TEGUCIGALPA, HONDURAS.- UNO. Una mañana, en la letrina de una casa de un barrio lejano de Comayagüela, apareció colgado del cuello un hombre joven. Cuando la Policía llegó, encontró algo extraño. Era una escena del crimen demasiado atípica para un tipo de muerte como aquella.
La letrina medía dos metros de altura, y la víctima, ciento ochenta y cinco centímetros. Pero el lazo que rodeaba su cuello, y que estaba fuertemente amarrado en la viga central, medía treinta centímetros exactos. Y, con estas medidas, era imposible que aquel hombre hubiera quedado colgando en el aire, como sucede siempre con los ahorcados.
Era por eso que tenía los pies en el suelo, esto es, en la plancha de concreto de la letrina; y sus rodillas estaban flexionadas en un ángulo amplio. Sus brazos colgaban a los lados, tenía la cabeza tirada hacia adelante, tanto que su barbilla casi tocaba el pecho, y no presentaba ninguna de las características típicas de un ahorcamiento. O sea, que no tenía la lengua fuera de la boca, como sucede siempre, no se había orinado, ni defecado ni eyaculado, como pasa muchas veces en estos casos, y sus ojos estaban cerrados.
Pero, lo más importante de todo, era buscarle una explicación a lo que parecía un suicidio. Aparte de esto, la puerta de la letrina no estaba asegurada por dentro; tenía corrido el pasador de metal por fuera. Y un detalle más, igual de extraño: aquel hombre no vivía en esa casa. La suya estaba a tres casas de ahí; y, comentando los vecinos, dijeron que sí lo conocían, pero que no tenían ningún tipo de relación amistosa con él, y que no sabía cómo ni en qué momento entró a la casa, ya que el solar estaba cercado con tabla de orilla, alto y tupido, y por la puerta principal no entró jamás, ya que nunca habían recibido visita alguna de su parte.
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La Policía requisó cada centímetro cuadrado del cerco, y en ningún lado se encontró siquiera la menor huella de que aquel hombre haya saltado hacia adentro. Si esto hubiera sucedido, era seguro que hubiera dejado huellas de las botas que calzaba, botas vaqueras de talla cuarenta, las cuales se hubieran hundido en la tierra arcillosa del solar, que estaba húmedo a causa de las recientes lluvias.
Tampoco había huellas en dirección a la letrina, y los técnicos de inspecciones oculares no encontraron algún indicio que les diera alguna pista, luego de requisar la casa. Sin embargo, en la casa de la víctima encontraron un pedazo de mecate, de unos seis metros; pero no era del color ni de la textura del que tenía alrededor del cuello.
Su familia dijo que esa noche no había regresado a su casa del trabajo; y en el trabajo dijeron que salió a la misma hora de todos los días. Era cargador en una bodega, y todos sus compañeros y sus jefes, dijeron que era un buen muchacho, callado, dedicado a su trabajo, y que no le conocieron vicio alguno. Y, cuando los agentes fueron a su aldea, en Manto, Olancho, supieron que se vino a la ciudad a buscar un mejor porvenir, después de haber fracasado en una relación amorosa de hecho con una muchacha que, un día, decidió desaparecer de la aldea, supuestamente, para viajar ilegalmente a Estados Unidos.
Desesperado, él la buscó por todas partes, pero ella no dejó rastro. Cuatro meses después, él se vino a Tegucigalpa, a vivir donde una hermana, en una casa de tablas, pequeña, pero cómoda. Sin embargo, después de tres meses de estar en la capital, le llegó la noticia de que su exmujer no había dado señales de vida desde el día en que se fue; había pasado mucho tiempo, y se suponía que debía estar en algún lugar de México, o tal vez ya en Estados Unidos, pero ni la hermana que la esperaba en Dallas, Texas, ni su familia en Olancho tenían noticias suyas.
“Mijo -le dijo su papá-, ya empezaron los chismes, y dicen que Suyapa nunca se fue para los Estados... Dicen que fue que vos le hiciste algo porque ya no quería vivir con vos... Y van a ver como hablan con la Policía”.
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“Yo no sé nada, papá -respondió él-. Se fue, y no la volví a ver... Le juro que yo no le hice nada”.
Tres días después de aquella visita, el muchacho apareció muerto en la letrina. ¿Cómo llegó hasta allí?, no se supo nunca. Y, cuando el forense le hizo la autopsia, no encontró una forma de muerte, ya que no tenía veneno en la sangre, ni golpes que pudieran indicar que, de alguna forma, quedó inconsciente, “porque solo desmayado pudieron llevarlo hasta allí”; y no pudo llevarlo una sola persona. Pero, lo más raro de todo, fue que el forense dijo que ya estaba muerto cuando lo colgaron, porque las huellas que el lazo dejó en el cuello “fueron hechas después de muerto”.
Todavía hoy, este es un misterio sin resolver.
Dos
Una mañana fría de invierno, una pareja fue encontrada muerta en un motel de la zona de El Lolo, en Comayagüela. En la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) un hombre desesperado dijo que su esposa no había regresado a su casa desde el día anterior, a las siete de la mañana, cuando salía, como de costumbre, a vender especias de forma ambulante.
Dijo que él estaba de turno en su trabajo de vigilante, y que hizo veinticuatro horas, y que, cuando llegó a su casa, encontró a sus hijos solos, con una hermana de su esposa, que se notaba preocupada por ella. Creía que algo malo le había pasado, porque aquello no era normal en su mujer, y por eso venía a pedirle ayuda a la Policía.
En eso estaban, en las oficinas de la DNIC, en el barrio Villa Adela, cuando se recibió una llamada urgente. El administrador de un motel decía que, en uno de los cuartos, estaba una pareja muerta, que estaban desnudos, y que parecía que habían vomitado bastante. Ella estaba de lado en la cama; y él tirado en el suelo boca arriba, cerca de la puerta del baño. Ella era alta, trigueña, de pelo largo y bonita. Él parecía mucho mayor, y tenía un bigote negro. La Policía no tardó en llegar a la escena.
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Los había encontrado la muchacha que hace el aseo, cuando fue a tocar la puerta, a pesar de que el vehículo en que habían llegado estaba allí todavía, y se suponía que nadie debía alterar la intimidad de las habitaciones. Pero era muy posible que ellos quisieran que les cambiaran las sábanas. El problema es que, por más que tocó la puerta, y llamó varias veces, nadie le respondió. Aunque el televisor estaba encendido.
Fue y le dijo eso a la administradora, y ella le dijo que esperara. Pero nada sucedió. Entonces, decidieron ver por la ventana donde se cobra el alquiler. Y la aseadora descubrió los cuerpos. Cuando la Policía llegó, el H-3, el detective de homicidios número 3, entró a la habitación, y lo primero que sintió fue un extraño olor a almendras.
Luego, al acercarse al cuerpo de la muchacha vio que esta había vomitado los tallarines de una sopa instantánea, y que había espuma blanca en el vómito. Fue y se agachó sobre el hombre, y sintió en él el mismo olor. Y también había en su vómito espuma blanca, en medio de los tallarines de una sopa instantánea. Requisó la habitación el H-3 y encontró los envases en que veían las sopas instantáneas, y había comida en ellas; una botella de wiskey estaba medio vacía en una mesita, y había latas de cerveza vacías.
“Estas personas fueron asesinadas con cianuro -dijo el H-3-. Se siente el olor a almendras, típico del cianuro, y la espuma en los vómitos lo demuestra. Además, parte de la piel se esta desescamando, y esa es una reacción en las muertes por envenenamiento con cianuro. Y, ya que fueron ellos los que trajeron el wiskey, y tal vez las cervezas, podemos decir que el cianuro les llegó en las sopas...”.
Después de estos razonamientos, el H-3 habló con las personas que estuvieron de turno la noche anterior. Le dijeron que ellos pidieron dos sopas instantáneas, de las que se venden allí mismo, porque hay muchos clientes que ocupan las habitaciones por más tiempo del normal, y que les vendieron las sopas. Y una de las muchachas se las preparó en el microondas de la administración.
“¿Había alguien más con usted?”.
“El administrador de la noche, señor”.
“Alguna persona extraña”.
“Bueno, extraña no; una señora que se llama doña Delmy, que es amiga de la dueña, y que ha estado viniendo a visitarla las últimas noches que ella ha venido a supervisar a los empleados...”.
“¿Cómo se llama la señora?”.
“No lo sé. No habla con nadie”.
“Y, ¿la dueña?”.
“Estuvo temprano anoche; cuando la señora vino, ya no estaba, porque hoy se iba de viaje, a que la operen en Estados Unidos... Pero la señora se quedó aquí, sin hablar y sin decir nada, solo viendo televisión y leyendo el periódico...”.
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“¿Se movió esa señora en algún momento de su lugar?”.
“No lo sé, señor”.
“Y, mientras usted dejó las sopas en el microondas, ¿se movió usted de allí?”.
“Creo que sí, señor, porque salí por la ventana a decirle al vigilante que trajera su comida para calentársela”.
“¿Nadie más estaba con ustedes?”. “Nadie más, señor”.
“¿Cuándo regresa la dueña de Estados Unidos?”.
“No sabemos, señor...”.
Por más que el H-3 se dedicó a resolver este misterio, no lo logró nunca. Y lo más cerca que estuvo fue cuando descubrió que “alguien muy cercano al hombre envenenado trabajaba en el ministerio de Salud, en la bodega donde se guardaban sustancias peligrosas y controladas”. Pero cuando el detective fue a buscar a la empleada del motel, para ver si reconocía a esta persona, ya no trabajaba allí. Y nadie sabía dónde estaba. El vigilante y el administrador dijeron que no sabían quién era la mujer de la fotografía. El caso hasta hoy sigue sin resolverse