Este relato narra casos reales.
Se han cambiado los nombres.
Quiero agradecer a los lectores y lectoras que me han escrito a causa de los casos que publica diario EL HERALDO cada domingo, y en honor a sus cartas, deseo complacer a quienes me han pedido que recuerde algunos de los relatos marcados por la infidelidad, la traición y los celos.
Ojos
Era una tarde agradable de viernes, el cielo estaba nublado y un viento fresco corría en todas direcciones. En la salida al sur todo era normal, los carros iban y venían y la gente se afanaba en sus propios asuntos, pero un hombre, sentado detrás del timón de su carro, manejaba con la ira deformando su rostro, echando chispas por los ojos y con la garganta y los labios resecos. A su lado, en el asiento del copiloto, iba una pistola de .9 milímetros, vestía uniforme del ejército y su gorra, con la insignia de su grado al frente, parecía a punto de caerse de su cabeza.
Entró a la calle de tierra que llevaba al motel “El Reno”, aceleró, haciendo rugir el motor, y avanzó dejando atrás una nube de polvo y piedras.
En ese momento, por el enorme portón del motel, salía un carro azul con los vidrios polarizados, doblaba a la izquierda y se alejaba por la calle principal. Cuando el militar llegó al portón, se detuvo para enseñarle la fotografía de un carro.
“Acaba de salir” –le dijo el guardia.
“¿Hace cuánto?”
“Un minuto. Ahorita ha de ir saliendo a la pavimentada”.
El carro retrocedió, hizo un giro rápido y saltó hacia adelante. A lo lejos, el carro azul giraba a la izquierda y empezaba a avanzar sobre el pavimento. El militar aceleró pero tuvo que detenerse a esperar una oportunidad para cruzar. Cuando entró a la carretera, el carro azul iba a casi doscientos metros de él. Por más que se esforzó, no pudo alcanzarlo. Los carros que iban adelante se lo impedían.
Así, llegó hasta el aeropuerto Toncontín, pero, aunque había reducido la distancia, había unos veinte carros entre el suyo y el azul. Cuando la fila se puso en movimiento, él quiso abrirse paso, pero estuvo a punto de chocar.
Al llegar a la desviación que lleva a la colonia El Pedregal, abrió la puerta y se bajó del carro. La fila era muy larga y había entendido que no lo alcanzaría jamás. Empezó a correr. Llevaba la pistola en una mano.
En pocos segundos se detuvo frente a la ventana del carro azul, la golpeó con la cacha de la pistola y el vidrio saltó en pequeños pedazos. Adentro, un hombre joven palideció casi hasta desmayarse. La mujer que iba a su lado dio un grito. El militar puso el cañón de la pistola a un lado de la sien izquierda del hombre, cerca del ojo, y le dijo:
“Para que no volvás a ver mujeres ajenas”.
Dijo esto y disparó. Los ojos del hombre desaparecieron en menos de un segundo. Luego, en medio de los gritos de dolor que llenaban el carro, el militar dijo, dirigiéndose a la mujer:
“No te mato porque sos la madre de mis hijos, pero si te encuentro en la casa cuando llegue, te juro que te dejo en silla de ruedas”.
TAXI. Era una madrugada fresca de sábado, había llovido y la ciudad estaba solitaria. A la altura de la colonia El Carrizal, un hombre manejaba su taxi escuchando “Radio Satélite”. Había dejado a un pasajero en la estación de bomberos y se disponía a regresa a Tegucigalpa, cuando el locutor de la radio dijo: “Algún amigo taxista que esté cerca de la salida al norte. Una pareja de enamorados necesita un taxi en el motel XXX. Algún taxista…”.
El hombre dio media vuelta y enfiló a la salida del norte. La carretera estaba mojada y no pudo avanzar con toda la prisa que quería, sin embargo, no tardó mucho en llegar al motel, entró al parqueo y puso la luz alta.
Entonces vio a la pareja que esperaba, apoyada en una pared, abrazados y dándose pequeños besos.
El taxista se acercó, satisfecho de haber conseguido un poco más de dinero con aquella carrera, pero al ver mejor a la pareja, descubrió que la mujer era su esposa, su compañera de vida por más de diez años y con la que tenía dos hijos. Entonces, ebrio de ira, aceleró con fuerza, lanzó el taxi hacia adelante, a toda velocidad, y lo estrelló contra ellos, deshaciéndoles medio cuerpo contra la pared. Retrocedió, dio media vuelta y se perdió entre la oscuridad de la carretera. Hasta el día de hoy, no se sabe nada de él.
Medicina
Luis amaba a su esposa, y tanto la amaba, que cuando ella enfermó de los riñones, sufrió porque tenía que someterse a diálisis dos veces a la semana. Pero en Estados Unidos podía hacerle un trasplante de riñón, y quiso Dios que uno de los suyos fuera compatible con su mujer. Esta, agradecida, viajó a Houston, donde vivía su marido desde hacía ocho años, y donde trabajaba duro para darle una mejor vida en Honduras.
Después de la operación, ella tenía que tomar de por vida una medicina que impedía que su cuerpo rechazara el riñón donado, pero eso no era problema.
Pasados cinco años, Luis supo que ya había trabajado suficiente en Estados Unidos y que debía regresar a Honduras. Tenía inversiones en San Pedro Sula: una ferretería, cuartos y apartamentos de alquiler, taxis, una finca de café en Santa Bárbara, y unas cuantas vacas lecheras. Además, una hermosa casa de dos pisos donde pasaría el resto de su vida, al lado de su mujer y sus hijos. Pero un día, después de salir de la iglesia, dos hombres en moto lo atacaron a tiros, dejándolo por muerto en su carro.
Tres meses tardó en recuperarse. Cuando la Policía le preguntó si había visto a su atacante, dijo que no, pero la verdad era que había reconocido a su cuñado, detrás de la moto, con una pistola en una mano. Él le disparó siete tiros. Entonces, supo que su esposa estaba enamorada de otro, que lo había engañado por años y que su venida de Estados Unidos era un grave problema para ella. Por eso, decidieron matarlo. Pero Dios había dicho otra cosa.
Seis meses después, Luis estaba recuperado del todo, seguía siendo buen esposo, buen cuñado y mejor padre. Cada noche, con todo el amor del mundo, le daba personalmente a su esposa la medicina para que su cuerpo no rechazara el riñón donado. Y ella se la tomaba con una sonrisa.
Pero una madrugada, despertó dando fuertes gritos y vomitando sangre. Su esposo la llevó al Hospital Catarino Rivas. A las ocho de la mañana estaba muerta. Causa: Envenenamiento con pastillas para curar frijoles. Cuando los médicos y la Policía quiso hablar con el esposo, este ya no estaba en Honduras. Esa misma mañana viajó a Estados Unidos. Nadie lo ha vuelto a ver. Dicen que él vació las cápsulas de su esposa y las rellenó con el veneno. La verdad nadie la sabe.
Desayuno
La mujer era bonita, joven, hermosa y agradable. Vestía con elegancia, se había pintado los párpados, las pestañas y los labios, y esperaba, solo esperaba. Cuando llegó su marido eran casi las once de la noche, la cena se había enfriado y ella daba muestras de haber llorado.
“¿Vas a cenar, mi amor?” –le preguntó.
“No tengo hambre –le dijo él–; estoy muy cansado”.
“¿Por qué venís tan tarde?”
“Estuve trabajando… Estos días son difíciles en la oficina”.
Ella se le acercó, quiso besarlo, llevarlo a la cama, pero él la rechazó.
“Ya vas vos con tus calenturas –le dijo él–; solo en eso querés pasar… Ni una p… de la calle es tan caliente como vos. ¡Quitate de aquí!”
Ella se tragó sus lágrimas, él se acostó. Poco después, ella se quitó la ropa que esperaba lucir para él, se limpió el maquillaje, se deshizo el peinado y se acostó. No durmió en toda la noche. A la mañana siguiente se levantó temprano para hacer el desayuno.
“¿Vas a comer?” –le preguntó a su marido, que ya estaba listo para irse al trabajo.
“Sí” –le respondió él, de mala gana.
Ella le sirvió en silencio. Poco después, él salió de la casa. Tres horas más tarde, vomitó sobre su escritorio una masa sanguinolenta y apestosa. Cuando llegó al hospital estaba muerto.
“Lo envenenaron” –dijo el médico de guardia, en la emergencia del Hospital Escuela.
“¿Qué tipo de veneno, doctor?” –preguntó un agente de la DNIC.
“No sé. Eso se lo dirán en Medicina Forense”.
Antes del mediodía, la Policía capturó a la viuda. Los detectives encontraron estricnina en la casa, un bote repleto. Ella dijo que lo ocupaba para matar ratones.
“¿En qué momento decidió darle de esto a su marido?”
“Anoche –dijo ella, después de que me trató como a la peor basura. Yo siempre supe que estaba con esa perra y que por eso me despreciaba, pero no me iba a quedar así… No me importa pagarlo en la cárcel”.
Once años después, la mujer salió en libertad. Fue una presa modelo y se benefició de la libertad condicional.
“Ahora me arrepiento de lo que hice –dice–, pero hay momentos en que el dolor, el despecho y los celos no nos dejan pensar bien las cosas. Además, es que hay hombres que creen que la mujer es basura y que la pueden tratar como se les dé la gana… ¡Están locos!”
Los años se han acumulado sobre ella, pero no han sido suficientes para borrar el dolor que le causó el desprecio de su esposo.
“Los hombres se equivocan –agrega–; se les olvida que por ellos podemos dar la vida, pero que se cuiden si nos hieren porque somos peor que la cascabel… ¡Lo digo por mí! Escriba mi historia, Carmilla, para que sirva de ejemplo y para que los hombres sepan que deben tratar a su mujer como a vaso frágil, que deben cuidarla, amarla y respetarla, y si no la quieren que se hagan a un lado, pero que no la maltraten, que no la dañen…”.
Llora, pero sonríe, y su risa es solo una mueca triste.
Nota final
Estos solo son unos pocos casos en los que las pasiones prohibidas han destruido hogares, familias y vidas. Escribiremos más en otra ocasión. Gracias a los lectores y lectoras que siguen esta sección de diario EL HERALDO