TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real.Se han cambiado los nombres.
Disparos. Hace mucho tiempo, allá por agosto de 1980, Choluteca era una ciudad pequeña. Tenía un campo de aterrizaje desde donde salían las avionetas para fumigar los algodonales, y era esta una zona deshabitada y oscura. Pero, en esos días, la delincuencia casi no existía, y menos, cuando existía el DIN, que, de solo mencionarlo, temblaban igual buenos y malos, santos y diablos.
Sin embargo, una noche después de una de esas maravillosas tormentas que todavía se ven en el sur, poco después de las nueve de la noche, se escucharon tres disparos, en medio de la oscuridad. Y, como aquello era poco común, la gente que vivía cerca del “aterrizaje” se asustó, pero nadie dijo nada.
A la mañana siguiente, una señora que cruzaba el campo temprano, para ir a moler maíz, se llevó el susto de su vida; y tanto se asustó, que se le cayó la paila de maíz. Frente a ella, justo en el camino que siempre seguía para llegar al molino, estaba el cuerpo de un hombre, sobre lo que parecía un charco de sangre.
La Policía, que se llamaba entonces Fuerza de Seguridad Pública (Fusep), llegó a la escena del crimen, y después de ellos, llegaron tres agentes del DIN, en un jeep Toyota Land Cruiser, gris y sin placas. Eran hombres delgados, de marcados rasgos indígenas, de pelo corto y ojos negros, en los que brillaba la severidad más extrema. Iban vestidos de civil, y por la falda de sus camisas se notaban las armas que portaban.
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Los curiosos se hicieron a un lado, los que opinaban, se callaron como si les hubieran costurado los labios, y nadie emitía un sonido. El DIN imponía respeto, y algo de miedo, y dejaron que los detectives hicieran su trabajo. No tardaron en llegar la esposa y los hijos del muerto, y los agentes lo identificaron sin mayores problemas.
“Lo mataron por la espalda, mi teniente -dijo uno de los detectives-; tres balazos de revólver, porque no hay casquillos en la escena. Y el hombre tardó en morirse porque se le salió casi toda la sangre del cuerpo”.
“Y parece que se arrastró en el suelo -intervino un sargento-, como si con esas heridas pudiera llegar a alguna parte”.
“Dejó las huellas bien marcadas en el lodo” -dijo el teniente.
“Y aquí hay más huellas, señor -dijo el detective-; mire. Son huellas de zapatillas, y huellas de bicicleta... Las señales de las ruedas están bien marcadas en el lodo, que, con el calor de anoche, se secó...”.
“Pues, con esas huellas vamos a encontrar al asesino” -dijo el teniente, mirando las huellas detrás de sus anteojos oscuros, lo que lo hacía más misterioso y temible.
“¿Qué hacemos con esta gente, señor?” -dijo el sargento.
“Ustedes -gritó el oficial-, que se quede aquí solo la familia del muerto... Los que solo vienen a curiosear, se van para su casa... A menos que alguien sepa algo y nos quiera ayudar a encontrar al asesino”.
Los curiosos se esfumaron en un abrir y cerrar de ojos.
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LA ESCENA
Era cierto que el hombre, después de ser herido, se había arrastrado sobre el lodo, como si quisiera buscar ayuda en alguna parte; pero, no llegó muy lejos. Además, en más de cien metros a cada lado no iba a encontrar ni una sola casa, y hacia el frente, mucho menos. El campo se extendía casi hasta la carretera panamericana.
El teniente, con sus hombres, se quedaron mucho tiempo viendo las huellas. A unos diez metros atrás del cuerpo, había lodo revuelto, y en él estaban marcadas las huellas de zapatillas pequeñas. También había huellas de bicicleta, como si alguien se hubiera detenido en aquel sitio, se había bajado de la bicicleta, y esta se había caído, porque había una huella “como del manubrio”, según entendía el oficial.
Contaron las huellas de los zapatos, y era como si el dueño se hubiera movido mucho en aquel lugar. Entonces el teniente caminó hacia la izquierda, entró en la grama, que estaba verde a causa de las lluvias, y se unió a él el sargento.
“¿Ve eso de allí, mi sargento? -dijo el teniente-. Aquí no hay árboles, pero esa hierba está aplastada, y aquí se ven huellas de los mismos zapatos, como si hubiera salido de allí el asesino. Lo que significa que estuvo escondido aquí, cubierto por la oscuridad, porque aquí no hay ni casas ni árboles... Y lo más seguro, es que sabía que la víctima pasaba siempre por aquí, porque lo esperó bastante tiempo; y digo bastante porque la hierba está bien aplastada... Además, está claro que lo mató por encargo o por venganza, porque le disparó, lo hirió de muerte, y se fue de la escena sin robarle nada, y sin acercarse a ver si el hombre estaba bien muerto...”.
“Pucha, mi teniente -le dijo el sargento al oficial, cuando este hizo una pausa para tomar aire-, usted sí es bueno en este oficio; por eso me gusta trabajar con usted. No se le va chancho con mazorca”.“Todo es aprendido, mi sargento -respondió el teniente, de la misma forma en que hubiera respondido el pavo real si alguien hubiera alabado su cola-; todo es aprendido...”.
PISTAS
“El asesino es estúpido -siguió diciendo el teniente- porque dejó huellas que ahora vamos a seguir. ¡Cabo! ¿Qué más tenemos?”
“Mire, señor, parece que el asesino, después de matar al señor, se montó en la bicicleta y salió para el barrio Los Fuertes, allí, detrás de la Agach, porque seguí las huellas que dejaron las huellas en el lodo, y se van derechito a la calle, allí, detrás de la Escuela Heberto Peasle”.
“Buen trabajo, cabo...”“Gracias, mi teniente”.
“Vamos a seguir las huellas... Las vamos a encontrar antes de que se haga más de día...”
“¿Cómo, señor? Ese barrio es grande”.
“Ya va a ver, mi cabo; ya va a ver. Péguese a mí, y va a aprender... este oficio es de los que pelamos bien el ojo. ¿Verdad, mi sargento?”
“Verdacita, mi teniente”.
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El cabo estaba en lo cierto. Las huellas de las ruedas de la bicicleta llegaban hasta la calle principal del barrio Los Fuertes. No es que fuera muy transitada, pero pasaban por allí buses y otros carros que podían borrar las huellas, si es que llegaban más allá del campo. Pero, como el teniente era de los que no se rendía fácilmente, sobre todo cuando había un crimen como aquel, puso manos a la obra.
“¿Qué hacemos con el cuerpo, señor?” -preguntó uno de los policías uniformados.“Que se lo lleve la familia. Ya sabemos lo que tenemos que saber”.“¿Y qué es lo que tenemos que saber, mi teniente?”
“Que este hombre tenía costumbre de caminar por aquí en la noche, cuando venía de la casa de la querida, allá cerca de la Normal... Bueno, la esposa dice que tenía una querida... o sea, otra mujer...”.
“Entonces llevémonos a la esposa para calentarla y que nos diga si fue ella la que mandó a matar al marido por despecho”.
“Ya pensé en eso, y le vamos a dar chance de que lo entierre... Por mientras, hay que ir a traer a la amante, porque no veo que se haya aparecido por aquí, o es que tal vez no sabe que le mataron al macho”.
“¿Tenemos la dirección, mi teniente?”
“Pucha, mi sargento, ¿es que no ha aprendido nada de mí? Mientras veíamos las huellas, les dije a los policías que entrevistaran a la esposa, que llora y llora... Y ella les dijo todo... Ahora, ya mandé a traer a la amante”.
El sargento se rascó detrás de una oreja.“Pucha, mi teniente; lo que es, es... Usted sí que es bueno...”“Para que aprenda, mi sargento; para que aprenda”.
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LA INTUICIÓN
La “novia” del muerto no estaba en la casa. Dijo su madre que había viajado a Tegucigalpa en el bus de Mi Esperanza de las cuatro de la mañana. Dijo, también, que Shuy, que así se llamaba el muerto, estuvo con ella hasta las nueve, o un poco más, y que después se fue para su casa. No sabía quién y por qué lo habían matado.
“¿No es que su hija se fue huyendo, señora?”
“No, señor... Uy, ¿cómo cree? Mi hija nada tiene que ver con la muerte de Shuy... Ella lo quería mucho, y hasta se habían palabreado de que se iban a casar cuando Shuy se separara de la mujer... Pero, yo tenía mis dudas, señor, porque Shuy era mayor de Mirna veinte años, tenía hijos grandes, y un hombre así, por muy loco que esté por una cipota, no deja a la mujer ni a los hijos... Pero, como hay cosas en las que uno de madre no debe meterse...”
“Ojalá no nos esté mintiendo, señora; mire, que con el DIN no se juega”.
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HALLAZGO
Si el DIN era efectivo en las investigaciones criminales, o si no lo era, la verdad es que en este caso sí. Los policías recorrieron el barrio Los Fuertes, de casa en casa, viendo cada solar, revisando cada bicicleta, hasta que, a eso de las nueve de la mañana, vieron, entre unos árboles de mango y tamarindo, una bicicleta grande que estaba arrimada a una pila de ladrillos. Sin pedir permiso, el teniente entró a la casa, hizo que los policías rodearan el solar y se fue directamente a la bicicleta. Tenía las ruedas llenas de lodo seco, el manubrio, y uno de los pedales. Cuando apareció el dueño, en calzoneta, y medio dormido todavía, los agentes del DIN lo acostaron en el suelo.
“¿Dónde están tus zapatos?” -le dijo el teniente, poniéndole un pie en la nuca.
“Aquí están -le dijo, de repente, el sargento, con los zapatos lodosos en las manos-, y en el pantalón de este sinvergüenza hay tres mil lempiras en billetes de a cien...”.
En ese momento, una mujer joven gritó algo que hizo sonreír al teniente:
“¡Ay Chico, bien te dije yo que no mataras a ese hombre; que el DIN te iba a agarrar... Ahora te vas a ira a la cárcel, y no te vamos a volver a ver”.
“¡Callate, mujer estúpida!” -le gritó su esposo, desde el suelo.
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“Fue esa mujer que le pagó, señor... Le pagó tres mil pesos... Se quería quedar ella sola con ese hombre... Y Chico se prestó para eso”.
“¿Es cierto eso, Chico?” le dijo el teniente, presionando su pie sobre la nuca del detenido.“¡Mentira!”
“Chico, Chico -intervino el sargento, agachándose, y doblándole un brazo-, mirá que con el DIN no vas a jugar... Te vamos a sacar la verdad, aunque te las tirés de machito... A mi teniente no se le va chancho con mazorca, y tenemos tus huellas en el lugar donde mataste al señor... Mejor confesá”.
La mujer gritó otra vez, porque Chico dejó escapar un grito. Acababan de dislocarle el brazo derecho. A la amante de Shuy la capturaron en Tegucigalpa. Dicen que entró al DIN, pero que no salió. Hasta el día de hoy, no se sabe qué fue lo que pasó con ella.
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