lo impresionó, lo hizo decir una cosa que dejó mudo al fiscal.

“A este hombre lo decapitaron mientras estaba vivo... O, al menos, empezaron a decapitarlo en vida...”.

“¿Hacha o machete...?”, -musitó el fiscal, con la garganta seca.

“Machete -dijo Pachico; es lo más seguro, por el borde y los labios de las heridas...”.

“¿Qué más hay?”.

“La cabeza está metida en una bolsa aparte... Y aquí hay otra...”.

“Veamos qué hay allí”.

Pachico sacó la bolsa despacio, dejando la cabeza a un lado; la abrió, y dijo: “Aquí hay una cartulina... y parece que hay algo escrito en ella...”.

“A ver...”.

Con lentitud, Pachico sacó la cartulina, la extendió, y leyó en voz alta:

“Aquí les dejamos esto. Si son tan buenos policías como dicen, les damos setenta y dos horas para que descubran quién mató a este perro”.

HOY

Pachico guarda silencio, como si quisiera ordenar sus recuerdos, y después de una pausa larga dice:

“Aquel mensaje estaba escrito en una letra..., muy fea, si podemos decirle así, y demostraba que la persona que lo había escrito no había pasado ni siquiera el tercer grado. Tenía errores de ortografía, y los rasgos de las letras, y la formación de las oraciones, nos decía que era obra de una persona con la más mínima instrucción escolar... Pero había algo más; y esto era también muy importante: el asesino, o los asesinos, pertenecían a un grupo de delincuentes contrario al de la víctima... Y deduje esto, porque le dieron una muerte cruel, tratando de causar el mayor daño posible, y provocando el terror en su máxima expresión. Y de eso solo eran capaces los enemigos jurados...”.

Pachico hace otra pausa.

“Abogado -le dijo al fiscal-, a este hombre lo mató una pandilla rival... Creo que son los...”.

“¿Cómo vamos a saber quién es la víctima?”.

“Creo que no será difícil, abogado. Vamos a esperar a que alguien llegue a la Policía a preguntar por una persona desaparecida, o a poner la denuncia de la desaparición de alguna persona, y lo más seguro, irán familiares de este hombre”.

“Todo eso está bien -dijo el fiscal, tapándose la nariz y la boca con un pañuelo-; lo que me inquieta es cómo vamos a encontrar a los asesinos”.

“Tenemos las bolsas, abogado -le dijo Pachico-, y tenemos la cartulina. Vamos a aplicar polvo reactivo en ellas para buscar huellas digitales, y si todo sale bien, vamos a identificar a los asesinos...”.

“A usted todo le parece fácil”.

“Fácil no, abogado; científico”.

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MARCOS

Embalada la cabeza, y después de hacer el procedimiento de rutina para su levantamiento, fue enviada a Medicina Forense de San Pedro Sula. Y hecho esto Pachico se sentó a esperar. A eso de las dos de la tarde, llegó una señora de baja estatura, con un delantal sobre el vestido, y con la angustia pintada en el rostro. Con ella iba una muchacha. En las dos se notaba una extrema pobreza.

“¿En qué le podemos servir, señora? -le dijo el policía que la atendió.

“Es que, fíjese que andamos buscando a mi hijo... Y queremos saber si ustedes lo tienen detenido...”.

Pachico se acercó a las mujeres.

“Y, ¿cómo se llama su hijo, señora?”

“Se llama Marcos...”.

“Y, ¿desde cuándo no lo ve?”.

“Pues, hoy hace dos días... Venimos aquí por si ustedes lo detuvieron...”.

“¿Tiene alguna fotografía de Marcos, señora?”

“Sí; aquí está”.

Pachico la miró detenidamente. Era reciente, y era el rostro de la cabeza que habían encontrado esa mañana.

“Siéntese, señora -le dijo-, y trate de reconocer esta fotografía... Y perdone que haga esto, pero...”.

La mujer no lo dejó continuar. Dio un grito, y casi se desmaya.

“¡Es mi hijo! -gritó-. ¡Ese es mi Marquitos! ¡Dios mío! ¿Qué fue lo que le hicieron esos malvados?”

En ese momento, se recibió una llamada en la DIC. Un vigilante decía que, en un solar baldío, a unos doscientos metros del edificio de los juzgados de El Progreso, había un bulto de tierra extraño, y que por ahí andaban unos perros escarbando.

“Estábamos contra el tiempo -dice Pachico-. Los criminales nos habían retado a resolver el caso en setenta y dos horas, y el tic, tac, tic, tac, no se detenía...”.

Con el fiscal, y un equipo de inspecciones oculares, Pachico llegó al sitio. Bajó las ramas de un árbol antiguo, había un bulto de tierra, y había sangre en algunas partes. Antropólogo forense como era, inició la exhumación, y lo primero que descubrieron fue que el cuerpo no tenía cabeza. Estaba amarrado de pies y manos, y su vista era algo espeluznante.

“Lo encontramos -dijo Pachico-. Y aquí hay indicios que nos van a ayudar a identificar a los asesinos...”.

Aquellos indicios eran huellas bien marcadas de zapatos. Y esto llamó la atención de Pachico, porque eran zapatos pequeños. Pero había algo más. La vaina de cuero de un machete.

“Por supuesto, esto no era suficiente para correr en la investigación -dice Pachico-. Pero al día siguiente de dactiloscopia nos dijeron que las huellas digitales que se habían encontrado en la cartulina no eran “muy buenas”; pero una de un pulgar derecho, pertenecía a una persona en especial, y nos dieron un nombre. Yo me quedé sorprendido... Y ya le voy a decir el porqué. Así que, a las dos de la tarde del día siguiente, con el tiempo corriendo en contra, ubicamos una vivienda, donde vivía el dueño de la huella digital, y con el fiscal hicimos el allanamiento... La Policía había hecho algo que los asesinos no se esperaron nunca. Habíamos identificado a la víctima, habíamos encontrado el cuerpo, teníamos indicios suficientes, y sabíamos quién había participado en el crimen... Y ahora habíamos ubicado la casa...”.

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Pachico sonríe.

“Entramos a la casa -agrega, después de unos segundos de silencio-, y lo primero que encontramos fueron zapatos pequeños como los de las huellas que levantamos en la escena donde encontramos el cuerpo; encontramos un pedazo de la vaina de un machete, con restos de sangre y al final encontramos el machete con el que habían decapitado a Marcos. Y en al machete, a simple vista, encontramos restos de sangre, restos de piel y cabellos, y al compararlo con la vaina que habíamos encontrado nos dimos cuenta que era la de aquel machete, porque había sangre en el interior, piel y también cabellos...”.

Ahora era cosa de capturar al asesino, o a los asesinos; pero estos no estaban en la casa. Después Pachico supo que se habían refugiado en una colonia de San Pedro Sula, y los informantes de la Policía dijeron que eran dos de los más peligrosos sicarios del grupo...

“Y aquellos dos sicarios -dice Pachico- eran apenas unos niños. Uno tenía doce años, el dueño de la huella digital que encontramos en la cartulina; y el otro tenía trece años. Siempre estaban juntos..., y juntos cometían los crímenes que les ordenaban... Y sí; Marcos era de un grupo rival... Hasta el día de hoy, a los niños asesinos no se les ha encontrado por ninguna parte. Si viven, tienen hoy treinta y cinco y treinta y seis años... Aunque es algo raro el hecho de que nunca la Policía tuvo contacto con ellos..., porque en todo ese tiempo ya identificados nunca se les capturó... Y los informantes solo dijeron que se habían refugiado en una colonia de San Pedro Sula, pero que no sabían nada más... Es posible que los mismos jefes que los mandaban a asesinar, se hayan ocupado de ellos...”

Deseo que este caso sea un homenaje para el gran Pachico, un policía como hubo pocos en la Dirección de Investigación Criminal (DIC) y que formó parte de un equipo de grandes investigadores que deben ser tenidos como referentes para la formación de los nuevos detectives.

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