TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra caso un real. Se han cambiado los nombres.
ANA MARÍA. Dice don Jorge Quan que se llamaba Ana María del Socorro de Jesús, y que de cariño le decían Cuquita. Era una mujer buena, aparte de que era bonita, hermosa, a pesar de que no era muy alta, de piel blanca, como las doncellas de Ocotepeque, y ojos claros, bellos y vivaces, como las huríes del Paraíso del Profeta. Y estaba enamorada de su marido, a pesar de que este había muerto hacía cinco años. Cuquita lo lloraba día y noche porque fue un hombre bueno, que la quiso mucho y que no quiso abandonarla jamás, aunque ella se lo pidió muchas veces, ya que no podía tener hijos. Era estéril como una piedra. Pero, él la amaba, y contra el amor nada se puede oponer.
“Tal vez Dios nos hace el milagro” —le decía él; y, tratando de ayudarle a Dios, él ponía mucho de su parte. Pero, era en vano, aunque Cuquita era más que feliz con la dedicación que le mostraba su esposo.
“Si tenemos un hijo le vamos a poner Isaac —le decía ella, mientras se dedicaba en cuerpo y alma a concebir—. Vamos a hacer como Sara”.
Y recordaba la historia de la feliz esposa de Abraham, que se rio cuando escuchó que Dios le daría un hijo. “¡A mi edad tendré deleite! -exclamó Sara, más que alegre, escondida detrás de una cortina, mientras la empezaba a sofocar un extraño calor, diferente al del desierto-. Mi señor ya es viejo...
” Y miró a su alrededor, como si buscara algo, o a alguien... Y Cuquita deseaba que aquel milagro se produjera en su vientre. Pero, nada.
“No te voy a dar un hijo nunca —le dijo a su esposo, llorando—; por más que queramos, no voy a quedar embarazada jamás...”
“¡Pero nos divertimos! —le dijo su esposo—. ¿O no?”
Cuquita se puso roja como el tomate, porque aún tenía su pudor, y bajó la mirada, en la que brillaba algo así como un sol de lascivia. Y se dijo, suspirando:
“Esposo, del lobo, aunque sea un pelo”.
JUBILACIÓN
Una mañana, su esposo le dijo que ese era el último día de trabajo que tendría en la vida. Había trabajado treinta años en una compañía internacional, y se jubilaba con buen dinero, aparte de que le daban prestaciones de siete cifras. Y con esto, y con todo lo que había ahorrado en su vida, compró un solar en la colonia San Miguel, hizo una casa cómoda para vivir con su esposa, y en la parte de atrás del solar construyó seis apartamentos grandes e independientes. Y puso un dinero en una cooperativa para ganar más dinero. Sin embargo, una sola mosca pudre el perfume del perfumista, y llegó el día en que la felicidad de Cuquita se acabó. Su esposo, su amado esposo y compañero, murió.
Regresaba a su casa, de hacer unas diligencias en el centro, y cuando se bajaba del bus, cerca de las canchas de la San Miguel, el chofer arrancó, el señor cayó al suelo, rebotó su cabeza en el concretó, y de inmediato perdió el conocimiento, al tiempo que empezaba a salirle sangre por todas partes. Murió allí mismo. Cuquita lloró hasta que se le secó el corazón. De pronto se quedó sola, horriblemente sola, aunque con dinero, con mucho dinero.
“Tenés los apartamentos —le dijo Lázara, su hermana menor, que así se llamaba, aunque parezca extraño—, y tenés dinero en la cooperativa; no tenés nada de qué preocuparte. La vida sigue”.
Y la vida de Cuquita siguió adelante, aunque con el recuerdo del marido muerto, que la dejó, también, sola en aquellas eternas noches en las que ya no se esforzaría más por concebir...
“Todo se acabó para mí —le decía a su hermana—; ya nada me alegra. Estoy sola, y en las noches la cama está más fría... Él me hace mucha falta”.
Cincuenta años tenía Cuquita, y, aunque se conservaba bonita, aquel fuego que la consumió por dentro en otro tiempo, se apagó en su interior, aunque a veces tenía sueños...
“Ay no —le contaba a su hermana— , me parece que le soy infiel a mi esposo... Sueño mucho con eso, y me despierto sudando, con la garganta seca y temblando de pies a cabeza... Y veo en las sombras a mi marido, con ojos enojados... Ay no, yo no quiero seguir soñando con eso... ¡Yo soy mujer de un solo hombre!”.
“Ay, Cuquita —le dijo Magaly, su inquilina y buena amiga, que la había apoyado en todo el proceso de luto, brindándole no solo su amistad, sino su compañía en esos momentos tan duros—, usted está viva, y está bien bonita, y hace mal en oponerse a la voluntad de Dios... Él quiere que seamos felices, y si tenemos... eso... pues, hay que ser felices, porque lo que se han de comer los gusanos, que antes lo gocen los humanos”.
Y con este consejo, las dos se reían, mientras desayunaban en el amplio comedor de la casa de Cuquita.
“Usted es una buena amiga, Magaly; muy buena amiga, y yo la quiero mucho, pero me da esos consejos que me trastornan”.
Magaly sonrió.
“Mire, Cuquita —le dijo—, lo que vamos a hacer es esto: Vamos a salir a tomarnos unos refrescos allá en la venta de curiles de una amiga mía; allí hay un bonito ambiente, se baila, aunque usted nunca ha bailado, pero se la pasa bien allí... Le voy a decir a mi esposo que nos lleve el viernes...
LEA: Selección de Grandes Crímenes: Misterio en la habitación 21
¿Qué dice?”.
Cuquita no respondió al principio. Era lunes en la mañana, y faltaba mucho tiempo para el viernes.
“Bueno —le dijo Magaly—, tómese su tiempo, y piense que usted tiene una vida que vivir... No todo se trata de quedarse sola aquí, encerrada para morirse en vida... A su esposo no le hubiera gustado que la mujer que amó tanto se pudra solita en esta casa... Él hubiera querido que usted sea feliz”.
Y Cuquita, que sabía que su esposo la amó por sobre todas las cosas, lo pensó y lo pensó, y no se decidió. Llevaba el luto en el corazón, y hay cosas que no se salen del corazón tan fácilmente, sobre todo, cuando se tiene el amor que le tenía Cuquita a su marido.
“Cuquita mía —le decía él—; le doy gracias a Dios por haberte conocido. Te amo tanto”.
“¿Así como soy —le preguntaba ella—, que no puedo darte un hijo?”. “Yo te amo, Cuquita, y no importa... Si Dios no nos da un hijo, Él sabe por qué...”
Y tanto la amaba el marido que puso a su nombre todo. Casa, apartamentos, taxis, camiones y cuentas de banco y de cooperativas. Y Cuquita era feliz. Casi todo lo feliz que puede ser una mujer cuyo vientre está más cerrado que el puño de un boxeador.
“Creo que si él me hubiera dejado —le dijo, un día, a Lázara—, yo me hubiera matado... La vida sin hijos no tiene sentido; y mi vida sin él de nada hubiera servido...”
“Dios sabe por qué hace las cosas” —le dijo Lázara.
“Ni todo el dinero del mundo cubre la falta que hace un hijo —agregó Cuquita—; ser madre es lo mejor que le puede pasar a una mujer...”
Lázara la miró
“Lástima —le dijo—; pero, hay que aceptar la voluntad del Señor... El pastor dice que por algo hace Dios las cosas como las hace...”
Y Cuquita, que no estaba satisfecha del todo con “la voluntad de Dios”, suspiró, y dejó que las lágrimas resbalaran por sus mejillas. Y luego, dijo, con profundo sentimiento:
“Y pensar que hay mujeres malditas que abortan, que se sacan los hijos, y que los dejan tirados apenas nacen, para que se los coman los perros y las hormigas. Esas mujeres sin corazón que abortan sus hijos son malditas de Dios... ¡Tienen que ser malditas de Dios!”.
Y las lágrimas bañaron su rostro. Luego, miró a Lázara.
“¿De qué me sirve todo esto? —le preguntó—. Esta es la mejor prueba de que el dinero no lo es todo en la vida... Mirame a mí... ¿Cuánto tengo? ¡Mucho! Y ¿de qué me sirve? De muy poco... De muy poco... Ni un hijo me dio Dios para dejarle todo lo que mi esposo me dejó... Ni uno solo, como se lo dio a Sara...”
Y la tristeza de Cuquita era cada vez más grande. Hasta que un día, Cuquita desapareció. Lázara la buscó día y noche, y al no saber nada de ella, fue a poner la denuncia de su desaparición a la Policía.
“Y si no la ha visto desde hace un mes, ¿por qué viene hasta hoy a poner la denuncia de que su hermana está desaparecida?”
La cara de aquel sargento del DIN era de piedra, y había en sus ojos una acusación directa, que hizo temblar a Lázara.
“¿No será que usted la hizo desaparecer para quedarse con todo lo que tenía su hermana? —agregó el sargento—. Mire, que aquí tenemos unos métodos que nos ayudan a aflojarle la lengua a los mentirosos”.
“¡Uy no, usted! —gritó Lázara—. Yo quiero mucho a mi hermana... Jamás le haría algo malo...”
“Eso lo vamos a ver —le dijo el sargento—. Aquí todos son inocentes hasta que empezamos a arrancarles las uñas con una tenaza”.
VEA: Grandes Crímenes: Misterio en la habitación 21 (segunda parte)
CASO
Este caso ha salido de los archivos de mi buen amigo don Jorge Quan, y lo presento a los lectores como un homenaje sincero en su cumpleaños a este buen amigo que ha sido un gran apoyo desde que inició esta sección de diario EL HERALDO. Son tantos los casos que guarda don Jorge que bien haríamos una enciclopedia del crimen con poco menos de la mitad.
Guarda don Jorge una buena parte de esa parte oscura de la historia de Honduras, la historia criminal, que no por ser grotesca, deja de ser parte de la historia de este pueblo engañado, digno de mejores líderes, y digno, realmente, de una verdadera vida mejor.
Pronto escribiremos un libro con algunos de los casos más impactantes que guarda don Jorge Quan en su archivo. Un libro para la Historia, lleno de casos como este, que diario EL HERALDO aporta a la historia de Honduras.
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA...
ADEMÁS: Selección de Grandes Crímenes: La muerte de doña Juana