(Segunda parte)
Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
En privado de libertad que fue recluido en una celda de máxima seguridad para cuidarlo de sus enemigos, recibe una visita inesperada en su propia celda.
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Un hombre que le trae un mensaje que lo hace temblar. De nada le sirve al reo pedir clemencia, el visitante le deja el mensaje, luego de recordarle su crimen, y se va. Desde ese momento, el preso empieza a contar los días que le quedan de vida, y en vano se queja ante las autoridades. Nadie le cree, o nadie le escucha. Es posible que el reo haya soñado, o que el encierro en solitario lo esté enloqueciendo porque de aquella visita no hay ningún registro, y es bien sabido que nadie, absolutamente nadie, puede entrar así como así al módulo de Máxima Seguridad... y menos un asesino. Pero...
Selección de Grandes Crímenes: El hijo del gallero (primera parte)
Preguntas
¿Quién era Angelito, el niño muerto al que se refirió el extraño visitante?, y ¿por qué tembló Rigo al escuchar ese nombre?, ¿qué delito lo llevó a aquella celda fría, estrecha y solitaria, como una fosa?, y ¿qué tan grave fue ese delito?
Jorge Quan
“Todo empezó un par de años antes –dice don Jorge Quan–, en una aldea pintoresca y calurosa de la zona de Patuca, Olancho”.
Hace una pausa.
“Don José era un hombre bueno, trabajador y algo entrado en años. Estaba casado y tenía un hijo al que adoraba, y al que le decían Angelito. Tenía catorce años, era obediente, buen estudiante y tan trabajador como su papá. Y soñaba con ser agrónomo y veterinario”.
Don Jorge Quan suspira, como para detener por un momento el flujo de sus recuerdos. Él cubrió el caso, entrevistó a muchas personas, habló con policías de investigación, con fiscales y con periodistas de la zona, y consiguió una copia del expediente, el que empezó a hurgar porque, a veces, la memoria no es suficiente.
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“Don José se levantaba temprano –agrega–, como la mayoría de los hombres en Patuca, y se ocupaba en cuidar su finca. Las vacas, el ordeño, los caballos, la laguna con tilapia, los cultivos, sobre todo el de yuca, las gallinas y los cercados, que hay que estarlos reparando siempre. Y en los momentos libres, le ayudaba su hijo, además de los mozos que trabajaban con él. Y esa vida era todo para don José. No deseaba nada más, aunque tenía un pasatiempo, uno de esos vicios inocentes que tienen algunos hombres del campo que les consumen tiempo y dinero. A don José le gustaban las peleas de gallos, y él tenía su propia crianza, a la que cuidaba como oro en paño. Pero no lo hacía por dinero; para él, los gallos eran pura diversión. Por supuesto, aquello se acabó cuando le mataron a Angelito, de la misma forma en que se acabó su propia vida, ya que desde aquel horrible día, don José parece un muerto viviente. Todo se derrumbó a su alrededor, y ya poco tiene sentido para él. Su hijo era lo que más amaba, y la forma en que murió es la más terrible de todas”.
El niño
Esa tarde, Angelito llevó las vacas a beber al río. Le gustaba hacer eso cuando caía la tarde porque mientras las vacas bebían, él se bañaba, y buscaba en la arena “unas laminitas doradas, un poco más grandes que la escarcha, de las que estaba seguro que era oro”. Pero esa tarde no volvió a la casa. Cuando don José vio que las vacas regresaban en desorden, buscó a su hijo, pero no lo vio. Fue al río, por el mismo camino de todos los días, y no encontró a Angelito. Al volver a su casa tenía la esperanza de que el niño ya estuviera allí, sin embargo, no había llegado todavía, y ya caía la noche... Lo que no sabía don José es que su hijo no volvería jamás a la casa...
¿Qué había pasado con el niño?, ¿dónde estaba?, ¿se había extraviado en la montaña o se había ahogado en el río? Nada de esto era posible. Angelito nadaba como un pez, y conocía la montaña como la palma de su mano; además, nunca pasaba más allá de los primeros árboles porque le tenía miedo a las zumbadoras. Pero en algún lugar debía estar.
La búsqueda
Don José, sus hermanos, sus mozos y sus vecinos iniciaron la búsqueda del niño. Había oscurecido pero brillaba en el cielo la luna llena, lo que lanzaba algo de claridad sobre la tierra.
A eso de la medianoche, todos regresaron a la aldea. Angelito no estaba en ninguna parte.
“Mañana temprano salimos a buscarlo” –les dijo don José a sus amigos-.
“¿Y si se cayó y se quebró una pierna?” –preguntó la madre, desesperada-.
“Ojalá no sea algo peor” –murmuró un vecino-.
Por desgracia, lo peor había sucedido ya. Encontraron a Angelito, pero lo encontraron muerto.
Estaba en una hondonada, lejos del río, y cubierta por el ramaje de varios árboles. Lo descubrieron porque alguien escuchó un ruido extraño afuera del camino real, algo así como “un zumbido de moscas”. Extrañado, siguió el ruido y llegó a la hondonada.
“¡Aquí está Angelito, don José! –gritó el hombre, aterrorizado, caminando hacia atrás y con los ojos desorbitados–. ¡Está muerto!”
A don José se le cayó el mundo.
“¡Le cortaron la cabeza!” –gritó el mismo hombre, cayendo de espaldas al suelo.
Aquella escena era grotesca. Don José cayó de rodillas ante el cuerpo decapitado de su hijo, lo tomó en sus brazos, y lo bañó con sus lágrimas, gritando desesperadamente.
“¡Dios! –exclamó, mirando al cielo–, ¿por qué?”
Envolvieron el cuerpo en una manta y lo subieron en una mula.
“Hay que buscar la cabeza” –dijo un hermano de don José.
Alguien descubrió unas gotas de sangre y siguió la pista. A trescientos metros de allí, colgando de una rama de un árbol, estaba la cabeza de Angelito.
“¿Quiénes pudieron hacer algo así?” –se preguntó un vecino.
“Ya sabemos quién fue” –musitó don José.
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Motivos
¿Por qué decía aquello aquel padre destrozado?, ¿estaba seguro de lo que decía? Y si estaba en lo cierto, ¿qué haría?
“Pero, ¿por qué hacerle esto a un niño inocente?” –preguntó alguien en medio de los gritos desgarradores de la madre.
“Puro odio” –le respondió uno de los mozos de don José–; puro odio”.
“Pero si don José no le hace mal a nadie –replicó el otro–. ¿Quién podría odiarlo tanto como para matarle a un hijo, y más de esa forma?”.
Don Jorge Quan se limpia el sudor, pasa algunas hojas del expediente, y me pide que lea las declaraciones de algunos vecinos de la aldea.
Gallos
Era una tarde fresca, hacía viento y el cielo estaba lleno de nubes, sin embargo, los que conocían más dijeron que no llovería sino hasta la medianoche. Mientras tanto, en el palenque subían las apuestas; las peleas de gallos eran la sensación de la tarde, y todo el mundo esperaba a don José, que, aunque no apostaba nunca, le gustaba ganar con “Juan”, su gallo consentido, al que nadie le había ganado todavía.
“¿Va a jugársela con su gallo, don José?” –le preguntó un vecino.
“Claro” –respondió él, pero una voz aguardentosa lo interrumpió.
“¡Diez mil a mi gallo giro contra el pollito de don José!”
Este se volvió para mirar al que lo retaba, y sonrió.
“Yo no apuesto, Polo –le dijo–, pero si aquí quieren, tiro al palenque a ‘Juan’. ¿Qué decís?”
“¡Cazados los diez mil!” –gritó el corredor de apuestas.
Polo entregó un fajo de billetes. Varios hombres apostaron sin pensarlo dos veces.
“¡Va de cien mil, señores!”.
“Apuesto quince mil más” –gritó Polo.
“Va de doscientos cincuenta mil”.
Don José, seguro de su gallo, lo llevó al ruedo. Polo entró con el suyo.
Revisadas las espuelas, que brillaban por lo filosas que estaban, se picotearon los gallos y los lanzaron a la arena. Nadie gritó. Nadie dijo nada. El silencio podía tocarse con las manos. Sin embargo, treinta segundos después, un griterío sacudió palenque. “Juan” acaba de decapitar al giro de Polo.
“¡Maldito, seás! –gritó éste, traspasado por la cólera–. ¡Me las vas a pagar!”.
“No seás mal perdedor, Polito”.
“Más va a perder este viejo miserable” –respondió Polo.
Y, a la semana siguiente, don José empezó a ver que en su finca sucedían cosas extrañas.
Don Jorge pasa unas páginas más, y lee en voz alta.
“Empezaron a morirse las gallinas, se le perdieron algunas vacas y le destruyeron su manzana de yuca. Además, los cercos aparecían destruidos cada mañana, y alguien le dañó el maizal...”.
Reclamo
Don José, más acostumbrado a la paz que a la guerra, supo que Polo y su amigo Rigo estaban cumpliendo su amenaza. Le estaban haciendo daño, y él quería arreglar las cosas por la buena, pero aquellos hombres se ahogaban en su propio odio porque el gallo que les había matado “Juan” era el mejor que tenían, y les hacía ganar mucho dinero. Lo peor era que ese día apostaron todo lo que tenían...
“Pucha, Polo –le dijo don José, en una calle del pueblo, una mañana de domingo–, ya sé que son ustedes los que me están dañando la finca, y yo no les he hecho ningún daño...”.
“A mí me vale lo que vos digás –le respondió Polo–, y podés irte preparando porque eso no va a ser todo...”.
La confrontación vino de inmediato y tuvo que intervenir el auxiliar del pueblo para que aquellos hombres no llegaran a las armas. Cuando Polo se fue, se iba riendo.
Policía
“¿Está seguro de lo que nos está diciendo?” –le preguntó el detective de homicidios a don José, aquella mañana en que su esposa lloraba sobre el cuerpo de su hijo muerto.
“Seguro, señor”.
“¿Tiene más enemigos usted?”.
“Nunca tuve enemigo, señor, pero desde que mi gallo les mató al gallo de ellos, me agarraron odio, y empezaron a dañarme las cosechas, a matarme las gallinitas y a destruirme los cercos...”
“¿Sabe usted dónde viven estos hombres... Rigo y Polo?”.
“Sí”.
La primera casa que visitó la Policía fue la de Rigo. Este, al verlos, se puso nervioso.
“Yo no he hecho nada” –gritó.
“Vamos a revisar tu casa” –le dijo un inspector.
“Si traen una orden, sí...”.
En el corredor, debajo de un montón de tusas secas, un detective encontró un machete. Estaba lleno de sangre.
“¡Polo fue! –gritó Rigo–. Polo fue el que me enganchó... Estaba furioso con don José por lo del gallo...”.
“Estás detenido –le dijo el oficial–; Tenés derecho a guardar silencio, o sea, a callarte...”.
Cuando llegaron a la casa de Polo este ya no estaba. Su esposa dijo que se había ido para el sur.
“¿A dónde?”.
“No sé”.
“¿Dónde podemos hallarlo?”.
“No sé”.
De aquella mujer no iban a sacar nada. Sin embargo, tiempo después, Memo le dijo a Rigo que ya lo habían localizado, y que solo le estaban dando tiempo para que se confiara... Mientras tanto...
“Preparate –le dijo Memo, con voz fría y afilada–, porque te vamos a matar... Lo que le hiciste a Angelito lo vas a pagar con tu vida... y muy pronto”.
Rigo espera en medio del más horroroso terror, mientras allá, en una perdida aldea de Olancho, una madre sufre cada segundo la ausencia de su hijo, y un padre llora... y dice que “todo se lo deja a Dios”.