Hace unos años, algunos de los mensajes dirigidos a mí llegaron a otra dirección de otro Víctor, residente en Nueva York. Hasta que en una ocasión recibí un mensaje en el que me remitían un correo con la aclaración: “Creo que esto es para ud.”. Quien me lo remitía era Víctor Manuel Ramos, periodista, poeta, cuentista y novelista dominicano, migrante en los Estados Unidos.
Se llama igual que yo, pero vive en los Estados Unidos, a donde llegó como migrante, seguramente, pues no me lo ha dicho, huyendo de la difícil situación que sacudía a la República Dominicana que recién había salido de la dictadura sanguinaria de Trujillo sostenida por los mismos EE UU.
Ni qué decir. Establecimos una amistad a través del internet, hicimos algunos compromisos: entre ellos el de editar un libro entre los dos, asunto que no hemos cumplido, e intercambiamos nuestras publicaciones.
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En uno de los paquetes postales me llegó su magnífica novela “La vida pasajera”, que leí de un tirón y de la que quedé encantado. Ahora, con motivo de la cuarentena a que nos ha sometido el régimen hondureño, por el motivo de la pandemia del coronavirus, he vuelto a leer la novela de mi tocayo.
Se trata de un libro extraordinario, tan extraordinario que mereció el Premio único del Primer Certamen Literario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, en el año 2010. La obra está escrita en el estilo macondiano y se trata de un texto fluido, escrito en un lenguaje limpio pero con mucha utilización de los giros propios del español de Dominicana.
Relata los apremios y la realidad mágica de una familia –la familia Espinal- que se debate en la pobreza, pobreza extrema, y se radica en el campo, sometida a la explotación de los exportadores de madera, pero por los apremios de los hijos, que deben emplearse en la ciudad de Santiago de Los Caballeros, se traslada a vivir a un tugurio citadino que termina arrasado por un voraz incendio. El gobierno, con el dinero recogido en una maratón radial, construye nuevas casas para los damnificados, pero su reparto es aprovechado para favorecer a los correligionarios políticos. Antonio, hijo de Plinio, el jefe de la familia Espinal, acude a su patrón, un médico ligado, por su posición económica y su prestigio, al síndico, para que interceda y le adjudiquen una de las casas a su familia.
Sin embargo, la familia Espinal tiene puestos sus ojos en el sueño americano y poco a poco ha tenido que migrar, incluso con nombres ilegales que pertenecen a otro ciudadano fallecido pero que tiene visa. La vida en Nueva York, de alguna manera, sigue tal cual era el infierno en Dominicana: habitan un departamento en un quinto piso, sin escaleras, en un edificio en ruinas, trabajan sin descanso para obtener algunos dólares que les permitan subsistir en penosas circunstancias. Haciendo uso de triquiñuelas, como la de amenazar a sus clientes con una pretendida mafia italiana, uno de los Espinal se dedica al préstamo de dinero. Con esas amenazas asegura que le paguen los préstamos y acumular un poco de dinero con el cual contribuye para aportar a la instalación de una bodega (que en Honduras llamamos pulpería). Al final, logran instalar un negocio, pero dos de los dueños de la empresa familiar mueren en un asalto. El viejo Plinio muere de viejo y la vida, para los que quedan, sigue azarosa y llena de imprevistos.
Víctor Manuel, lo dije antes, usa un lenguaje limpio, fluido, para exponer la trama que fluye como un río. Como también es poeta, usa muchísimas imágenes de una exquisitez literaria: “Exhalaba desinflándose, como si se le vaciara la paciencia”, “aquellos huesos y pellejo que antes iban y venían”, “la vida se le salió de adentro con la misma falta de solemnidad con que llegó cuando nació”, “de mirada larga, como los años”, y paro de citar.
La novela tiene mucha actualidad porque, además de tratar con precisión y claridad el problema de la pobreza en que se debate la mayoría de los pobres dominicanos y los ciudadanos de los países latinoamericanos –incluido Chile que hasta hace poco se presentaba como un ejemplo a seguir, pero que todo era un embuste–, aborda la migración-emigración, que las gentes ven como la solución a sus extremos problemas, como un avance, un paso más en la lucha existencial, pero que, puestos en la realidad, descubren que solo ha habido un cambio de escenario, que las cosas siguen igual: no faltan las penurias, la miseria misma, aunque algunos logren escalar a peldaños económicos de mejoría.
La trama es limpia, sigue, como dije, un curso, como un río de aguas cristalinas con remansos, rápidos y cascadas en un ir y venir a través del mar Caribe. Hay espacio para que se revelen las aspiraciones y las peripecias de la mayoría de los miembros de la familia Espinal, que lucha unida, con tesón y denodado esfuerzo, para salir adelante, muy a pesar de las jugadas trágicas y difíciles que les juega la vida, que por más que quieran ignorarlo, es pasajera.