Crímenes

Grandes Crímenes: Un momento de pasión

14.05.2016

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

Juan.

Es un hombre joven, no muy alto, delgado, piel trigueña y de buena presencia, a pesar de lo mal vestido que está y de la enorme ansiedad que consume su alma. Además de esto, hay en sus ojos una profunda resignación.

“Dígame –me dice, con voz apagada–, ¿qué puedo hacer?”.

Une los dedos de sus manos sobre la mesa de concreto y mira hacia ningún lado tratando de retener las lágrimas.

“Después de cuatro años todavía puedo llorar –agrega, retorciéndose los dedos–, y no lloro porque estoy aquí, sino porque no merezco estar aquí”.

Hace seis meses conocí su historia, una más de las miles que hierven a diario entre los muros de la Penitenciaría Nacional de Varones “Marco Aurelio Soto”. Corroborarla me llevó algún tiempo.

“Me condenaron a doce años –dice Juan–, aunque la fiscalía pedía dieciocho. La juez fue benevolente conmigo, aunque tiempo después supe que me condenaba porque no quería problemas con la fiscalía”.

“¿Cómo supo que la juez dijo eso?”

“Mi abogado defensor, un bueno para nada de la Defensa Pública, me lo dijo… Dos años después de mi condena, él comenzó a trabajar en el bufete del esposo de la juez, y él se lo comentó… Cuando lo vi aquí y le reclamé, me lo dijo”.

Hay ira en las palabras de Juan, pero, como él mismo dice, no gana nada con enfurecerse.

“Ni mi cólera ni mis lágrimas van a derribar esos muros… Tengo que hacer seis años y pedir la condicional”.

Hace una pausa, se mira las manos pálidas por la presión, y agrega:

“Seis años de mi vida echados a la basura… Entré aquí de veintiséis; voy a salir de treinta y dos, y todavía voy a estar amenazado seis años más… Si me bebo una cerveza, si me encuentran con un cortaúñas y hasta si piropeo a una mujer será tomado como violación a la libertad condicional y me regresan aquí… Y todo por nada”.

De repente, Juan se pone de pie, un compañero le hace una señal y le dice que lo llama el coordinador del Módulo de Diagnóstico. Más rápido que un rayo, Juan desaparece. Cuando regresa, veinte minutos después, me dice:

“Perdone, por favor; no vino ninguna de las mujeres del coordinador y quería que le plancharan una camisa”.

No lo dice con vergüenza, pero hay cólera en sus palabras.

El mal

“¿Qué por qué estoy aquí?”

Juan repite mi pregunta con una sonrisa entre desconsolada y burlesca.

“¡Ja! –contesta–, por algo absurdo… por algo tonto… Me acusaron de violar a mi propia esposa”.

Sigue a esto un silencio largo y pesado.

“Yo vivía en Olancho –agrega, mordiendo las palabras–, en Catacamas; allá trabajaba como conserje en un banco y no me iba mal. Me enamoré de una muchacha de veinte años alta y bonita y después de un año de novios nos casamos… A los dos años tuvimos un hijo y al tercer año ella se enfermó… Dijeron que era bipolar, esquizofrénica y un montón de cosas más… La remitieron al Mario Mendoza y las medicinas, en vez de ayudarle, la pusieron peor. A veces era agresiva, otras veces se deprimía y lloraba todo un día y toda una noche, otras veces estaba eufórica y otras se quedaba callada y no había nadie que la hiciera hablar… Entonces, el psiquiatra que la atendía en el Mario Mendoza dijo que su estado era grave y que lo mejor era internarla. Los dos estuvimos de acuerdo. Estuvo una semana en el hospital. A la semana siguiente, la mandaron para el Santa Rosita. El doctor dijo que era lo mejor y que allá iba a estar bien cuidada y bien atendida”.

“¿Por cuánto tiempo, doctor?” –le pregunté.

“El que sea necesario” –me contestó él.

Yo no sabía qué hacer. Ella no se veía nada bien, estaba como perdida, me miraba y no me reconocía, no hablaba, abría la boca y se quedaba así por mucho tiempo, tanto, que había que limpiarle la saliva con un pañuelo, estaba helada y había adelgazado bastante.

“¿Por qué está así, doctor? –le pregunté al psiquiatra–. Ella no estaba así cuando la traje al hospital”.

“Es la enfermedad, señor –me dijo él, medio enojado–; por si no se ha dado cuenta, su esposa padece de graves problemas mentales y en esas condiciones es un peligro para usted, para su familia y para los demás…”

Veintitrés años tenía Gabriela cuando la internaron en el Santa Rosita, y yo me regresé solo para Catacamas. Cada domingo venía a verla. Lo bueno es que a los tres meses empezó a mejorar, ya me reconocía, hablaba más y hasta preguntaba por el niño. Pero a los seis meses de estar allí, pasó lo que pasó.

“¿Qué fue lo que pasó?”

Pasión

Juan hace una pausa, se pone de pie de un salto y sale corriendo como la vez anterior. El coordinador del módulo necesita que le lustren los zapatos.

“El coordinador es poderoso aquí –me dice, al regresar–; de él dependen muchas cosas para nosotros en el módulo… Es el contacto directo con el director y tenemos que respetarlo nos guste o no… Aquí hay leyes que tienen que cumplirse, aunque no estén escritas”.

“Pero él lo autorizó a hablar conmigo”.

“Sí, pero… es que así son las cosas aquí… y es mejor que no hablemos de eso”.

Sigue a esto una pausa muy marcada y, al final, Juan me pregunta:

“¿Por dónde íbamos?”

“Por la parte donde pasó lo que pasó”.

Nueva pausa. Juan ordena sus recuerdos y dice:

“Yo llegué bien temprano ese domingo. Como siempre, les llevaba rosquillas y frutas a los vigilantes y a las enfermeras de turno… Había hecho buena amistad con todas y me tenían confianza, pero como llegué muy temprano, tuve que esperar a que pasaran lista, a que les dieran las medicinas a los enfermos y a que desayunaran. Cuando entró la visita, encontré a mi esposa bien bañada y bien arreglada, nos sentamos a platicar y ella me agarró de las manos… Por supuesto, esto es prohibido y yo las retiré, pero ella insistió, se puso de pie y me llevó por un pasillo hasta el área de lavandería.

Allí me pidió que la besara. Yo, sinceramente, no sabía qué hacer. En el hospital hay reglas y uno tiene que cumplirlas porque sino pierde el derecho a visita y eso puede afectar al interno, pero ella se me acercó y me besó… Yo, de verdad, de verdad, no podía seguir resistiéndome, ella es bonita, tenía seis meses de no tocarla y… me dejé llevar por el momento”.

Juan se estremece, cambia la mirada y exclama:

“¡Maldita la hora en que fui allí ese domingo!”.

Ella

Gabriela besó a Juan hasta que le dolieron los labios, respiraba por la boca y ardía de pasión.

“¡Tengo más de seis meses de no hacerlo! –le dijo.

“Pero aquí nos van a ver”.

La protesta de Juan fue muy débil.

“No nos va a ver nadie –le dijo ella, hablándole suave al oído, suave y casi suplicante–. Aquí nadie viene a esta hora y, además, hoy es domingo… A veces he venido aquí a tocarme yo sola”.

Mientras hablaba, Gabriela se quitaba la camisa.

“¿A tocarte vos sola?”

“¡Ay, sí! Hasta las enfermeras lo hacen…”

¡Y yo que me la llevé al río, creyendo que era mozuela!

Pero Juan ya no razonaba. También él ardía por dentro.

Fuego

“Fue la noche de Santiago, y casi por compromiso, se apagaron los faroles y se encendieron los grillos. En las últimas esquinas, tocó sus pechos dormidos, y se le abrieron de pronto, como ramos de jacintos… Juan se quitó la corbata, Gaby se quitó el vestido; él, su faja sin revólver, ella el brasier y el corpiño… ¡Y cayeron los pantalones, sobre el piso de ladrillo!”

Por supuesto, no hay nada oculto que no haya de ser manifestado. Y aquel momento de pasión entre dos esposos, escondidos en la lavandería del hospital, fue descubierto e interrumpido.

“¡Juan! –gritó, de pronto, una enfermera, de pie a unos pasos de ellos–. ¿Qué le está haciendo a la interna?”

Juan no supo que contestar. Lleno de vergüenza y de miedo se vistió a medias, miró a la enfermera para darle una explicación, pero esta corría por el pasillo llamando a los guardias.

“¡Seguridad! –gritaba–. ¡Seguridad!”

Gabriela tardó en vestirse, pero para cuando llegaron los guardias los dos salían de la lavandería.

“¿Qué pasa aquí?” –preguntó un guardia, con aspecto amenazador.

“Nada, señor; nada…”

Juan no hallaba qué decir.

“Mi esposo y yo estábamos hablando” –dijo Gabriela.

“No lo dejen salir –les dijo la enfermera a los guardias y, dando media vuelta, caminó hacia una oficina. Dos horas después, una patrulla de la Dirección Nacional de Investigación Criminal, DNIC, estaba en el hospital.

“Él es –dijo la enfermera–. Lo encontré violando a una interna”.

“¡No es cierto! –gritó Juan–. Ella es mi esposa… Ella es mi esposa…”

“¿Es cierto eso?” –preguntó el oficial de la DNIC.

“Sí, señor, es cierto –respondió la enfermera–, pero ella está aquí porque tiene problemas mentales y está con tratamiento… Y ella no puede discernir entre lo que es bueno y lo que es malo… El se la llevó de donde estaba la visita y la fue a violar a la lavandería…”

“Señor, dése vuelta”.

El oficial sacó dos esposas de atrás de su pantalón.

“Yo no le hice nada malo –agregó Juan–. Ella es mi esposa… Pregúntenle a ella que ella también quería…”

“¿Dónde está la víctima?”

“Está aislada para evitar que esto le afecte los nervios y le dé una crisis”.

“Margarita –dijo Juan–, usted es mi amiga… ¿Por qué me hace esto?”

La enfermera no le contestó.

“Quiero ver a la víctima” –insistió el detective.

“Necesito una autorización y el doctor de turno salió”.

“Le dije que quiero ver a la interna…”

El detective se impuso.

“¿Cuál s su nombre?” –le preguntó el detective a Gabriela, cuando la tuvo enfrente.

“¿Es cierto que este señor es su esposo?”

“Sí, es cierto”.

“¿Es cierto que este señor la violó?”

“No, no; eso no es verdad… Yo quería y él me complació… Para eso somos esposos…”.

“¡Es una paciente psiquiátrica, señor –gritó la enfermera–, y ella tiene serios problemas mentales… ¿Sabe como se llama lo que ha hecho este señor? Violación especial… Se aprovechó de la paciente y abusó de ella…”.

¿Qué podía hacer Juan?

DNIC

Los policías subieron la motocicleta de Juan en la paila de la patrulla y se lo llevaron para las oficinas de la DNIC. Le tomaron declaración y le avisaron al fiscal de turno, pero el fiscal no estaba. Dos horas después, el detective le dijo a Juan:

“No creo que eso sea un problema grave para usted… Su esposa declara que ella tenía deseos de estar con usted y que usted la complació, y no me parece que eso sea violación… Váyase y esté pendiente por si necesitamos hablar otra vez con usted o por si el fiscal quiere verlo… ¡Ah!, y por mientras se aclara todo esto no vaya a ver a su esposa…”

Juan salió de la DNIC en su moto. Todo había terminado y, a las ocho de la noche, llegó a Catacamas. Cinco meses después, lo capturaron. Estaba acusado de violación especial.

Juicio

“Yo le pedí que me hiciera el amor, señora juez –dijo Gabriela en su declaración–; él es mi marido y desde hacía seis meses que no me tocaba y yo tenía ganas… Y yo me lo llevé para la lavandería… Todo lo que está diciendo esa mujer es mentira. Mi esposo jamás me obligó a hacer nada… Yo lo hice porque yo quería…”.

“Esta paciente no puede discernir entre la realidad y la fantasía –dijo el psiquiatra–, y no es responsable de sus actos… Sus problemas psiquiátricos son severos”.

“¡Pido para el violador la pena de dieciocho años de cárcel!” –gritó la fiscal.

“Señora juez, yo soy inocente” –dijo Juan, con lágrimas en los ojos…

Nota final

A Juan lo condenaron a doce años de prisión. Al cumplir un año se dio cuenta que su esposa había dejado el hospital, que había regresado a Olancho y que se había casado con otro… No la ha vuelto a ver.

“Sus muslos se le escapaban como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos de frío…”