TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.
Verdades. No ha existido mejor escuela de investigación criminal que aquella de los primeros días de la DIC, cuando hombres como Gonzalo Sánchez se pusieron al frente de un gran equipo de hombres y mujeres que llevaban en las venas la pasión contra el delito.
Pachico, el H-3, Galdámez, La española, Wilfredo Rubio, César Ruiz, Enrique Ávila... en fin, una legión de policías que siguen siendo la mejor referencia de la investigación criminal en Honduras, y que han sido olvidados injustamente, a pesar de que su huella positiva no se borrará jamás. Y todos estaban dirigidos por un hombre sencillo, de aspecto común, voz achaparrada y que se conducía siempre con suprema humildad. Este hombre es Gonzalo Sánchez Picado, cuyo cerebro es una máquina de pensar, un criminalista nato que veía en cada caso un reto a superar, y en cada criminal a un depredador que debía ser separado de la sociedad. Y para eso estaban ellos; no solo para ayudar a la justicia, sino para reivindicar a las víctimas.
Hoy, estos grandes detectives viven en el anonimato, con una o dos excepciones. Por supuesto, en la DPI hay excelentes detectives, pero la realidad, que nunca se equivoca, es que aquella escuela fue y seguirá siendo la mejor de todas, a pesar de los grandes avances de los últimos tiempos en investigación criminal. Sin embargo, lo bueno ha de ser bueno siempre, como el diamante, cuyo valor aumenta con el tiempo, y este caso es una muestra de ello. Gonzalo Sánchez brilla de nuevo en una investigación que era como un rompecabezas muy difícil de armar, aun para los más diligentes policías de la DPI.
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Motel
A Luis lo encontraron muerto en la habitación de un motel. Estaba tendido boca abajo, sobre la cama. Cuando la empleada del aseo lo vio, se acercó, extrañada, por aquel bulto que estaba cubierto con la sábana roja, y que no se movía. Con temor, quitó la cobija, y lo vio. Tenía el calzoncillo a media pierna, los calcetines puestos y un lazo alrededor del cuello. Y este lazo tenía un pedazo de madera enrollado sobre la nuca. Se trataba de quince pulgadas del palo de una escoba. La mujer avisó al administrador del motel, y este llamó a la Policía. No tardaron en llegar los detectives de delitos contra la vida.
Luis tenía treinta años, era alto, de piel clara, delgado, de complexión atlética y bien parecido. Se graduó de la universidad a los veintitrés, fue a Argentina a especializarse, y regresó para trabajar con su padre en los negocios de la familia. Tenía novia, con la que iba a casarse en seis meses, y jamás tomó alcohol, fumó cigarrillos o usó drogas. Es lo que dijeron sus padres, sus mejores amigos y Jorge, su único hermano, en realidad, su medio hermano, ya que este era hijo de su padre, en su primer matrimonio. La madre de Jorge murió joven, de cáncer de útero. Tenía seis años cuando su padre se casó de nuevo, y ocho cuando Luis vino al mundo. Y fueron como los mejores amigos.
Aunque Luis no era un dechado de virtudes, nadie que lo conociera podría creer que hubiera sido capaz de traicionar a su novia, o de violar los principios de lealtad que él mismo predicaba. Y mucho menos podrían creer que tenía afición por los hombres.
“Eso es imposible -dijo su padre, cuando el agente a cargo del caso se lo preguntó-; mi hijo era un hombre completo, muy centrado y que estaba enamorado de Cindy, la muchacha con la que iba a casarse. Era un hombre de principios, y no es posible que se esté diciendo que llegó al motel con un hombre... y tampoco con una mujer, porque él era fiel... Se lo puedo asegurar”.
La madre de Luis no dijo nada. La sedaron para que soportara el dolor que le causaba la muerte de su único hijo. Su hermano Jorge, con angustia en el rostro, confirmó las palabras de su padre. Era imposible que su hermano hubiera ido a un motel con un hombre.
“Luis era alto y fuerte -insistió el detective-, y se hubiera defendido bien de cualquier ataque... Lo mataron con un torniquete improvisado, y está claro que fue después de tener relaciones sexuales con alguien, porque encontramos en la escena un preservativo con fluido seminal... Además, encontramos el paquete en que venía envuelto el condón...”El detective hizo una pausa.
“Señor -dijo, después de pensar un momento-, a su hijo lo mató un hombre. Tuvo que ser un hombre fuerte, que lo sometió y lo estranguló...”“Es imposible -insistió el padre-; no creeré eso jamás”.
Cindy, con lágrimas en los ojos, les dijo a los detectives que estaba segura de que Luis jamás le hubiera sido infiel.
“Pero lo encontramos muerto en un cuarto de hotel -le dijo el policía-, y eso nos dice que está usted equivocada... Además, hay un condón...”“No es posible”.
“Fue en su propio vehículo que entró al motel, lo hemos comprobado con las cámaras de seguridad; estuvo allí menos de una hora, cincuenta y tres minutos para ser exactos, y salió sin ninguna prisa”.
“No diga más, señor -lo interrumpió el padre-; lo que deseamos es que se haga justicia, que encuentren a la persona que mató a mi hijo, y no sigan denigrando más su memoria”.
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Mientras los detectives hacían su trabajo, entrevistando a los empleados del motel, a los padres, a la novia y los amigos de Luis, el detective a cargo del caso recibió una llamada.
“¿Qué tenemos?” -preguntó.
“Tenemos el Hyundai gris de la víctima” -le respondieron.“¿Qué tipo de Hyundai es ese?”
“Un Elantra nuevo, o casi nuevo, placas número...”“¿Dónde lo encontraron?”
“En la carretera vieja a Olancho, en un lugar solitario. Está con llave...”“Que nadie toque nada... Ya va a llegar el equipo de inspecciones oculares”.
“Entendido, señor”.
“Decime una cosa...”
“Diga”.
“¿Se puede ver algo adentro del carro?”
“No, señor; los vidrios están polarizados... No se ve nada”.
“Está bien”.
El agente se volvió al padre de Luis.
“Señor -le dijo-, encontramos el carro de su hijo, abandonado en la carretera vieja de Olancho... Permítame una pregunta... Por casualidad, ¿tenía su hijo un duplicado de la llave del carro?”
Cindy fue la que respondió.
“Yo tengo una, señor; me la dio Luis por si en algún momento necesitaba de su carro... Y siempre la llevo en la cartera...”
“Entonces no será necesario forzar las puertas”.
En ese momento, el encargado del equipo de inspecciones oculares llamó al detective.
“Creo que aquí hay mucho que ver” -le dijo.
“Ajá, explicame”.
“La escena del crimen está limpia, podríamos decir. No hay huellas digitales, solo tenemos el condón con semen, y no hay nada más...”
“¿Cómo así?”
“Véalo usted, señor... No hay ropa, zapatos, celular... nada... Solo tenemos el calzoncillo y los calcetines de la víctima. No hay latas ni botellas, no hay colillas de cigarro, y los muchachos no encuentran huellas digitales en los llavines de las puertas, ni en el baño, ni en el espejo... De las dos toallas, solo una fue usada, y está húmeda... Nada más”.
“Entonces, bien podemos deducir que el asesino atacó a la víctima a traición, tal vez después de tener relaciones, y que lo hizo para robarle...”
“Tal vez... Pero, si se llevó el celular de la víctima, la billetera, la ropa y los zapatos, ¿por qué no se llevó el anillo y el reloj Rolex que la víctima tiene en la muñeca izquierda?”.
“Ese es un buen punto... Es posible que el asesino se pusiera nervioso y que, en su afán por salir rápido de la escena, se le olvidaran esos dos detalles, que, al fin de cuentas, serían más valiosos que cualquier dinero que la víctima hubiera tenido en su billetera”.
“Es posible”.
“Creo que tenemos algo más” -dijo, de pronto, uno de los técnicos de inspecciones oculares.
“¿Qué es?”
“Aserrín”.
“¿Aserrín?”
“Sí, señor; aserrín... Tenemos unas migajas aquí...”
El técnico estaba de rodillas a un lado de la mesita derecha, y con una pinza recogía unas pequeñas volutas de lo que parecía ser aserrín. Eran tres, pequeñas, de color beige. Entonces, se puso de pie, fue hacia el cadáver, y comparó una de las pequeñas volutas de madera con la parte aserrada del palo del torniquete.
“Vamos bien -dijo el detective-; creo que tenemos algo”.
Eso fue todo.
“Bueno -dijo, poco después, cuando los técnicos le dijeron que no había nada más que hacer en la habitación-, creo que ya no hay mucho que ver aquí... Vamos a ir al lugar donde está el vehículo. Tal vez allí encontremos huellas, o algo que nos ayude a desenredar el caso”.
“El fiscal dice que ya podemos levantar el cuerpo”.
“Entonces, hay que dejar que trabaje la gente de medicina forense”.
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Preguntas
¿Qué había pasado realmente, en aquella habitación? ¿Llevaba Luis una doble vida? ¿Quién era su asesino? ¿Por qué le había quitado la vida? ¿Lo hizo para robarle? Y ¿por qué matarlo de aquella forma? Lo había estrangulado con un torniquete, sin darle tiempo a Luis de defenderse. ¿Pero cuál era el móvil de aquel crimen? ¿Era el robo, como pensaban al principio los policías? Y, si Luis era un hombre correcto, incapaz de serle infiel a su novia, hombre de valores y principios bien arraigados, como todo el mundo decía, y que nada tenía de homosexual, ¿por qué lo encontraron en aquella forma en la cama de un motel, a donde llegó en su propio vehículo?
Gonzalo
En su casa, alejado de la ciudad llena de ruidos, esta fauna humana enloquecida que es Tegucigalpa, tal y como la describió Juana Pavón, la inolvidable Juana la Loca, vive Gonzalo Sánchez, como debe ser, bajo la dulce tiranía de su esposa, una mujer incomparable a la que lleva en un altar dentro de su corazón. Vive como siempre, sencillamente, ganándose la vida con su honrado trabajo de abogado e impartiendo sus conocimientos sobre investigación criminal desde su cátedra de Criminalística en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH). Y allí, en la quietud de su hogar, estaba Gonzalo cuando recibió una llamada. Era uno de sus mejores amigos.
“Gonzalo -le dijo aquel hombre, con acento angustiado-, necesito tu ayuda...”“Estoy a tus órdenes -le respondió Gonzalo, de inmediato, casi saltando en su silla-. ¿Qué es lo que pasa que te noto desesperado?”
“Mataron a mi hijo -murmuró el hombre, cuyas lágrimas se agolpaban en su garganta-; me mataron a Luis...”“¡Dios santísimo! -exclamó Gonzalo, poniéndose de pie-. ¿Cuándo fue eso?”
“Lo encontraron muerto en un motel...”
“No me digás más, mi querido amigo. Voy para allá ahorita mismo... En lo que pueda servirte, podés contar conmigo”.
Y Gonzalo Sánchez, el amigo leal, el caballero gentil, el criminalista por antonomasia, le dio un beso a su esposa, dejó su casa y llegó al lugar donde su amigo lo esperaba. Porque así debe ser. El que es amigo ha de mostrarse amigo; y amigos hay más unidos que un hermano.
Continuará la próxima semana...
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