Resumen.
¿Qué hizo aquella niña que pasa sus días sin una esperanza en un centro de rehabilitación para menores infractores? ¿Por qué nunca sonríe? ¿Qué sucedió con su hermana? ¿Qué significa en Guatemala “carne fresca para la Doña”?
“Vivo para odiar –dice–, y el odio es algo que se aprende cuando a uno le hacen mucho mal… No sé qué voy a hacer si es que algún día salgo de aquí”.
Grandes Crímenes: Vivir para odiar (I)
MADRUGADA.
“Yo sé que voy a salir de aquí mucho peor de lo que entré –agrega–; aquí no rehabilitan a nadie; bueno, no se compone el que no quiere. Es la verdad. Porque, ¿quién va a arrancar de mi corazón todo lo que mi hermana y yo pasamos en la aldea? ¿Cómo vamos a olvidar los gritos, los golpes, las humillaciones y todas las veces que mi papá nos violaba? ¿Cómo van a poder ayudarme, si ya estoy marcada para siempre?
Mi papá nos amenazaba con matarnos si decíamos algo, pero, la verdad, la verdad, es que en la aldea todo el mundo sabía lo que pasaba en la casa, y la gente se apartaba de nosotras como si tuviéramos el coronavirus.
Un día, oí que una chavala le decía a otra: Mirá, esa es mujer del propio papá; y la hermana es otra sinvergüenza… Solo esperaron a que se muriera la mamá, y se echaron encima al propio padre… ¡Qué asco! Mi abuela dice que les van a salir los hijos con cachos y con cola… Y a mí me gustaría ver eso”.
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La niña tosió para quitar las lágrimas de rabia que se acumularon en su garganta. Luego, levantando la cabeza, agregó:
“Se lo cuento tal y como lo dijo aquella chavala lengua larga, pero, no se lo cuento porque ella tenga culpa de algo, o porque yo le guarde rencor o algo parecido; no. Se lo cuento porque no hay nada más horrible que sentir vergüenza, y más cuando uno es inocente de lo que lo acusan.
Mi hermana y yo vivíamos dominadas por mi papá, y no podíamos hacer nada porque si tratábamos de hacer algo, nos mataba. Y cuando oí todo aquello, se me hinchó el corazón; no dije nada, pero se lo conté a mi hermana”.
“Tienen razón –me dijo ella–; deberíamos sentir vergüenza de nosotras mismas”.
“Pero, ¿por qué, si nosotros nunca nos buscamos esto?”
“Pues, porque aunque no nos buscamos esto, seguimos permitiendo que nos use como mujer el que es nuestro propio padre, y todo por miedo… Pero esto se tiene que terminar”.
“¿Qué vamos a hacer?”
“Pasado mañana es viernes, ¿verdad? Mi papá llega a la casa en la madrugada, ¿verdad? Y siempre viene bien bolo…”
“Y siempre viene a… a…”
“Sí, hermanita; a eso… A usarnos como mujer. Pero, mirá bien lo que vamos a hacer… Vamos a ir donde Juana, y nos vamos a despedir… Vamos a decirle que nos vamos de mojadas para Estados Unidos, y que nos vamos el jueves, o sea mañana, porque hay un coyote que nos va a ayudar a cruzar México. Y que nos despedimos de ella porque es la única amiga que tenemos…”
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“Está bien, hermana”.
“Ya no quiero ver cómo mi papá abusa de vos”.
“Y de vos. Por eso, mejor vámonos…”
La niña hace otra pausa.
“Mi hermana se quedó callada. Esa tarde fuimos a despedirnos de Juana, una muchacha amiga de mi hermana, y regresamos a la casa. Le dijimos a Juana que no le dijera a nadie que nos íbamos. Le dijimos que mi papá era malo, y que ya no podíamos seguir soportando lo que nos hacía. Juana lloró, porque quería mucho a mi hermana, bueno, la quiere mucho, y nos abrazó. Pero, a la abuela no le gustó que estuviéramos con ella porque todo el mundo nos ve como puercas… Usted me entiende”.
EL PADRE.
“¿Qué puede hacer una niña contra un hombre fuerte y grande? –me preguntó–. Dígame… Y mi papá era malo”.
Hace otra pausa, esta vez para tomar medio vaso de agua y limpiarse las lágrimas con el dorso de una mano.
“¿Cómo las agarraron?” –le pregunté, tratando de apurar la conversación, y para que los recuerdos no la dañaran más.
“Por tontas –dijo ella–; por confiadas; y porque los policías no son brutos…”
A Nicolás lo encontraron muerto en su propia casa. Era la mañana del viernes, cuando su amigo pasaba por él para irse a la milpa; y era tiempo de tapiscar el maíz. Pero, el amigo se extrañó porque no había humo en la cocina, como todos los días, ni olía a café ni a tortillas recién hechas. Todo estaba en silencio en la casa, y él se bajó del caballo para tocar la puerta. Pero la puerta estaba abierta. La empujó, llamó a su amigo, y, como nadie le contestó, entró a la casa. La sala estaba vacía; al fondo, la cocina estaba sola, y él se sorprendió de pronto porque vio algo que salía debajo de la puerta del cuarto de Nicolás. Se acercó, empujó con la punta del machete la puerta, y lo encontró en el suelo, tirado boca arriba, desnudo, sobre un charco de sangre. También había sangre en la cama de madera en que dormía, y, cerca de allí, estaba un hacha, manchada de sangre.
Salió corriendo el amigo, y le avisó a todo el mundo. Y alguien llamó a la Policía. Los oficiales de investigación criminal tardaron en llegar. Eran las diez de la mañana cuando aparecieron.
A Nicolás lo mataron de un solo hachazo, en la parte de atrás de la cabeza. El hacha entró profundamente, rompiendo huesos y destrozando el cerebro.
“¿Dónde están las hijas? –preguntó un vecino–. A esas deben buscar…”
“¿Por qué?”
“Mire –dijo el hombre–, lo que tiene que saberse, pues, tiene que saberse. Esas muchachitas son pícaras; esas eran las mujeres de Nicolás desde que se les murió la mamá de parto. Aquí no están bien vistas… Y, usted ve allí al papá muerto, y ellas no aparecen por ningún lado… A mí se me hace que aquí hay gato encerrado, y que ellas dos tienen mucho que ver con esto”.
En eso estaba el vecino, cuando intervino Juana.
“A las muchachas no las acuse, don Chebo, porque ellas desde ayer se fueron mojadas para Estados Unidos… Y a este don lo mataron hoy, como dijo el policía, porque la sangre se ve fresca todavía”.
Entonces, un muchacho hizo una pregunta:
“¿Cuándo decía, Juana, que las chavalas se fueron para Estados Unidos?”
“Ayer en la madrugada. El miércoles, o sea, antier en la tarde, fueron a despedirse de mí. Y me dijeron que se iban el jueves, o sea ayer, pero que nadie debía saber…”
“Pues, o yo estoy soñando, o es que hoy es jueves”.
“Hoy es viernes”.
“Pues, yo llevé a esas dos chavas en la mototaxi hoy en la mañanita, antes de que saliera el sol, y las llevé al pueblo. Allí me estuve, y se fueron para Tegucigalpa en el bus de las cinco…”
“¿Está seguro de lo que dice?” –le preguntó uno de los investigadores.
“Seguro, señor. Las recogí allí, como a diez metros de la casa. Llevaban dos bolsas, y se subieron a la mototaxi, y yo las llevé al pueblo…”
“Y, se fueron para la capital en el bus de las cinco”.
“Seguro. Yo sé lo que les digo. Y eso fue hoy, en la mañanita, cuando todo estaba oscuro todavía… Y, si no me creen, pregúntele al chofer, que las conoce bien… porque aquí, todos conocemos a esas chavalas…”
URGENCIA.
Los agentes alertaron a sus compañeros en Tegucigalpa, Comayagua, Siguatepeque, y en toda la ruta que debían seguir las muchachas para salir de Honduras. Pero, en ningún bus las encontraron.
“¿Cómo salieron de Honduras?”
La niña me miró, esbozó una sonrisa, y dijo:
“Porque mi hermana es morro –y se tocó la sien derecha con la yema de un dedo–. Nos fuimos por el sur. Nos bajamos antes del Amatillo. Y cruzamos al otro lado a pie, con otra gente. De Tegus nos fuimos a pedir que nos llevaran… Y un camionero nos llevó hasta la frontera. Mi hermana me dijo que si nos buscaban nos iban a buscar en los buses para San Pedro, o para Copán… Y les jugamos la vuelta… Cruzamos El Salvador y entramos a Guatemala en la madrugada del sábado. Allí dormimos en el monte, y seguimos caminando, hasta que nos dimos cuenta que estábamos en un lugar que se llama Chiquimula… Allí fue donde nos agarraron. Yo no sé después a dónde nos llevaron, pero oí que decían un nombre: Guastatoya… O a lo mejor no era allí, y solo lo decían por despistarnos… porque ahora sé para lo que querían a mi hermana… Era para llevársela a la Doña… A mí me devolvieron a Honduras”.
“¿Quién lo mató?”
“Las dos”.
“Usted sabe que eso no puede ser…”
“Pues, mire… Los policías no son tontos, y ellos descubrieron cómo fue todo… Un policía, que estaba con una mujer, policía, también, y con otras dos mujeres de Derechos Humanos, decían, platicó conmigo, y me dijo: Mire, nosotros ya sabemos por qué mataron a su papá. Él las violaba desde hace mucho tiempo, y la madrugada del viernes que lo mataron, él la estaba violando a usted, y su hermana, que es mayor y más fuerte, le dio el hachazo en la cabeza… Ya sabemos que lo habían planeado todo así… Su hermana le dijo: Cuando él te esté haciendo eso…”
La niña calló.
Recordar le hacía daño.
“Los policías son morro” –dijo, después de una larga pausa, en la que la psicóloga dio por terminada la entrevista.
“Mi hermana me dijo: Va a venir bolo, y me va a usar a mí primero, como siempre. Después, cuando te esté usando a vos, yo le doy con el hacha… y nos vamos de aquí… Y que se muera por puerco…”
Hizo otra pausa, levantó la cabeza, y suspiró.
“Valió la pena –dijo–. Si Dios no nos hacía justicia, nos teníamos que hacer justicia nosotras… El malo no debe vivir, y ahora yo vivo solo para odiar… Pero, me gustaría saber dónde está mi hermana…”
“Vivo para odiar –me dice–, y el odio es algo que se aprende cuando a uno le hacen mucho mal… No sé qué voy a hacer si es que algún día salgo de aquí”.