Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El misterio de los dos ataúdes

Cuando el dinero es más poderoso que la ley, todo el mundo está en peligro
30.03.2019

Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.

Raquel ya no lloraba. Sus lágrimas se habían secado, como se había secado su alma, y, a punto de desfallecer, le dedicaba sus últimos lamentos a su marido.

Este, con los ojos cerrados, los brazos cruzados al pecho, las manos amarradas con un rosario de plástico, y con dos tapones de algodón en la nariz, ya no la escuchaba. Estaba tendido en un ataúd, vestido de blanco y negro, callado para siempre.

“Ese viejo maldito me lo mató” –decía la muchacha, porque era todavía una muchacha, no muy alta, de piel blanca, ojos claros, pelo castaño, largo y abundante, y rostro mucho más que bonito.

Estaba apoyada en la orilla del ataúd y veía a Betío con infinita ternura.

“Ya no te voy a volver a ver –murmuraba–, pero te voy a querer siempre…”

Lo habían matado la noche anterior, cerca de una cantina, en la calle principal de la aldea, en una de las montañas de Concordia, Olancho. Don Pedro, rico y todopoderoso, se lo había encontrado por casualidad, y, según los testigos, lo había golpeado, lo “agarró a patadas” y, no conforme con eso, le disparó varias veces, hasta matarlo. Pero, ¿por qué había hecho eso don Pedro, si es que lo que decían los testigos era la verdad?

“Porque le quería quitar la mujer a Beto” –dijo una vecina, a media voz.

“Ese viejo es bien malo –agregó otra–; aquí todo el mundo le tiene miedo”.

“Desde que la Raquelita dio punto –intervino una tercera, más anciana que las otras–, allá como a los doce años, el viejo Pedro le echó el ojo, y juró que la cipota sería para él… Pero, ya ven como son las cosas; la Raquelita se encariñó de Betío y terminó juyéndose con él… Entonces, don Pedro, despechado y celoso, le juró al muchacho que se la iba a quitar porque ella sería solo para él…”

“Ah –dijo la primera–, y lo pior es que en donde se encontraba al muchacho, don Pedro lo insultaba y lo golpiaba… Y el Betío, como don Pedro siempre anda con sus capataces y sus guardaespaldas, pues, nunca se defendía… Y, agora, ya ven lo que pasó… ¡Ese viejo se hartó al muchacho”.

Pero había un problema. Los testigos hablaban y decían cosas; probar lo que decían era difícil…

Misael

Era joven y decidido, con un carácter fuerte, y era valiente. Cuando Betío le dijo que un señor lo golpeaba porque le quería quitar la mujer, dejó su casa en una aldea de Colomoncagua, Lempira, y se vino a Concordia. Betío era su hermano menor, y él siempre lo había defendido. Ahora vería don Pedro con quién se había metido.

“Voy a matar a ese viejo –le dijo–, y así vas a vivir en paz… Sos mi hermano, y te quiero”.

Pero, por esas cosas de Dios, o del diablo, don Pedro se perdió un tiempo de la aldea, y Betío le dijo a su hermano:

“Andate para tu comunidad; ese viejo como que la sintió y se perdió de aquí… Si te necesito, hermano, te vuelvo a llamar”.

Regresó Misael a Colomoncagua, y no volvió a ver a su hermano con vida. Es más, esa misma noche en que mataron a Betío, él recibió una visita en su casa, en el fondo de la montaña. Había luna llena, una fogata de ocote iluminaba el corredor de la casa de adobe y teja, y Misael recibió al visitante con amabilidad.

“¿En qué le puedo servir, señor?” –le preguntó.

“A mí, en nada –le respondió el hombre–; lo que vengo es a traerte algo que te manda mi patrón…”

Misael no dijo nada. No pudo decir nada.

El hombre sacó una pistola de su cintura y la apuntó hacia Misael. Le disparó ocho veces. En ese mismo instante, su hermano moría cerca de Concordia.

La DNIC

Raquel estaba pálida, le dedicó sus últimas miradas a Betío y se desmayó cuando los amigos empezaron a bajar el ataúd a la fosa.

Arriba, en las ramas de los árboles cercanos, silbaban los pájaros y, más allá, en el cielo azul, brillaba un sol amarillo, como el ojo de fuego de un gigante. Abajo, el dolor y la desesperación atormentaba muchos corazones.

“¡Ay, don Pedro –decía una anciana–, usted me mató a mi muchachito! ¿Quién lo va a hacer pagar este crimen?”

Se limpió las lágrimas con una toalla pequeña.

“¡Náiden! –se respondió a sí misma, segundos después–. ¡Náiden! Ni Dios ni el diablo porque hasta Dios se olvida de los pobres…”

Poco a poco, la fosa se fue llenando de tierra. Raquel, que había recobrado el sentido, lanzó al fondo un puñado de arena, y con él un pedazo de su corazón. Cuando la fosa estuvo cerrada, se quedó cerca de la cruz un tiempo más, hasta que unos brazos la arrancaron de allí y se la llevaron. Del cielo caía la noche oscura como una mortaja.

Fue una semana después que llegó un equipo de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) a la aldea. Los detectives entrevistaron a los testigos y unos cuantos se contradijeron. Pero había suficientes elementos como para acusar a don Pedro de la muerte de Betío.

“Que me lo digan en mi cara –les dijo a los policías–; ni siquiera fui a la aldea ese día…Algo debía ese chavalo y por eso lo reventaron…”

“Señor –le dijo el jefe de los investigadores–, está detenido por suponerlo responsable del homicidio de Beto…”

“¡Ya te dije que yo no maté a nadie!”

“Eso se lo va a decir al juez, señor. Dése preso o tendremos que usar la fuerza…”

Don Pedro, el poderoso, el arrogante, el millonario, se rindió. Un policía le esposó las manos hacia atrás y lo subieron a la paila de una patrulla…

“Ahora va a pagar todas las que hizo” –dijo un anciano, luego de escupir un pedazo de tabaco masticado.

“Miren a la pobre Raquelita como quedó, triste y sola…”

“Pero no va a ser por mucho tiempo –replicó el anciano, poni?ndose otro pedazo de tabaco entre las encías edéntulas, o sea, sin dientes–; a las mujeres se les pasa rápido el luto, y la chigüina está como de buen ver, y se va a engaratusar de otro… Ya van a ver… Es la ley de la vida”.

Mientras esto pasaba cerca de Concordia, otro equipo de investigadores escuchaba las declaraciones de la viuda de Misael.

“Para mí, señor –les decía a los detectives–, que fue ese tal don Pedro el que mandó a matar a mi marido… Y yo digo eso porque el hombre entró al solar sin permiso, y como si conociera bien a Misael, y se le acercó y solo le dijo ‘aquí te manda mi patrón’, y lo mató…”

“¿Usted vio bien al hombre?”

“No, señor… Estaba oscuro y solo se veía el reflejo de la fogata que había encendido mi esposo”.

“¿No lo recuerda?”

“Nada”.

“Vino, mató a mi marido, y se fue…”

De aquí nada sacaron en claro los policías, y se retiraron a Gracias. La investigación seguiría en Olancho, donde acababan de capturar a don Pedro.

“Hay que esperar los resultados” –dijo el jefe de la DNIC de Gracias.

Juez

“Tenemos testigos del crimen, señor juez –dijo el fiscal–, por lo cual, debe elevarse a juicio este caso… Ese señor mató al muchacho y creemos que mandó a matar también al hermano Misael…”

“Mire, abogado –replicó el juez–, una cosa es lo que dice la gente y otra es lo que se demuestre científicamente”.

“Los testigos dicen que primero golpeó al muchacho en la cara, en los costados, en los brazos, y que después, cuando la víctima estaba casi desmayado en el suelo, le disparó… Y esto lo hizo bajo la influencia de las bebidas alcohólicas porque, aunque don Pedro dice que él no estuvo ese día en la cantina de la aldea, hay quienes lo vieron beber licor esa tarde, hasta la noche, cuando se encontró con Betío y lo mató”.

“Yo entiendo todo eso –dijo el juez–, pero a mi tribunal va a venir usted con pruebas claras, no solo con lo que digan unas personas… ¿Entendido?”

El fiscal apretó los dientes.

“¿Qué pruebas desea, señor juez?”

“Las que corresponden en un caso como este… El informe de la autopsia serviría de mucho”.

“No se le hizo autopsia, señor, porque los familiares levantaron el cuerpo y se lo llevaron; lo velaron en su casa y lo enterraron… Fue hasta una semana después que nosotros intervenimos…”

“Ya veo” –dijo el juez.

“Pero, podemos exhumar los cadáveres, señor juez” –exclamó el fiscal, brillándole los ojos, y como si acabara de tener una súbita inspiración.

“¿Exhumar los cadáveres? –preguntó el juez, extrañado–. ¿De qué cadáveres me habla? Tengo entendido que se trata de un solo muerto”.

“No, señor juez –respondió el fiscal–; son dos. Los dos hermanos, Betío y Misael. Por esas cosas que se dan en la vida, los mataron la misma noche. A Misael, en su casa, en una aldea de Lempira, y a Betío en la aldea, cerca de Concordia”.

“Y, ¿por qué habría que exhumar los dos cuerpos?”

“Pues, porque se dice que a los dos los mató don Pedro; a uno, lo mandó a matar. Al otro, lo mató él mismo… Pero al de Lempira lo trajeron a enterrar a Concordia, porque eran de esta zona de Olancho”.

El juez guardó silencio por largos segundos.

Pensaba.

“Y, ¿qué piensa encontrar en la exhumación?”

“Los golpes que dicen los testigos, las balas asesinas, para que en el laboratorio nos digan si pertenecen al arma que le decomisamos al sospechoso… En fin”.

El juez suspiró.

“Está bien –dijo–; voy a permitirle que exhumen los cuerpos”.

Nota final

El equipo de Medicina Forense llegó puntual al cementerio. La exhumación no tardaría ni una hora.

Pronto, los ataúdes estuvieron fuera de sus tumbas. Entonces, el juez ejecutor ordenó que los abrieran. Sin embargo, algo extraño pasaba. Los ataúdes no olían a muerto. No olían a carne podrida.

Abrieron las tapas y un grito de sorpresa rebotó en el espacio. Los ataúdes estaban llenos de piedras. Piedras grandes de río.

El juez, sin pruebas para acusar a don Pedro, lo dejó en libertad.

Cuando salió del tribunal, caminando al lado de su abogado defensor, sonreía, y su sonrisa era macabra.

“Ahora, abogado –le dijo a su defensor–, Raquelita será mía…”

Han pasado varios años y el misterio de los dos ataúdes sigue sin resolverse