TEGUCIGALPA, HONDURAS.- CARRO. Eran las nueve de la noche de un viernes de 2017 cuando en el bulevar Morazán de Tegucigalpa, la Policía detuvo un vehículo para una revisión de rutina. En el carro iban tres personas, y el conductor parecía ser menor de edad. Cuando el agente le pidió los documentos del carro y su licencia de conducir, no supo qué decir, y empezó a temblar de pies a cabeza.
“Estaciónese a la derecha, por favor” –le dijo el agente, sin embargo, la persona que iba atrás le dijo que acelerara y se fueran de allí.
Aceleró el chofer, pero no avanzó más de tres metros. Chocó con una patrulla de la Policía. Varios agentes los encañonaron con fusiles y pistolas, y los ocupantes del carro se rindieron. Dos de ellos andaban armados. Uno tenía tatuajes en la cara. Cuando llevaron el carro al estacionamiento de la Policía, los agentes se dieron cuenta que aquel carro tenía reporte de robo.
“Yo no me lo robé –dijo el muchacho que conducía–; yo iba con un amigo en una moto por la colonia Sagastume, y cerca de la hacienda de los Soto estaba este carro abandonado, con los vidrios abajo y las llaves puestas. Primero pasamos a un lado, pero al no ver a nadie adentro, nos acercamos para ver, y decidimos llevarlo… Es la verdad”.
Si el muchacho decía o no la verdad, era algo que los detectives investigarían después. Acababan de encontrar algo que andaban buscando desde hacía dos meses.
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“Este carro tiene reporte de haber desaparecido hace dos meses –dijo el agente a cargo del caso–, y lo que dice el muchacho coincide con el tiempo en que desapareció”.
“Estos son delincuentes” –le dijo uno de sus compañeros.
“Lo sé bien”.
“Es posible que ellos hayan raptado a la mujer, o sea, a la dueña del carro, y que la hayan matado…”.
“Es algo que vamos a investigar”.
Pero, nada de aquello había sucedido. Los policías encontraron una casa que tenía cámaras de vigilancia, y el dueño guardaba las grabaciones por mucho tiempo. Allí se vio que en la noche de un sábado, hacía dos meses, el carro se estacionó a unos seis metros. Detrás de él iba otra camioneta, sin placas, y aunque se veía que se abría la puerta del conductor, no se alcanzaba a saber quién había bajado del carro. Luego de unos segundos, la segunda camioneta desaparecía sobre la vieja carretera hacia Olancho. Unas cuatro horas después, dos hombres en una motocicleta, se detuvieron cerca de la camioneta. Pasaron primero a su lado, luego, regresaron. Uno de ellos se bajó de la moto, se acercó para ver el interior del carro, y le dijo algo a su compañero. Este se bajó, hablaron entre ellos, se subió al carro y se lo llevó. El otro, un muchacho, aunque no se distinguía bien a causa de la oscuridad, se fue en la moto detrás del carro.
“El video nos dice la verdad sobre los detenidos” –dijo el detective.
“Parece que nada tienen que ver con la desaparición de la dueña”.
“Por desgracia, no se ve bien quien es la persona que se baja de la primera camioneta”.
“Es posible que sea la dueña”.
“No podemos estar seguros”.
“Ahora tenemos el carro. Sabemos que fue la misma camioneta que entró al motel Monteverde la noche de ese sábado…”.
“Así es… El encargado de cobrar dice que quien le pagó fue un hombre… No podía confundirse con la mano y el brazo lleno de vellos”.
“Y este hombre, el que manejaba la camioneta al entrar al motel, es el mismo que fue encontrado muerto dos horas después, en la cama de la habitación 23”.
“Así es”.
LA ESPOSA
Los hijos del hombre muerto, al que llamaremos Isaías, dijeron que sus padres salieron a eso de las siete de la noche de la casa, que iban a cenar y a compartir tiempo juntos. La madre de la muchacha dijo que estaban en proceso de reconciliación porque peleaban mucho desde que ella se dio cuenta que su esposo le había sido infiel con una de sus empleadas. Dijo, también, que peleaban mucho, pero que últimamente habían mejorado las cosas entre ellos, que él había puesto la casa y algunas cosas a nombre de su mujer, y que esto mostraba que pronto se arreglarían y no llegarían al divorcio. Pero, esa noche, ninguno de los dos regresó a la casa. A él lo encontraron muerto en la cama del cuarto 23 del motel. A ella no se le encontró por ningún lado. Y su carro, el que su esposo había puesto a su nombre unos meses antes, también había desaparecido, hasta que por casualidad lo encontró la Policía en un operativo en el bulevar Morazán.
“La camioneta salió del motel –dijo el agente–; estuvo en el estacionamiento desde las siete hasta poco antes de las nueve. Tenía los vidrios polarizados y nadie, ni las cámaras de seguridad del motel, pudieron ver quien manejaba. La empleada de turno, la que hacía el aseo en los cuartos fue la que encontró al hombre muerto. Estaba boca arriba, desnudo, con una herida de cuchillo en la garganta. Fue un solo golpe que, según supo el forense, le partió la médula espinal en dos. Se desangró hasta morir. Los técnicos de inspecciones oculares y los técnicos de dactiloscopia encontraron huellas digitales de la pareja en una botella de vino vacía y en dos latas de cerveza. En el pomo de la puerta se encontraron huellas de la esposa, sobre lo que parecen ser huellas del marido. Ella cerró la puerta al salir, por lo que suponemos que ella es la asesina de su marido”.
“No encontramos el cuchillo” –dijo otro de los agentes de delitos contra la vida.
“Y no hay señales de sangre en el carro, pero encontramos algo significativo: un recibo de retiro de un autobanco. La mujer retiró treinta mil lempiras esa mañana de sábado… Cuando revisamos las cuentas a su nombre, todas estaban vacías. En los tres días anteriores la mujer retiró más de dos millones de lempiras de tres cuentas en tres bancos distintos…”.
“Esto quiere decir que la mujer planificó algo; tal vez la muerte del esposo, no solo para vengarse de las humillaciones…”.
“Eso mismo pienso yo”.
“Pero, ¿dónde está la mujer? Porque sabemos que no regresó a su casa desde ese sábado que salió de ella con su marido… Y su carro fue encontrado más allá de la colonia Sagastume…”.
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“Allí, alguien, o sea, la persona que manejaba la camioneta, se subió a otro carro, lo que nos dice que tenía a alguien siguiéndola… en el caso de que sea la mujer la que manejaba”.
“Yo no tengo dudas”.
“Pero, ¿dónde está?”.
“Es algo que tenemos que averiguar”.
“¿Es posible que esté muerta?”.
“No lo sabemos. Lo que sí sabemos, es que tenía mucho dinero en efectivo, que llevó a su esposo hasta el motel, para tener una noche romántica, con la que se estaban reconciliando, y después desapareció…”.
“¿Después de asesinar al esposo?”.
“Nadie más entró con él al cuarto 23”.
“En el supuesto que era ella…”.
“Estamos seguros de que era ella porque tenemos sus huellas digitales en el pomo de la puerta, por dentro y por fuera, y en la botella de vino y en una de las latas de cerveza… Sobre eso no tenemos dudas… Ella estuvo con su esposo en el motel esa noche”.
“Y fue ella quien lo mató”.
“Podría jurar que así es”.
“Tal vez tenía suficientes motivos para matarlo”.
“Tal vez. Hay mujeres que no perdonan nunca ciertas cosas…”.
“Sobre todo, cuando ya tienen otra relación y hay mucho dinero de por medio”.
“Así es”.
SEIS MESES
Pasaron seis meses desde aquel sábado sangriento en el motel Monteverde. Una mañana, los agentes de delitos contra la vida recibieron una llamada. En cierto lugar de la carretera a Olancho, cerca de Talanga, había una fosa clandestina. Un perro la encontró mientras acompañaba a su dueño que buscaba leña en el cerro. Cuando los policías llegaron, se encontraron con un amasijo de huesos quemados. No había restos de ropa, sin embargo, encontraron un anillo de oro y un reloj de acero.
“Tal vez se le puedan hacer pruebas de ADN” –dijo uno de los detectives.
“Tal vez, aunque veo que los restos están carbonizados y que no queda nada de médula…”.
“Por lo que veo –dijo el forense–, estos huesos son de mujer… Si vemos esta parte de lo que queda del cráneo, fue asesinada de un disparo en la parte de atrás de la cabeza. No sabemos si la bala salió pero sería bueno que los muchachos de inspecciones oculares buscaran un poco más en la fosa, por si encuentran la bala que la mató… Es posible”.
“¿Está seguro de que son huesos de mujer?”.
“Sí… Pero, lo vamos a confirmar en la morgue”.
“¿Podría saber desde hace cuánto tiempo están estos huesos aquí, doctor?”.
“Lo que usted quiere saber es cuánto tiene esta mujer de muerta, ¿no es cierto?”.
“Así es, doctor”.
“No sabría decirlo… a menos que sea adivino, pero por los dientes me atrevo a decir que tenía entre treinta y cinco y cuarenta años de edad, y que murió hace unos cinco o seis meses”.
“Excelente, doctor. Gracias…”.
“¿Le sirve eso de algo?” –preguntó el médico.
“Pues, creo que sí –respondió el detective–; desde hace más o menos ese tiempo andamos buscando a una mujer, una que creemos que mató al marido en un cuarto de motel y que desapareció después de dejar botada su camioneta allá por la colonia Sagastume… por la casa de los Soto…”.
“Bueno, pues, si le sirve de algo, vamos a ver si se le puede hacer prueba de ADN… aunque no estoy muy seguro…”.
“Pero, tenemos el reloj y el anillo… Aunque están dañados por el fuego, tal vez alguien pueda reconocerlos…”.
“Y si encuentran la bala que la mató, tal vez encuentren el arma asesina…”.
“Gracias, doctor…”
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA