Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
Javier
Aquella era una mañana llena de sol, el cielo estaba azul y la luz del día brillaba intensamente sobre el verde de las montañas. A pesar de esto, hacía frío, uno de esos fríos agradables de diciembre que dejan sobre la hierba, sobre las hojas y sobre las flores, pequeñas gotas de rocío que poco a poco vuelven al cielo bajo el calor del sol.
Adentro, en la celda, había tristeza y alegría. Javier estaba regalándole a sus compañeros lo poco que le quedaba. Luis lo abrazó con fuerza y se le quebró la voz al despedirse; José le dio la mano con algo de humedad en sus ojos; Roberto le dio unos golpes fuertes en la espalda, sin decir palabra porque tenía un nudo en la garganta, y don Julio, el mayor de todos, le puso un rosario de madera al cuello, un rosario que había hecho en el taller de la penitenciaría con sus propias manos y del que había colgado una cruz de cedro con el nombre de Javier grabado atrás.
“Cuidate, hijo –le había dicho–, después de tanto tiempo, las cosas serán difíciles afuera…”
Javier se limpió una lágrima.
“Veintitrés años, don Julio –dijo, con voz entrecortada–; es demasiado tiempo… ¡Una vida perdida!”
“Así es –respondió don Julio–; aunque no nos condenen a muerte, pagamos nuestros errores con la vida, envejecemos aquí, entre estas paredes, protegidos por rejas de hierro y en medio de hombres tan desgraciados como nosotros, y este es nuestro castigo: dejar la vida en este hoyo, y todo por un momento de cólera, de irreflexión, de ira mal contenida, de machismo estúpido…”
Nadie dijo nada. Varios amigos de Javier llegaban a despedirse.
“Cuando se entra aquí debe abandonarse toda esperanza –agregó don Julio–, y aun afuera, seguiremos siendo presos de nuestra propia conciencia, del repudio de la gente, del odio de aquellos a quienes hicimos daño, del miedo…”
El viejo suspiró.
“Pero es lo que nos buscamos…”
Hizo una pausa; luego, continuó, con la fuerza de Salomón predicando el Eclesiastés:
“El que hace lo que quiere, que espere lo que no quiere. ¡Ni modo!”
Javier suspiró.
“Ya pagué mi delito” –dijo.
“No, hijo –lo interrumpió don Julio, poniendo una de sus manos artríticas en uno de sus hombros–; los delitos son como los favores, no se pagan nunca…”
Javier lo miró.
“Tiene razón” –murmuró.
Don Julio
Tiene setenta años de edad, de los ha pasado veinte en la cárcel, y aún le faltan unos años más. Él está seguro de que no verá la libertad nunca más. Está lleno de arrugas y de canas y es un hombre triste.
“No tengo nada afuera –dice–; este es mi hogar ahora, y estos hombres son mi familia… Estoy enfermo y solo espero el último día… He visto de todo y todo es doloroso; aquí no hay alegrías”.
Calla por un momento.
“Y una de mis mayores tristezas es la muerte de Javier –agrega, segundos después–. No era un mal hombre, cometió un error y lo pagó con su libertad y después con su vida…”
El agente de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) lo mira y le sonríe. Él hace una mueca dolorosa.
“Esto mismo le dije a él cuando vino aquí a entrevistar a los compañeros de celda de Javier –añade don Julio–; primero pagó con su libertad y después con su muerte; solo estaban esperando que saliera para asesinarlo… Fue una venganza bien planificada, una venganza que ejecutaron con sangre fría y por la que habían esperado veintidós largos años…”
La voz de don Julio se apagó por un momento; sus ojos grises y cansados se perdieron detrás de los párpados llenos de arrugas, como si así pudiera detener las lágrimas que saltaron por sus mejillas delgadas.
“Lo estaban esperando… –dijo, un rato después, tratando de calmarse–, y se lo llevaron de allí, de la mismita puerta de la cárcel… Su hermano vino por él, pero se tardó… Salió a eso de las nueve de la mañana, iba triste pero algo de esperanza palpitaba en su corazón.
Ya no tenía a su madre, sus hermanas viven sus vidas y no tuvo hijos que lo esperaran afuera, solo su hermano mayor, pero no volvió a verlo con vida. Cuando llegó a la penitenciaría y preguntó por él, le dijeron que se había ido, que salió a las nueve y doce minutos, según el libro.
Él llegó a las nueve y veintisiete. En aquellos quince minutos Javier se perdió. Cuando yo lo supe, estuve seguro de que se lo llevaron sus asesinos, los que esperaron años y años para ajustarle las cuentas… Y así se lo dije al detective… No es necesario ser adivino para saber quién fue el que lo mandó a secuestrar, y quién fue el que dio la orden de que lo mataran…”
Adiós
Javier salió de la celda rodeado de sus amigos, de aquellos hombres que, como él, llevaban en el rostro sonrisas fingidas. Ahora era libre, había cumplido su condena y ya nada le debía a la sociedad. Era libre y estaba obligado a empezar una nueva vida.
Tenía cincuenta y cinco años, recién cumplidos, y tal vez aun había una oportunidad para él. Pero, ¿por dónde empezar? ¿A quién acudir? ¿Dónde buscar apoyo?
De su antigua hacienda no quedaba nada. Su madre había muerto de tristeza, y su hermano, que había estado fielmente a su lado, invirtió en su defensa lo poco que quedó después de la desgracia. Y salía de la cárcel con escasos doscientos lempiras en la bolsa, regalo de sus amigos, tan pobres y necesitados como él. Y esos doscientos lempiras, en billetes de baja denominación, fueron encontrados en una de las bolsas delanteras de su pantalón. “Doscientos lempiras en billetes de a cinco, de diez y de a uno –dijo el técnico de inspecciones oculares, en la escena del crimen–; dos monedas de cinco centavos…”
Hallazgo
El lugar en el que lo encontraron era un banco de tierra que la compañía que reconstruía la carretera había abandonado hacía tiempo. Estaba cerca de La Talanquera, y hasta allí llevaba una calle que estaba llena de monte y de escombros de construcción. Los detectives encontraron en ella huellas de llantas que se cruzaban unas sobre otras, y que dejaron marcas profundas en la arenilla del banco.
“Había llovido un día antes –dice el detective–, y la arenilla estaba empapada. Eso nos sirvió para tomar muestras y levantar moldes de las huellas…”
Dos niños que buscaban leña y que llevaban halado a un burro encontraron el cuerpo. Más tarde, un campesino dijo que él escuchó un disparo, “algo así como un tiro”, pero no le puso atención porque en esa zona eso es común.
El campesino vivía a unos mil metros del viejo banco de arenilla y el viento de la noche llevó el sonido del disparo hasta su casa.
“Yo estaba afuera –les dijo a los detectives–, vigiando un guazalo que me estaba comiendo las gallinas, y oí el tiro… Cuando vi hacia ese lado, me pareció que había un reflejo como de luces amarillas en el cielo, pero no le puse mente… Después se apagó… Fue al día siguiente que me di cuenta que allí habían matado a un hombre… Y cuando supe quién era el muerto, me asusté porque era muy conocido allá en Juticalpa… Fue el yerno de don Matías… Y dijeron que acababa de salir de preso”.
Muerte
Tenía una sola herida. Un orificio pequeño en la frente, justo arriba de la base de la nariz, sobre la que se había coagulado un hilo delgado de sangre.
“El proyectil no salió de la cabeza –dice el detective–; era una bala explosiva, de un calibre alto; tal vez una .44… El forense encontró pedazos de la bala por todo el cerebro, que se deshizo en el acto, causando una muerte inmediata… Por esto supimos que quien lo mató, o quien ordenó su muerte, no estaba interesado en torturarlo. Lo quería muerto y nada más… No le quitaron nada; tenía doscientos lempiras en el pantalón…”
Lágrimas
Don Julio llora en silencio, tiene la vista fija en la litera en la que dormía Javier, y que está ocupada ahora por uno de sus amigos, y nadie a su alrededor se atreve a romper el silencio que impone la tristeza del anciano. Pero, al final, se repone y dice:
“Hay gente que no perdona nunca… Dios, grande en paciencia e infinito en misericordia, lo perdonó, pero sus enemigos no… Lo hicieron pagar en vida en este infierno que es la cárcel y, al salir, lo mataron… Era tan grande el odio, tan incurable…”
“Tal vez por eso es que él iba muy triste –interviene Robert–, como si no hubiera querido irse de aquí… A lo mejor la presentía…”
“El sabía bien lo que había hecho… y la clase de enemigo que tenía…”
La voz de don Julio resonó en la celda.
“Muchas veces me pregunté por qué no lo habían mandado a matar en los primeros días, en los primeros años… y cuando supe lo de su muerte, entendí el por qué… El castigo… el castigo…”
Preguntas
¿Quiénes esperaban a Javier a la salida de la cárcel? ¿Quién los envió a secuestrarlo? ¿Por qué lo mataron? ¿Quiénes eran los asesinos? ¿Quién ordenó su muerte? ¿Qué fue lo que llevó a la cárcel a Javier veintidós años antes? ¿Qué harían los detectives de homicidios de la DNIC para resolver el caso?
Continuará la próxima semana...