TEGUCIGALPA, HONDURAS.- ”¡No quiero ver a ninguno de ustedes, pendejos, hartándose tamales en mi velorio!” —exclamó repentina e iracundamente el maestro jubilado en evidente azoro bajo el yugo de Dionisio.
Las terrenales bacantes se paseaban orondas —ataviadas con diminutas prendas ceñidas a sus obesos cuerpos provocando un desborde de bultos grasientos de arriba abajo— sirviendo la profana ambrosía a los mortales ahí presentes; un selecto grupo de profesores que se hacían acompañar por algunas amistades extrañas a su profesión: unos cuantos albañiles y carpinteros.
No atravesaban el ambiente celestiales notas de arpa o de liras; al contrario, trompetas apocalípticas y los atronadores berridos de algún cantante de narcocorridos contaminaban más aquella sentina.
Del mundanal aquel emergió otra voz aguardentosa, entre el vocerío y las carcajadas que había provocado la afrenta del maestro jubilado, se levantó esta voz diciendo así: “Ustedes saben que hablo el inglés a la perfección, sin embargo, nunca me iría de mi país, ni con visa ni coyote y, mucho menos, en caravana. No, yo no dejo mi patria, mejor doy lástima aquí y no en tierras lejanas. ¡Jamás seré un extraño en tierras extrañas!” —remató con orgullo el patriota que en sus tiempos de sobriedad se dedicaba a elaborar muebles de madera y, cuando su fervor se lo dictaba, predicaba torpemente en la iglesia católica. (Aplausos, vivas y brindis por el furibundo nacionalismo del carpintero/predicador).
El profesor, al verse desplazado por el discursante patriótico, se encolerizó todavía más contra sus camaradas de francachela y se atrevió a lanzar otra amenaza más grave que la primera: “Es más, yo sí me voy a ir a morir a otro país, cabrones, así no les voy a dar el gusto de verme palmado, ¡hijueputas!”... En ese preciso momento los berridos gruperos habían cesado y la voz enardecida del profesor hizo eco en los sesos casi colapsados de los concurrentes.
Hubo unos minutos de pasmoso silencio, los entes etílicos se miraban unos a otros sin saber qué hacer ni qué decir hasta que los estridentes aullidos del vocalista de la banda se reiniciaron en el viejo equipo de sonido del lupanar: “¡Nombe, profe!, de seguir chupando así quién sabe que sobreviva esta noche” —lo sentenció un colega.
“Si me muero aquí y ahora —insistió el carpintero patriota—, con orgullo y con honor pereceré en la tierra que me vio nacer y con guaro nacional en la barriga. ¡Cheers!” (Vítores y más brindis). “Chir, chir, ¿qué diablos es eso? ¡No joda! Y dice que orgulloso de ser indio, hable en lenca y le creo, jodido —bramó el profesor opacando el sonido de la música ambiental—. Uy sí, muy patricio, ¡chirudo!”.
El beodo nacionalista patriótico católico bilingüe no se inmutó en la relajada pose que le brindaba el único sillón del lupanar, el cual había acaparado y le daba un aire de superioridad.
Descruzó una pierna cruzó la otra y murmuró algo en inglés: —Fuckin’ moron. He’s just an old man. El profesor, como por gracia de Baco, pareció entender el significado de aquellas palabras, se puso lívido-cadavérico, empotró su pacha en el mostrador con un movimiento brusco dando un puñetazo ante la expectante vista de la dueña del antro y sus ménades.
Todos callaron y hasta la música se acabó. Se dirigió a la única salida y tras un portazo y sin decir palabra se perdió en la oscuridad. El carpintero bilingüe se pavoneaba entre los dionisíacos seres quienes pidieron se reanudara el mitote y la noche transcurrió entre tragos y conversaciones espirituosas.
No parecía haber pasado mucho tiempo desde que el maestro salió acompañado por las Tres Furias cuando la felicidad temporal se terminó para siempre. A las 3:16 de la madrugada del viernes 3 de marzo del año en curso se reportó el incendio de una cantina donde perecieron calcinados casi todos los ahí reunidos.
El único sobreviviente y quien dio parte del holocausto era un hombre que sólo mascullaba palabras ininteligibles —que alguien supuso eran en inglés— y que nadie entendió. Después de un vahído casi mortal, tres vómitos pestilentes y dos inexplicables ausencias —ido, ido se quedaba viendo, quizá, los fantasmas de sus compinches ya extintos—, con señas y emitiendo entrecortados monosílabos los llevó a las ruinas envueltas en las densas emanaciones mefíticas que portaba el humo proveniente de la carne humana que yacía ahí chamuscada y amorfa.
“Una ilustración realista de Alfred Kubin. Le llamaría La Pira” —comentó un maestro que estaba entre los curiosos y al que nadie comprendió.