Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El caso del antojo imperioso

Nuestros pasos nos llevan hacia donde queremos ir, y, a veces, hacia donde no queremos ir
11.01.2020

Una mujer privada de libertad se despierta en la mañana y encuentra muerto a su hijo de catorce meses de edad, y dice que aquello “es un castigo de Dios por lo que hizo”. Un hombre es asesinado a balazos por la espalda, casi a medianoche, cuando iba a una pulpería a comprar una paleta helada para su mujer embarazada, y aquel hombre no tenía enemigos.

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Un agente de investigación no encuentra una razón para aquel crimen, y le hace a la esposa unas preguntas de rutina que, al principio, parecen inocentes. En su casa, la mujer recibe una llamada que a una vecina suya le parece extraña, por lo que hace comentarios que dejan mucho en qué pensar. Y Jorge Quan, periodista de la nota roja, tiene su propia opinión acerca de aquella muerte.

Agente

Llega tarde a la cita, sin embargo, saluda con una sonrisa y se disculpa. Llamamos al mesero, y pide su desayuno, luego de poner sobre la mesa el expediente del caso.

“Estábamos en formación –dijo, poco después–, y el tráfico de la mañana es pesado; pero, aquí estamos… Este es el expediente del caso”. Pasan varios segundos. El mesero le trae café caliente.

“Como le dije por teléfono –me dijo, después de vaciar un sobrecito de endulzante en la taza–, la muerte de ese muchacho me pareció extraña. Y más extraña me pareció cuando supimos que no tenía enemigos, y vimos en su velorio y en el entierro a muchos de sus compañeros; incluso, varios ejecutivos de la empresa estaban allí. Además, en Olancho no dejó enemigos porque se vino pequeño de allá, entró en el Ejército a los dieciocho años, estuvo en servicio cuatro años y medio, y llegó a cabo, y desde que le dieron la baja trabajó en esa empresa en la que lo recomendó un coronel. En Olancho conoció a la esposa, la trató un mes, y se la trajo para Tegucigalpa. Y los suegros lo querían. Esto nos dice que era estimado por muchos y que no dejaba resentimientos en ninguna parte. Por eso, me pareció extraño que lo mataran, y más de esa forma; por la espalda y a medianoche, justo cuando salía de su casa para comprarle una paleta helada a su mujer, que estaba de antojo por el embarazo”.

Hizo una pausa, bebió un poco de café, y añadió:

“Además, nos preguntamos, ¿qué relación había entre el repentino antojo de la mujer y la muerte del muchacho?”

Levantó un índice.

“Tal vez la Policía piense más en lo malo que en lo que parece y puede ser inocente o inofensivo, pero, ese es nuestro trabajo, encontrar lo malo… Si el muchacho no tenía enemigos, ¿por qué matarlo? Y, ¿qué motivos tenía el asesino para quitarle la vida? ¿Por qué lo mató por la espalda? ¿Fue una casualidad que a la esposa se le antojara una paleta helada?”

Se llevó la taza a la boca y detuvo las preguntas. Luego, añadió:

“Yo creo que en cada elemento de una escena de crimen podemos encontrar algo sospechoso… No creo que existan las casualidades. Todo sucede por una causa. Al muchacho lo esperaban para matarlo. Tal vez, el asesino sabía que había sido cabo del Ejército y que perteneció a las Fuerzas Especiales, y, a lo mejor, tuvo miedo de enfrentarlo cara a cara. Es posible que el muchacho no viera al asesino porque aquella parte de la calle es oscura en la noche. No sirve la lámpara del poste… Entonces, la muerte tuvo que ser planificada”.

Le traen el desayuno y se toma su tiempo para poner chile y salsa dulce sobre el omelet.

“Un detalle importante fue que la esposa dijo que ella sabía que la pulpería la cerraban a las nueve o a las diez porque la dueña es una anciana que vive solo con un nieto. Y, si ella sabía eso, debió saber, también, que no había lugar cerca donde comprar la paleta. Lógico, ¿verdad?”

Se llena la boca con un bocado, y, luego de tragarlo con evidente placer, agregó:

“Dos años hacía que vivían en esa zona, y ella era la que iba a comprar a la pulpería, por lo tanto, cualquiera con cuatro dedos de frente puede entender que ella sabía bien que a las once y minutos ya estaba cerrada y que el hombre no encontraría ninguna paleta helada. Entonces, ¿por qué no le dijo eso a su marido? Ella declaró que tenía un antojo y que su esposo, que la consentía en todo, fue a comprarle la paleta. Yo le pregunté que ¿por qué no le dijo a su marido que la pulpería estaba cerrada? Y ella me respondió: Es que se me olvidó. Viera usted cómo son los antojos de una primeriza”.

Dejó el tenedor a un lado, y dio vuelta a algunas páginas en el expediente.

“Aquí están las declaraciones de la esposa –añadió–; la visité en su casa después del entierro…”

“Y allí fue donde yo lo conocí”.

La vecina

La voz de la mujer sonó fuerte y firme, con un acento de orgullo mal reprimido. El agente le sonrió, la miró a los ojos, y le dijo:

“Y, le aseguro que si usted no me habla, todavía estuviéramos investigando el caso…”

“O sea –dijo la mujer, levantando la frente como levanta el pavo real la cola–, que le serví de mucho”.

“Claro que sí”.

“Es que a mí me dio mala espina esa mujer… ¿Por qué mandó al marido a una pulpería que sabía bien que estaba cerrada? ¿Verdad que yo le pregunté eso?”

“Sí; usted me lo preguntó”.

“Ajá, ¿y a quién le dijo esa muchacha ‘yo también’? Eso es para poner a dudar a cualquiera. Porque que yo haya sabido, hasta en la mañana fue que se dieron cuenta los familiares de ella que le habían matado al marido; y no sé a qué horas le avisó a los papás del muchacho… ¡Ah, si yo no soy tonta! ¡Más bien debería trabajar en la DPI! ¿Verdad?”

“Claro que sí”.

Sospechas

El agente ha vaciado medio plato y sigue comiendo con voracidad. Le llenan la taza de café por tercera vez, y lo endulza con rapidez.

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“Mire –dice–, en la pared de enfrente encontramos dos balas sólidas de .45. En balística nos dijeron que las disparó una pistola Browning comprada en La Armería hacía tres años, pero, cuando buscamos al dueño, o sea, al que la compró, este ya estaba muerto y enterrado. Era un señor de La Trinidad, cerca de Sabanagrande. Los hijos nos dijeron que su papá vendió la pistola, pero que no sabían cuándo ni a quién porque no se metían en los asuntos de su papá. La verdad es que seguía registrada a nombre del señor, un hombre de sesenta y seis años”.

Mastica un nuevo bocado, y bebé más café.

“Por ese lado nos estancamos. No encontramos a nadie con quien relacionar el arma”.

“Pero estaba la viuda –intervino la mujer–, ¿verdad don Jorge?”

“Sí”.

“Y nosotros teníamos que irnos por ahí” –dijo el agente.

“¡Y por allí se fueron! –gritó ella, con los ojos brillantes de orgullo–: ¡Si yo no soy tonta! ¿Verdad, don Jorge?”

“Es verdad –respondió don Jorge, viéndola por un segundo–; usted no es tonta…”

“¡Mire –añadió ella, dirigiéndose a mí, mientras salían con sus palabras muchas gotas finas de saliva–, si yo no me fijo en esos detallitos en los que nadie se había fijado, los detectives se las hubieran visto negras para resolver el caso… ¿Verdad, usté?”

“Así es –le respondió el agente–; usted fue la que desenredó la madeja…”

“¡Ah, si mi marido me dejara, pico chamba para policía de la DPI! Y sería buena investigando muertes… ¿Verdad, usté?”

“Así es”.

Tiene cuarenta años, es de baja estatura, más gorda que hermosa, de bonitos ojos claros en su cara redonda, donde luce una nariz pequeña encima de una boca roja de labios pequeños y gruesos.

“Mire –me dice–, yo me leo sus casos todos los domingos… El Heraldo es religioso en mi casa todos los días, como HCH, pero el domingo no dejo que nadie lo toque antes que yo. Primero leo a Carmilla, le doy desayuno a mi esposo, y después escondo la hoja, porque ya se me han perdido muchas, y tengo añales coleccionando los casos. ¡Los tengo todos, y por eso es que creo que soy media detective”.

Calla, y el agente agrega, como agradecido por retomar la palabra:

“Cuando ella me dijo lo de la llamada y que la viuda contestó: ‘Yo también’, me dio mala espina, y empecé a sospechar de la mujer… Era posible, porque se han visto casos, que ella supiera más de lo que nos estaba diciendo, y, al analizar las cosas con más calma, me pareció sospechoso que ella no dijera que la pulpería estaba cerrada y dejara que su esposo saliera…”

La mujer lo interrumpió.

“Dígale a Carmilla lo del teléfono. Dígale”.

Yo miré al agente y le pregunté:

“¿Qué pasó con el teléfono?”

“Que rastreamos la llamada que recibió la viuda aquella madrugada, y encontramos un nombre…”

“¿Qué nombre?”

“Vamos muy rápido”.

“Bien”.

La mujer intervino.

“Dígale –exclamó–; dígale cuando fuimos a su oficina… Dígale”.

Entrevista

Era temprano en la mañana cuando la viuda, vestida de negro y acompañada por su vecina, la que hoy tenía ante mis ojos, llegó a la DPI. Era la tercera vez que la entrevistaba la Policía, y ella, lejos de molestarse, se mostraba confiada y deseosa de que se encontrara al asesino de su esposo.

“Mire, señora –le dijo el agente, con acento menos amable que en las ocasiones anteriores–, ya sabemos quién mató a su esposo”.

La mujer abrió los ojos y se puso pálida.

“¿Que ya saben?” – preguntó.

“Sí, ya sabemos; y sabemos por qué lo mataron… y creo que usted bien pudo evitarle la muerte si le hubiera dicho que la pulpería estaba cerrada, porque usted sabía bien que la pulpería estaba cerrada, ¿verdad?”

La mujer tardó en contestar.

“Es que no me acordaba”.

“Pero, sabía bien que eran las once, ¿verdad?”

“Sí”.

“Y que la pulpería estaba cerrada… Pero, aun así, dejó que su marido saliera a la calle…”

“Es que yo tenía un antojo…”

“Sí; ya sé eso…”

Hizo el detective una pausa. Luego, dijo:

“Ya le voy a decir el nombre del asesino de su marido”.

La mujer empezó a respirar por la boca.

“¿Quiere un poco de agua?” –le preguntó el agente.

“Sí”.

El agente salió.

Toma el último bocado del plato, y sonríe antes de ponerlo en su boca.

“Yo no cerré del todo la puerta, me quedé viéndola con un ojo, y ella metió la mano a la cartera e hizo una llamada. Fue rápida. Entonces, dejé que pasara un tiempo y regresé. Ya había coordinado con mis compañeros para que le cayeran al sospechoso. El dueño del teléfono del que la viuda recibió aquella llamada…”

“Y al que le dijo ‘Yo también’” –exclamó la mujer.

“Así es”.

Pasaron unos segundos.

“Póngale el nombre que quiera, Carmilla –añadió el detective–, pero lo detuvimos por sospechas de asesinato. Le expliqué al fiscal lo que teníamos, y él me autorizó la captura para investigación… En cuanto a la mujer, me dijo que la dejáramos en libertad, pero con vigilancia, para que se aterrorizara cuando supiera que habíamos capturado al asesino, y así, se derrumbara… Además, el fiscal tenía que convencer al juez”.

Nueva pausa.

El agente aparta el plato vacío.

“Los muchachos rodearon la casa del sospechoso, y, en el carro, un pick-up Toyota, viejo, en el que traía productos para el Mayoreo de los sábados, encontraron una pistola de .45 milímetros, Browning. Balística dijo que con esa pistola mataron al cabo. Cuando lo confrontamos con lo que teníamos, el muchacho dijo que la pistola se la heredó su papá, que la había comprado en La Armería, en Comayagüela”.

El agente le preguntó:”

“¿Por qué mataste a ese hombre?”

No contestó.

“Ya la viuda nos contó todo; solo queremos compararlo con lo que vos digás”.

El hombre abrió los ojos, entre sorprendido y desesperado.

“¿Qué les dijo ella?” – preguntó, con ansiedad.

“Todo… que vos lo mataste”.

“¡Qué! ¿Eso les dijo esa zorra?”

“Sí; eso nos dijo”.

El hombre tembló.

“Pero… si lo hice por ella… porque el hijo que va a tener es mío y si el esposo creía que era de él, entonces, cuando se dejaran, porque se iba a separar de él para irse conmigo para La Trinidad; entonces, él se lo iba a quitar… y el niño era mío…”

“¿Estás seguro?”

“Sí… Y el hombre fue de los comandos especiales… y ella estaba segura de que si se daba cuenta de que estaba con otro hombre, nos iba a matar… Fue por eso…”

“Ella te llamó para avisarte que ya sabíamos quién había matado a su marido, ¿verdad?”

El hombre bajó la cabeza.

“Sí –musitó–; dijo que estaba en la DPI… y me dijo que me cuidara… pero ya estaban ustedes rodeando mi casa”.

Nota final

Cuatro meses tardaron los agentes para capturar a la mujer. Parió en la cárcel, cuidaba allí a su niño, pero, una mañana, lo encontró muerto. El forense dijo que se trataba del síndrome de muerte súbita, o muerte de cuna. Ella dice que es castigo de Dios por lo que hizo… Mandar a su marido a la muerte…

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