TEGUCIGALPA, HONDURAS.- RESUMEN. El cuerpo estaba sobre la cama, tal y como lo describió la muchacha que lo encontró. Boca arriba, con los ojos abiertos a punto de saltar de sus órbitas, la lengua de fuera, colgando sobre la barbilla, las piernas flexionadas hacia abajo, en una orilla de la cama, y los brazos extendidos hacia los lados. No había señales de lucha en el cuarto, las almohadas estaban en su sitio, en la cabecera de la cama; había un vaso con agua en una mesita de noche, sobre la que estaba una lámpara con pantalla blanca, y con el foco encendido; la ventana estaba cerrada, y la muchacha dijo que cuando ella subió, como era costumbre, la puerta estaba sin llave, pero cerrada.
“Hemos revisado la puerta de entrada, el portón y la puerta del dormitorio de la víctima, y no han sido forzadas... -dijo el agente a cargo de la investigación-. Por eso, estamos seguros de que el asesino entró con completa libertad a la casa... Tal vez porque tenía un cómplice adentro, o porque tenía llaves para entrar fácilmente... Y, por las entrevistas que hemos hecho, nadie vio o escuchó algo extraño anoche, ni esta madrugada. Los perros, que son dos, no ladraron anoche alertando sobre la presencia de un extraño en la casa: por lo cual, podemos decir que el asesino, si es que entró a altas horas de la noche, es alguien conocido; de la familia y de los perros”.
¿Qué es lo que había pasado, en realidad? ¿Quién había visto algo para explicar el misterio? ¿Quién era el asesino?
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Sospechas
Los policías empezaron a sospechar de Gerardo, el hijo mayor del viudo, y dueño de la casa, porque había manifestado su aversión a la mujer, o sea a su madrastra.
“¿Usted puede entrar a la casa a la hora que sea?” -le preguntaron.
“Mis hermanos y yo, por supuesto -respondió de inmediato-; y si empieza por sospechar de mí, puedo demostrar que estuve en mi casa desde ayer a las ocho de la noche, después de que me fui de aquí, de estar con mi papá... Mis hermanos también pueden probar que no regresaron aquí... Así es que, si va a investigar profesionalmente la muerte de esa mujer, que no me interesa en lo más mínimo, debe empezar por otra parte”.
“Sugiérame alguna”.
“El que la mató es alguien conocido de la casa, o, al menos, muy conocido de ella, porque no hay puertas violentadas ni forzadas, ni ventanas, ni portones... Los perros, que siempre estaban sueltos, no ladraron, según les dijeron a ustedes las muchachas del servicio que se quedan a dormir en la casa, lo que significa que el perro conoce a la persona que entró”.
“Y ¿si el asesino ya estaba en la casa?”.
“Eso es fácil de averiguar... A ver, ¿sospecha usted de alguna de las enfermeras? ¿Sospecha de alguna de las criadas? El chofer se fue temprano ayer, y eso se puede confirmar; y no hay guardia en la noche más que los de la compañía que presta el servicio a la colonia... Y los guardias nunca han entrado a la casa; al menos que yo no lo sepa. Entonces, ¿a quién va a acusar?”.
El agente se rascó la parte de atrás de la cabeza, pensativo y sin saber qué decir.
“Pues, viendo así las cosas, parece que el caso se complica”.
“Tal vez no”.
“¿Por qué lo dice?
“No hay crimen perfecto, señor; y, aunque este crimen no me interesa, debe resolverse, para tranquilidad de mi padre”.
“¿Ya le dijeron que su mujer está muerta?”.
“Creí que ya le había dicho que sí... Además, él dijo hace unos momentos “Me la mataron”.
“Tiene razón”.
+ Selección de Grandes Crímenes: El hombre que se equivocó de cuarto
Gerardo se agachó hasta que su rostro quedó a la altura del de su padre.
“Papá -le dijo-, si usted sabe algo de la muerte de su esposa, dígalo”.
“Su padre no puede hablar bien -intervino el médico de don Gerardo, que acababa de llegar-; y forzarlo a que diga algo sobre esto que tanto debe afectarlo, podría causarle graves problemas... ¿Entienden?”.
En ese momento se escuchó la voz de don Gerardo:
“Me la mataron... Me la mataron”.
“¿Qué es lo que usted sabe, don Gerardo? -le dijo el médico-. Si sabe algo, dígaselo a la Policía”.
La saliva que salía de la boca del enfermo cayó sobre una de sus piernas. La enfermera se apresuró a limpiarlo.
“No deben presionarlo, doctor...” -dijo.
“Verla” -murmuró don Gerardo, con dificultad.
“Quiere verla -dijo el doctor-, y eso podría causarle una recaída”.
“Verla”.
El fiscal intervino.
“Ya ordené que levanten el cuerpo. Cuando esté aquí, se la pueden mostrar... Si quieren”.
“Él quiere verla”.
“Y la verá” -dijo su hijo.
Y la vio. La llevaban con los brazos a los lados, los ojos abiertos, y la lengua de fuera. Don Gerardo la miró. Respiró con la boca, su único ojo abierto lloró, y un gemido se escapó de su pecho...
“¿Qué es lo que dijo su padre?” -preguntó, de pronto el detective, obligando a los demás a que hicieran silencio.
“Mala” -repitió el enfermo.
“¿Mala? ¿Por qué mala?” -le dijo el policía.
“Mala -repitió él-. Mal...a...gra...de...ci...da...”
“Usted vio algo, don Gerardo, o sabe algo, y sería bueno que nos diga todo lo que sabe para aclarar el asesinato de su esposa”.
“No...vio”.
“No le entiendo bien”.
En ese momento intervinieron los abogados de Gerardo.
“Ya basta de interrogar así a un enfermo -dijo uno de ellos-. Doctor, explíqueles lo que le puede pasar si lo siguen presionando de esa forma”.
“Vi... no...che... ir”.
“¿Qué fue lo que vio?”.
Los abogados se impusieron. El policía llamó a la enfermera que estuvo de turno la noche anterior.
“Don Gerardo vio algo, o a alguien, a eso de las diez o las once de la noche, ya que, según el forense, a su patrona la mataron más o menos a esas horas”.
“¿Qué me quiere preguntar, señor?”
“¿A qué hora acostó a don Gerardo anoche?”.
“Pues, a eso de las doce de la noche”.
“¿Por qué a esa hora? ¿Es normal que lo acueste tan tarde?”.
“Anoche, don Gerardo estaba inquieto. Después de que se fue su hijo, a eso de las ocho, me pidió que lo llevara a la sala... Allí estuvo una hora... Fui por él, y él no quiso que lo trajera al cuarto”.
“¿Cómo se comunica usted con él?”.
“Si lo que quiere decir es cómo entiendo lo que me dice, pues, le diré que ya estamos acostumbradas a tratar con enfermos como él; y no es difícil entenderle, porque, aunque no puede hablar, dice cosas y hace gestos que nos permiten entenderle bien... Y lo que no le comprendemos al principio, se lo preguntamos y repreguntamos... Así me entiendo con él... Así que lo dejé en la silla, y regresé al cuarto a preparar la cama, y las medicinas que toma antes de acostarse”.
“¿A qué hora volvió por él?”.
“A las doce, ya se lo dije”.
“Entonces, don Gerardo vio a alguien entrar a la casa con completa libertad”.
“Eso no lo sé... Yo no sé a qué hora me quedé dormida en mi butaca, pero, cuando me desperté, eran las doce y tres minutos, y fui corriendo por don Gerardo”.
“¿Notó algo raro en él...? En ese momento, quiero decir”.
“Mire, señor... Él siempre esperaba a que su mujer viniera a decirle las buenas noches, a que platicara algo con él, o que viniera a estarse con él unos momentos... Siempre esperaba”.
“Y, anoche, ¿vino la señora?”
“Se despidió de él a las siete y media, en el momento en que le daba de beber un jarabe que le recomendó el médico para descongestionar los pulmones. Es la hora en que se lo damos. Y ella le dijo solo: Buenas noches. Te veo mañana. Creo que él quería que se quedara más tiempo, pero ella se fue, sin decir nada más; y ya que estaba aquí el hijo del señor, Gerardo... ¿Usted entiende?”.
El agente se acercó a don Gerardo.
“No...vio... ¿Qué quiere decir, don Gerardo?”.
“Está claro, señor -dijo Gerardo, el hijo-. No...vio. Novio. El novio, el amante de la mujer esa... Alguien conocido de los perros... Y está claro que era ella la que le abría la puerta, porque no creo que anoche haya sido la primera vez que ese “novio” venía a verla... bajo el mismo techo de mi padre... Por eso es que él dice que es mala y malagradecida”.
Favor
El detective llamó a uno de sus compañeros, y le dijo, de manera en que solamente él pudiera escuchar:
“Llamá a este número, y decile que me haga este favor... Quiero saber las últimas llamadas que salieron del celular de esta mujer ayer en la noche... Decile que en la tarde le voy a dar algo bueno”.
El hombre se retiró. Diez minutos después, llamó a su compañero:
“Seis llamadas entre las seis y las diez... Llamadas normales... Una llamada, a las nueve y cincuenta y siete minutos y tres segundos, y duró solamente dos segundos”.
“Lo suficiente para decir: Ya estoy aquí”.
“Dame el nombre del dueño”.
El agente se acercó al detective, y le dijo un nombre al oído.
“¿Te dio la ubicación?”.
“El nombre y la dirección del gimnasio”.
“Ok... Que inspecciones oculares busque huellas... Y vos andá con un equipo y le caés en la casa... Yo le aviso al fiscal para que me dé la autorización... Pero, hacelo ya, antes de que se dé a la fuga”.
+ Selección de Grandes Crímenes: El hombre que se equivocó de cuarto (parte I)
Nota final
Era un hombre alto, fornido, de pelo largo, el que llevaba recogido en una cola de caballo, y que vestía con ropa deportiva. Iba saliendo de su casa en el momento en que los agentes llegaron.
“Señor Fulano de Tal -le dijeron-, está usted detenido por suponerlo responsable del asesinato de la señora”.
El hombre se asustó, y miró hacia todas partes; pero estaba rodeado de policías.
“Esa maldita mujer... -dijo-. Ya sabía yo que me iba a traer problemas”.
“¿Por qué la mataste?” -le preguntó el policía.
“A ella le gustaba jugar antes de tener relaciones... Le gustaba que le pegara cachetadas y que le apretara el cuello... Era una pervertida... Pero, se me pasó la mano”.
“¿Cuántas veces habías entrado a la casa?”.
“Unas treinta veces”.
“¿Viste anoche al esposo en la sala?”
“Sí... Y ella también... Pero, era mala esa mujer, y ni caso le hizo al señor que le hablaba... No sé qué es lo que le decía, pero la llamaba... Y estaba desesperado”.
“O sea que a vos eso no te gustó mucho...” “Me dio lástima el señor... Yo sabía que estaba enfermo, por el derrame, pero no lo había visto nunca... Y verlo así, me... afectó... Pero, como ella me pagaba bien”.
“¿Te pagaba bien?”.
“Sí, casi todas esas viejas rucas que van a los gimnasios dizque que a ejercitarse, a lo que van es a buscar quien las complazca, y pagan bien... Van en carrazos, y hasta con guaruras... Y, pues, de algo tiene que vivir uno... Ya metí las cuatro, y, pues, a apretarla... Pero, quiero a mi abogado...”