(Segunda parte)
Este relato narra un caso real.
Se han cambiado algunos nombres.
El hombre lloraba, sin embargo, su llanto nadie lo escuchaba, o, al menos, a nadie le interesaba.
Se notaba desesperado, pálido, con la boca y la garganta resecas y sudaba a causa del miedo, si es que a causa del miedo también se puede sudar. Suplicaba, rebuscando en su mente las palabras que conmovieran a aquellos hombres, pero era inútil. Nada podía conmoverlos.
“Portate como varón –le dijo, sobre eso, uno de ellos, el que parecía ser el jefe del grupo–; ¿o es que no te acordás que yo no te supliqué nunca? ¿O es que ya se te olvidó que mi mamá te soportó toda su vida sin quejarse ni hacerte una sola súplica?”
“Perdoname –respondió el hombre, por toda respuesta–; por favor, perdoname… Te lo suplico por el amor de Dios”.
“¿Cuál Dios? –le replicó el muchacho, porque aquel era solamente un muchacho, acabado apenas de salir de la adolescencia–. ¿El Dios que no te importó respetar antes? O, ¿es que hay otro Dios?”
“Por favor, perdoname… Mirá que yo no sabía lo que hacía”.
Una carcajada siniestra ahogó el eco de esas palabras.
“¿No sabías lo que hacías? –le preguntó el muchacho, escupiendo las palabras en su rostro–. ¿No? ¿No lo sabías?”
“Manuel, por favor… No me matés…”
“Y, ¿quién te ha dicho que te voy a matar?”
El hombre levantó la mirada en la que brilló una esperanza. Trató de sonreír y dijo:
“Gracias, hijo… Yo sabía que vos no sos malo”.
La risa que deformó el rostro del muchacho fue diabólica. El hombre se estremeció.
“Yo no te voy a matar –le dijo aquel, con tono suave–; vos te vas a morir solito…”
“No, Manuel; por favor… Todos cometemos errores”.
“No conocí a mi papá –dijo Manuel–, pero dice mi mamá que fue un hombre bueno. Lo mató un camión en el puesto de naranjas donde se ganaba la vida honradamente, y, desde ese momento, todo fue difícil para mi mamá y para mí. Pero las cosas se pusieron peor cuando mi mamá se enamoró de vos…”
“Yo también la quiero, Manuel; y te quiero a vos”.
“Sí, ¿verdad? Pues, tenés una forma muy bonita de querer…”.
“Es que el guaro me hace daño, Manuel”.
“Bueno, ya te vas a curar de eso”.
“No me matés, hijo… Te lo pido por diosito lindo”.
Manuel dejó que pasaran unos segundos, mientras sus compañeros subían al hombre a una mesa alta y amplia en la que cabía holgadamente.
“¿Qué me van a hacer?” –preguntó éste, gritando aterrorizado.
“Casi lo mismo que nos hiciste vos…”
La voz de Manuel fue clara y despiadada.
El hombre empezó a gritar pidiendo auxilio.
“Podés gritar todo lo que querrás –le dijo Manuel–; aquí nadie te va a oír… Además, eso es justamente lo que quiero, que grités, que grités como gritaba yo, como gritaba mi mamá…”
Lo amarraron con varias cuerdas por debajo de la mesa.
Manuel se alejó de él por un momento. Al regresar, traían en las manos un hacha pequeña cuyo filo brillaba a la luz de los bombillos que iluminaban la sala.
Era esta una habitación estrecha, de paredes altas, con dos ventanas que daban a un patio amplio y arbolado, y que estaba cubierta con viejas láminas de zinc. A pesar del abandono, no se veía sucia, aunque en ella solo estaban aquella mesa larga y amplia y dos cajas de cartón grandes. Más allá estaba la cocina; y a la derecha, las puertas de los dos cuartos. De uno de ellos acababa de salir Manuel, con el hacha en las manos.
“¿Qué me vas a hacer?”
“Ya lo vas a ver”.
El hombre gritó, a pesar de saber que a nadie conmovían sus gritos, que a nadie enternecían sus súplicas, y que nadie estaba dispuesto a otorgarle el perdón.
“No seas malo, Manuel…” –dijo, viendo al muchacho con ojos anegados en lágrimas.
“¿Cuántas veces te supliqué que no fueras malo conmigo? ¡Ninguna! Entonces, si un niños de escasos siete años no te suplicó nunca, a pesar de todo el dolor que le causabas, ¿por qué suplicás vos que sos todo un hombre?”
“No quiero morir, Manuel”.
“Eso no lo decido yo… Si te morís, ya será cosa tuya…”
El pasado
Nada se había borrado del corazón de Manuel. Ni la pérdida de su padre, al que no recordaba, y por el que sentía un amor especial; ni el sufrimiento de su madre, a la que amaba sobre todas las cosas. Ni a su propio dolor, el que seguía ardiendo en su piel, hirviendo en sus recuerdos como una ponzoña que no se extinguía nunca.
“Un día te pedí que ya no le pegaras a mi mamá –dijo, de repente, pálida la frente y casi desorbitados los ojos–. Te lo fui a rogar como seis meses después de que me fui de la casa porque ya no quería seguir soportando tus golpes ni tus abusos, y, ¿qué fue lo que me dijiste? ¿Te acordás?”
“Fue un error mío, hijito”.
El hombre temblaba debajo de las cuerdas.
“Sí –le dijo Manuel–, un error que te tiene hoy aquí…”
“Perdoname…”
“Dios te va a perdonar, ya vas a ver… pero yo no puedo…”
El hombre tosió.
Manuel agregó:
“Me dijiste que vos no le tenías miedo a cipotes…”
“Perdón”.
“Yo te dije que si le volvías a pegar a mi mamá, te ibas a arrepentir… Y te reíste de mí… Ahora veo que no tenés ganas de reír, que no te divierten mis palabras…”
“No me matés…”
Manuel calló.
“Vas a gritar –le dijo–; pero, no te preocupés por nosotros…”
Ira
Brillaba como un fuego en el rostro del muchacho, incendiaba sus ojos y rugía en su pecho como un volcán a punto de hacer erupción.
“¡Bueno! –exclamó–. ¡Empecemos!”
El hombre abrió los ojos casi hasta sacarlos de sus órbitas, el reflejo de la luz en el filo del hacha le hirió las pupilas y no pudo decir nada más.
“Esto –le dijo Manuel, rechinando los dientes–, por haberme violado”.
El hacha cayó con fuerza. El alarido llegó al cielo.
“Esto, por destruir la vida de mi mamá”.
“Esto, por haberme obligado a hacerte un montón de chanchadas”.
“Esto, por…”
El hombre se desmayó.
Cuando volvió en sí, en medio de horribles lamentos, Manuel le ayudó para que tomara un poco de agua.
Luego, le dijo:
“¿Ves que el cielo y el infierno están en la tierra? ¡Así me hiciste sufrir vos!”
El hombre no dijo nada.
“Esto –repitió Manuel–, por haberme mandado al hospital cuando me agarraste a patadas solo porque quise defender a mi mamá… ¿Te acordás?”
El alarido fue mayor…
Hallazgo
A eso de las siete de la mañana del día siguiente, un hombre que buscaba basura para reciclar, acompañado por varios perros, se encontró con un saco de mezcal que estaba tirado en la hierba, a una orilla de aquella calle solitaria. Los perros, atraídos por un extraño olor, rodearon el costal, ladrando y emitiendo agudos aullidos.
Cuando el hombre se acercó, dio un salto hacia atrás y, con la vara larga que llevaba en una mano, alejó a los perros de aquella mancha de sangre. Una mujer que pasaba por ahí llamó a la Policía.
En aquel costal estaba el cuerpo despedazado de un hombre, en medio de un charco de sangre seca.
“Es lo más grotesco que había visto en mi vida –dice don Jorge Quan, estremeciéndose muy a su pesar–; y esto que he visto de todo en mi carrera como periodista”.
El hombre frente a nosotros nos mira sin la menor expresión en su rostro. El director de la penitenciaría se estremece al escuchar los detalles que van saliendo de los recuerdos de don Jorge como si salieran de una pesadilla. El hombre sigue impasible.
“Perdóneme, Carmilla –dice, con voz casi apagada–, pero no me arrepiento de lo que hice… Por años soporté los abusos, las violaciones y la maldad de aquel hombre, y por años vi cómo golpeaba a mi mamá, cómo la humillaba y cómo abusaba de ella, y eso enfrió mi corazón…”
Hace una pausa.
“El arrepentimiento es algo a lo que se llega después de conocer al Dios de amor que predican los cristianos –añadió–, pero yo no conozco todavía nada de eso… Crecí en medio del dolor y el dolor me hizo malo… Y, si a alguien tengo que pedirle perdón algún día, ha de ser a él… al Señor Jesús, pero será solo cuando sane mi alma de tanto rencor…”
Estira las piernas, se acomoda en la silla, y suspira, y hay dolor en ese suspiro.
“Un día le pregunté a uno de los detectives de la DNIC cómo fue que me descubrieron –agregó, con acento más claro–, porque yo quería saber cuál había sido el error que cometí para que la Policía me encontrara… y, todavía hoy, me río de lo sencillo que fue para los detectives darse cuenta quién era el asesino”.
Sonríe y, poco a poco, el color vuelve a sus mejillas.
La Policía
“¿Tenemos cámaras en esa zona?”
“Sí, mi Comisario; cubren toda la calle…”
“Entonces, búsqueme lo que se grabó en esa calle desde la medianoche de ayer hasta la mañana”.
El equipo de detectives de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) que investigaban el caso del hombre encostalado estaban ante las pantallas de “Ciudades Inteligentes”, buscando pistas que les ayudaran a encontrar a los asesinos. Por supuesto, no tuvieron que esperar mucho.
“Aquí están, señor” –exclamó un muchacho.
Así era.
De un Toyota pick-up, color blanco, tres hombres, jóvenes todos ellos, bajaron un costal ensangrentado y, con cierta dificultad, lo llevaron hasta la orilla de la calle, donde lo tiraron sobre la hierba. Luego, se subieron al carro y, haciendo chirriar las ruedas sobre el concreto, se alejaron de ahí. Pero, las cámaras de seguridad habían grabado sus rostros y la placa del carro.
“Fue suficiente con eso –dice Manuel, resignado–; encontraron el carro, por el carro llegaron hasta mí y, como ven, aquí me tienen… pagando el crimen que cometí…”
Nota final
A Manuel lo condenaron a treinta años de cárcel. Saldrá en libertad a los cuarenta y ocho años. Aunque la Policía tiene grabados los rostros de sus compañeros, él jamás los delató, y siguen en libertad.
“Si es que todavía no los han matado –dice Manuel–, porque en este tipo de vida, lo más seguro que uno tiene es la cárcel o la muerte…”
Hace una pausa y suspira.
“Lo que más me impresiona de todo esto es la forma tan sencilla en que caí…”
Se calla de repente y un brillo de cólera inunda sus ojos.
“Y lo que más me enfurece –agrega–, es que mi mamá se tomó la molestia de velar y enterrar a ese hombre que por muchos años fue nuestro verdugo…”
Nadie responde.
Se siente en el aire la ira que atormenta el corazón de Manuel.
“¿Cómo es posible que haya seguido queriéndolo? –se pregunta.
Uno de sus compañeros de celda dice que Manuel tiene pesadillas, que a veces suplica, como si fuera un niño, y que se despierta llorando…