Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El largo tiempo de la espera

Hay amores que no se olvidan, y hay odios que no se aplacan nunca
10.06.2023

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-

URGENCIA. Una tarde polvorienta y calurosa, cerca de la cuesta que baja de “El Chiverito” al Cementerio General, un grupo de personas estaban reunidas en torno a un hombre que, entre gritos de dolor, se estremecía en la acera, sucia como sus propias ropas, al tiempo que escupía sangre y se hacía más agitada su respiración.

Sus amigos, si es que puede llamarse así a sus compañeros de infortunio, se desesperaban cada vez que él gritaba, de modo que algunos miraban hacia el cielo, con ojos vidriosos, clamando, tal vez, a Dios.

Vestían harapos sucios, estaban desaliñados, unos llevaban marañas de pelo y barbas largas y cargadas de mugre, mientras las tres mujeres que trataban de asistirlo parecían envueltas en largos quimonos, cuyos colores eran imposible de adivinar.

“Otro compañero que se va” -dijo alguien, sacando de uno de los bolsillos del pantalón un bote de plástico en el que guardaba los últimos tragos de alcohol. Lo bebió de un solo trago, y luego miró a su amigo.

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“Si hay un Dios para nosotros -dijo, dirigiéndose a él con acento aguardentoso-, pues, que te reciba en su seno... Para allá vamos todos, pero vos te nos adelantás...

”De pronto, se escuchó el aullido de una sirena, y el eco de los lamentos se apagó sobre la acera. De la ambulancia, que no se supo nunca quién la había llamado, bajaron dos paramédicos, que empezaron a esforzarse por ayudarle al enfermo.

“Esto es pura cirrosis -dijo uno de ellos-; no creo que resista mucho”.

No recibió respuesta. No había tiempo que perder. Lo subieron a una camilla, y lo metieron en la ambulancia. Adentro le darían los primeros auxilios. Cuando llegaron al Hospital Escuela, el hombre seguía quejándose de fuertes dolores. Lo que siguió seguramente fue dirigido por la mano de Dios, porque, cosa extraña, el hombre fue atendido de inmediato, le hicieron exámenes, radiografías y, por último, un cirujano dijo que estaban a tiempo para salvarle la vida.

“¿Para qué esforzarse por este hombre, doctor -le dijo un médico ya entrado en años-; si se cura, sale de aquí a beber de nuevo; y a matarse poco a poco...”

“Es nuestro deber hacer por el paciente todo lo que nos sea posible -replicó el doctor-. Usted mismo lo ha enseñado por años”.

El otro no respondió.

“¿Qué piensa hacer?”

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“Creo que si le extirpamos la parte del hígado que ya tiene dañada a causa de la cirrosis, y que no se va a recuperar jamás, este hombre podría vivir mucho tiempo más...”

“¿Sabe usted, doctor, cuántos años tiene su paciente?”

“No sé... Ni sé cómo se llama... Lo que sí sé es que está en mis manos, y que es mi deber ayudarlo...”

“Es un hombre demasiado viejo y débil, y que tal vez no salga vivo del quirófano”.

“Tal vez, doctor. Eso solo Dios lo sabe”.

“¿Para qué esforzarse tanto, y para qué invertir esfuerzos y recursos en alguien que no va a vivir mucho tiempo, y cuyo estado es solo culpa suya?”

“Esa no es mi forma de pensar, doctor. No me hice médico por glamour; me hice médico para ayudar a mis semejantes...”

“Entiendo, doctor”.

“Bien dijo el Señor: Ayuda a tu hermano que te necesita, cuando tengas el poder para hacerlo”.Y, después de terminar aquella conversación incómoda, el hombre fue trasladado al quirófano. Una hora después, dos cirujanos, una anestesióloga y un equipo de asistentes lo estaban operando. Aquello duró tres horas. Pero era tal vez la mano de Dios la que dirigía aquella cirugía porque, a pesar del estado del paciente, todo pasó sin complicaciones.

Y, cuando la parte del hígado petrificado, salió de su cuerpo, el cirujano suspiró dando gracias a Dios. Después, la Unidad de Cuidados Intensivos, y, diez días más tarde, el alta. El problema era que nadie sabía cómo se llamaba el paciente, ni si tenía familiares que se hicieran responsables de él durante la recuperación.

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El paciente

“Gracias, doctor -dijo, de pronto, una mañana fría-; usted me salvó la vida”.

El cirujano, que pasaba visita, se sorprendió.

“Sé que usted se esforzó por ayudarme, y se lo agradezco... Mi nombre es Pedro; Pedro Cárcamo... Yo era profesor en un colegio... Me gradué en la vieja Escuela Superior del Profesorado; y me hice maestro en la Normal Pedro Nufio...”

“No debe hablar mucho, don Pedro... Su cirugía fue de alto riesgo, y aunque se va recuperando bien, y hasta milagrosamente, pudiera decirse, hay que tener cuidado...”

“No se preocupe, doctor... Dios, o el diablo, me han dejado la vida...”

“Dios, don Pedro”.

El paciente sonrió.

“Tal vez un día se arrepienta de haberme salvado...”

“Eso jamás pasará, don Pedro”.

“Ya tengo setenta años; si es que no he perdido la cuenta... Setenta largos años... Y desde hace treinta y cinco vivo en las calles, sufriendo, llorando, aguantando hambre, soportando humillaciones, suplicando por una gota de guaro, por un mendrugo de pan, por unas cuantas monedas... Ha sido una vida horrible, de la que siempre he querido salir... Pero hay penas, doctor, hay dolores que son como las cadenas de los esclavos, lo amarran a uno con fuerza, y lo mantienen allí, en un mismo sitio; y esas penas, unidas al vicio son peor todavía... Y yo ya tengo treinta y cinco años de estar así... Amarrado a una pena; amarrado a un dolor; ansiando, deseando una sola cosa...”

Don Pedro guardó silencio. El doctor, que estaba sorprendido porque nunca imaginó que un hombre como aquel se expresara de aquella forma, se interesó en su conversación.

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“Y ¿qué cosa es esa que usted desea, don Pedro? -le preguntó-. Bueno, si es que puede saberse”.

Don Pedro movió la cabeza hacia un lado, como para esconder de los ojos del doctor las lágrimas que empezaron a rodar por sus mejillas. Así estuvo casi un minuto. Más allá, se escuchaban los sonidos de los monitores que anunciaban que los pacientes aún estaban con vida. Fuera de eso, solamente se oía la respiración agitada de don Pedro, que se esforzaba por tragarse su llanto.

“No es bueno que se ponga así -le dijo el doctor, tocándolo en un hombro

-. Ya se va a recuperar, y va a poder satisfacer ese deseo que usted tiene”.

Pasaron varios segundos. Al final, don Pedro dijo, con voz apenas audible, y más como si hablara consigo mismo:

“Mejor hubiera sido que no viviera”

“¿Por qué dice eso?”

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“Usted no sabe por qué he vivido todo este tiempo en la calle -respondió don Pedro, viendo al doctor con ojos húmedos y rostro crispado-. Usted no sabe lo que ha hecho salvándome la vida”.

El doctor, aún sin quererlo, se estremeció.“Solo cumplí con mi deber” -le dijo.

“Sí; yo sé, doctor. Perdóneme si lo he ofendido. Se lo agradezco mucho. Yo escuché bien que su colega le decía qué para qué iba a operarme... Y a lo mejor y tenía razón... Pero lo que Dios hace, no lo deshace nadie... Y si estoy vivo es por algo...”

“Eso creo yo, don Pedro... Y debemos darle gracias a Dios”.

Don Pedro apretó los escasos dientes que le quedaban miró al doctor, dejó que las lágrimas corrieran por sus huesudas mejillas, y no dijo nada.

“Por ahora, a descansar -le dijo-. Ya está usted tan bien, como para darle el alta... Pero como sé que no tiene familia a donde ir, y lo único que tiene es a sus amigos de El Chiverito, entonces, para que se recupere del todo, hablé con unas amigas de un asilo de ancianos, donde le van a dar los cuidados que necesita mientras se recupera del todo. ¿Le parece bien?”

Don Pedro trató de sonreír.

“Gracias, doctor -le dijo-. Usted es un buen hombre”.

“No diga eso...”La sonrisa de don Pedro se amplió en su rostro amarillento.

“Pero, tiene prohibida una sola gota de licor -le dijo el médico-. Una sola gota, ¿me oye? Le extirpamos casi la mitad de su hígado, y esperamos que se recupere pronto, o sea, que su hígado se regenere y crezca hasta que vuelva a ser un órgano normal; pero si usted bebe licor, lo que ole espera es la muerte... ¿Sí me comprende, don Pedro?”

“Sí, doctor”.“¿Tiene a alguien a quien podamos avisarle de su estado?”

“A nadie, doctor... Tenía un hijo, pero murió hace muchos años...”

“¿Murió su hijo?”

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“Sí... Murió cuando tenía cinco años...”

Dijo esto don Pedro, y agregó, viendo hacia otro lado:“Me lo mataron...”Siguió un silencio largo y pesado. El doctor no sabía qué decir.“Lo siento mucho -musitó-. Sinceramente”.

“¡Ay doctor! -suspiró don Pedro-. Tal vez hubiera sido mejor dejarme morir... Tal vez hubiera sido mejor...”

“Dios no lo quiso así, don Pedro”.

Un nuevo silencio.

“Doctor -dijo don Pedro, buscando la mirada intrigada del médico-, tal vez algún día se arrepienta de haberme salvado la vida... Tal vez”.

“No lo entiendo”.

Don Pedro suspiró de nuevo. Había dolor en su suspiro; un dolor viejo, antiguo...

CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA

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Nota final

RAÚL SUAZO. He dicho siempre, con mucho agradecimiento, que el primer mecenas que creyó en Carmilla Wyler fue diario EL HERALDO; el segundo, leal y fiel, fue el doctor René Suazo Lagos, el padre de Raúl Rolando Suazo Barillas.

Al morir el doctor Suazo, su hijo se convirtió en un gran apoyo para mí. Y así, hasta el día de hoy, cuando ha hecho traducir al inglés el libro “La máscara del mal”, para publicarlo fuera de Honduras.

Hoy, que está de cumpleaños, deseo mostrarle mi sincero agradecimiento, el mismo que llevaré en mi corazón como una ofrenda para su padre; y deseo que cumpla muchos años más, al lado de sus amigos, de su familia y de María José. Felicidades, abogado, y gracias por todo su apoyo, y por su gran amistad.

Sinceramente, Carmilla Wyler.

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