TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Don Arturo es un hombre de casi cien años de edad. Es uno de esos aristócratas que todavía quedan en Honduras. Lleva en el alma una pena que no terminará hasta que muera. Sabe que la muerte lo espera en el camino, y él quisiera apurar el paso, “porque ya nada tiene sentido”.
Su confesión es una especie de catarsis que lo libera de algunas culpas, y con la que trata de justificar su acción, pero las lágrimas son una muestra clara del sufrimiento que sigue enraizado en su pecho.
“Yo la maté” –dice, y hay dolor en su corazón, un profundo dolor.
Por mucho tiempo quiso que escribiéramos su historia, no como un “caso criminal”, sino como “un crimen de justicia”, algo contradictorio, en apariencia, pero que él sabe conciliar con la realidad que vivía…
Mesa
Comimos deliciosamente, aunque don Arturo apenas probó los rollos de hoja de uva, el marmaón, el pollo frito y el cuscús. Hay tristeza en su alma, y esa tristeza es como una penitencia, como el cilicio que lo tortura permanentemente para que no olvide jamás su crimen.
“Fue Gonzalo Sánchez el que lo descubrió todo –dice don Arturo. Levanta un índice, descarnado ya, y agrega–, y no es que yo pretendía haber cometido el crimen perfecto, no. Sabía lo que hacía, y por qué lo hacía, y no me preocupaba de las consecuencias de mis actos. La cárcel o la muerte eran lo mismo para mí. Sin ella, nada tendría sentido. Los hijos habían dejado el nido, estaba solo, horriblemente solo, como horriblemente solos se quedan los viejos, y, por mucho dinero que tuviera, la vida dejó de ser valiosa desde aquel momento”.
Hace otra pausa. Luego, continúa:
“Pensé en el suicidio –dice–, debo admitirlo, y no es que me haya faltado el valor para quitarme la vida, aquella vida que no valía nada, pero, reflexionando sobre mi crimen, si es que puede llamársele así, me impuse el castigo, en honor a ella. Además, fui siempre valiente, y ella estuvo orgullosa de mí por aquella cualidad de mi personalidad. Jamás me rendí, jamás me amedrentó nada, y fui siempre un luchador incansable. Entonces renuncié a aquella idea siniestra que, por ser siniestra, no dejaba de ser justa. Pensé, ¿qué diría ella al verme llegar a su lado por mi propia mano? Se avergonzaría de mí, de eso estuve seguro siempre”.
Me mira por un instante y se pone de pie con cierta dificultad. Uno de sus hijos le ayuda y, caminando despacio, regresamos a la biblioteca, donde nos recibe el retrato de su esposa, al que mira con especial veneración.
Cuando se sentó, agrega, con voz suave, en la que se nota algo de esa tristeza que no lo abandona nunca:
“Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris”.
Lo que en latín significa: Recuerda, hombre, que eres polvo y que en polvo te convertirás.
Pronto entiendo por qué dice eso.
“Como ha dicho el Señor Jehová –añadió–, cada cosa tiene su tiempo, y ya llegaría mi tiempo de partir, y de reunirme con ella…”.
Levanta un índice para aclarar.
“Creo firmemente que el cuerpo vuelve al polvo de donde fue tomado y que el espíritu regresa a Dios, quien lo dio. Está en la Biblia, y la Biblia es la palabra de Dios, y bien sabemos que Dios nunca miente, ni se contradice ni se desdice de lo dicho… Así que, estoy seguro que el espíritu de mi esposa está con Él, esperando el día de la resurrección…”.
Dio esta explicación con convicción absoluta.
“Creo –dijo, poco después–, que Dios me ha perdonado… Confío en eso…”.
No dijo nada más; miró por un momento el retrato de su esposa, que parecía sonreírle, y bajó la cabeza, con lágrimas en los ojos.
Gonzalo
Cuando del hospital donde murió dieron aviso a la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC), Gonzalo Sánchez estaba de turno. Eran las once de la noche.
El hombre que llamó a la Policía dijo que hacía una hora habían ingresado de urgencia a una anciana de sesenta y cinco años, que llegó al hospital inconsciente aunque con sus signos vitales aceptables, pero que había muerto en la sala de emergencias, y nadie decía por qué. Cuando llegó, sudaba abundantemente, y el suyo era un sudor frío. Además, estaba pálida.
“¿De qué murió la señora, doctor?” –le preguntó al médico de turno en la emergencia, y este solo levantó los hombros.
No sabía.
“El corazón, tal vez” –dijo.
Pero aquella respuesta no satisfizo al hombre, al que hemos de identificar como un enfermero auxiliar.
“Uno de los hijos dice que su madre padecía alzhéimer” –le dijo al médico.
“¿Y eso qué?”.
“Estaba en la última etapa… como dice su hijo… Sufría mucho porque ya no podía tragar, hablar o caminar… a pesar de que se ve… rolliza…”.
“No sé qué es lo que me querés decir”.
“Que sería bueno una autopsia…”.
“¿Eso te pidió el hijo?”.
“No; claro que no… Yo digo”.
“¿Por qué?”.
El enfermero dudó un poco.
“Pues, porque hay mucho de sospechoso en esto…”.
“No te entiendo. Y, por favor, no vayás a meter a problemas al hospital… ¿Sabés quién es esta familia? Podrían comprar este hospital y todos los hospitales de Honduras con un solo parpadeo… Si tenés ideas de Sherlock Holmes, lo mejor será que te las guardés para vos solo… Yo no veo en esto más que el resultado final del alzhéimer… Coágulos en el cerebro y muerte… Para mí, que esta señora no sufrió…”.
El enfermero suspiró.
“Quiero que vea algo” –dijo.
“¿Qué cosa?”.
“Algo… raro”.
“¿Cómo qué?”.
“Venga”.
Fueron hasta donde estaba el cuerpo.
“Vea” –dijo el enfermero.
Lo destapó, señaló el muslo derecho de la señora, y dijo:
“Vea esto”.
“¿Qué es?”.
“Mire”.
Señaló una mancha roja a la mitad del muslo, a un lado, y en el centro, una herida minúscula, como el pinchazo de una aguja o un clavo pequeño, que había sangrado.
“¿Qué cree usted que es esto?”.
“No sé”.
“Yo creo que sí lo sabe… Pero yo se lo voy a decir… Esto es la señal de una inyección, y de una inyección mal puesta… Además, vemos bien que no es este el mejor lugar para inyectar a una anciana, por lo cual se me hace sospechoso… Y, además, la jeringa que usaron, o sea, la aguja que usaron para inyectarla, es una gruesa, tal vez del calibre sesenta, lo que significa que le hicieron una sola aplicación de sesenta mililitros… pero, ¿de qué?”.
El doctor lo miró con las cejas arqueadas.
“¿Sabés que si decís algo de esto podemos perder el trabajo? ¿Qué nos importa eso? Para mí, que la señora murió a causa del alzhéimer… Lo demás, que lo juzgue Dios. Yo no quiero líos con nadie”.
En ese momento llegó la Policía. Gonzalo Sánchez al frente de un grupo de investigadores.
El doctor dio un salto.
“¡Vos llamaste a la Policía!” –gritó.
“Yo, doctor”.
“¡Dios santo!”.
La muerte
Gonzalo Sánchez Picado, apacible, de hablar pausado y mirada sencilla, se acercó al cuerpo, escuchó al enfermero mientras veía aquella marca misteriosa en el muslo, y pensaba, solo pensaba. Cuando el enfermero terminó de hablar, Gonzalo sonrió. Era una sonrisa suave pero que estaba llena de esa malicia que lo acompaña cuando ha encontrado la solución a un enigma. Como siempre he dicho, el cerebro de Gonzalo Sánchez es una máquina de pensar.
Le dio una palmada en la espalda al enfermero y le dijo:
“Usted sería un buen detective de homicidios…”.
El enfermero sonrió.
“Tiene usted razón –agregó Gonzalo–, a esta señora la mataron…”.
El doctor dio un salto.
“Pero… ¿cómo puede asegurar eso?”.
“Simple lógica deductiva –respondió Gonzalo Sánchez–; una técnica muy valiosa en investigación criminal…”.
El enfermero se sentía en el aire.
“Dice que la señora llegó sudando helado” –le dijo Gonzalo.
“Así es”.
“Y pálida”.
“Sí”.
“Inconsciente”.
“Aunque con los signos vitales aceptables… Pero bajaron de pronto, hasta que murió… en menos de cuarenta y cinco minutos…”.
Gonzalo apagó su sonrisa.
“Alguien le inyectó insulina a la señora –dijo–; y una buena dosis…”.
“¿Una sola?” –preguntó el enfermero.
“A juzgar por la señal que dejó la aguja hipodérmica en la piel del muslo, creo que fue una sola dosis… ¿Sabemos si la señora era diabética?”.
“Sí, señor; lo era”.
La voz del médico sonó nerviosa.
“Bien… La persona que le inyectó la insulina sabía lo que hacía… ¿Dónde están los familiares?”.
Don Arturo
El hombre se puso de pie, Gonzalo lo saludó con fría cortesía, y pidiéndole que se sentara de nuevo, le dijo, disparándole las palabras a quemarropa:
“Su esposa estaba en la última etapa del alzhéimer, ¿verdad?”.
“Así es, señor”.
“Y sufría mucho, ¿no es cierto?”.
“Así es, señor…”.
“Comía poco…”.
“Tenía dificultad para tragar…”.
“No caminaba…”.
“No…”.
“Era su vida un completo infierno… si podemos llamar así al sufrimiento que padecía…”.
“Así es, señor… Pero, ¿a qué viene tanta pregunta?”.
“Usted lo sabe, señor”.
“No entiendo”.
“Usted sigue enamorado de su esposa…”.
“Sí, muy enamorado, pero ¿qué tiene eso que ver…?”.
“Tiene mucho que ver, señor”.
“Explíquese mejor…”.
“Vamos a hacerle la autopsia a su esposa…”.
“No pueden hacer eso…”.
“Sí podemos… Es más, el fiscal de turno ya lo autorizó… A menos que usted quiera decirme, en voz baja, ¿por qué la mató?”.
Don Arturo dio un salto en su silla y su bastón cayó al suelo produciendo un sonido metálico.
“Usted le inyectó insulina rápida, una buena dosis…”.
“Yo…”.
“Sesenta ml…”.
Don Arturo bajó la cabeza.
“No soportaba verla sufrir más, ¿no es verdad? Por eso decidió acabar con su sufrimiento… Y no encontró mejor forma, ni más piadosa, que la muerte por sobredosis de insulina… O, ¿me equivoco?”.
Don Arturo bajó la cabeza.
Lloraba.
“No –musitó, no se equivoca… La amo demasiado para verla sufrir… Prefiero que descanse… que descanse… Son cinco largos años de este sufrimiento… Ya estábamos solos, yo ya soy viejo y pronto no podría cuidar de ella…”.
“Entiendo” –dijo Gonzalo poniéndose de pie.
Nota final
Don Arturo fue condenado. Los años que pasó en la cárcel fueron pacíficos… aunque vivió en su casa la mayor parte del tiempo… por prescripción médica… y de los forenses…
“Pero de la cárcel de la que no podré escapar jamás es de la prisión en que está mi alma –dice–; aunque sé que hice lo correcto… sufro mucho… y nada me quita el membrete de criminal… Tal vez Dios, en su infinita misericordia… y su esposa, en su gran amor…”