TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Convivir entre la violencia y el miedo no es comida de trompudos, más cuando la calle te daña al extremo que ni el tiempo ni los medicamentos son capaces de sanarte la cabeza; llevo diecisiete meses zozobrando en el infierno existencialista, y a pesar de que las ganas de respirar me abandonan, me esfuerzo como nadie para regresarme la capacidad de ver colores... Lo peor es que al levantar la mirada, la vida a mi alrededor sigue estando tan muerta como lo está Samuel.
Hay territorios en donde, al parecer, las maras y las fuerzas estatales han acordado vivir en tregua; zonas grises que motean el mapa del Distrito Central en las que la vida vale un carajo. Aquí, las costumbres son tu escudo y el rosario tu chaleco antibalas. La única autoridad que se respeta es la de los cabecillas que se encargan de la parafernalia delictiva.
Aunque la vida para muchos es así de hostil, cohabitar con el peligro no nos paraliza. Aprendemos casi desde que nos amamantan cuáles son los síes, los noes y las consecuencias de estos últimos. Vivimos en un estado de alerta constante y sabemos cuán difícil es certificar que con cada salida habrá un regreso garantizado. Tal vez por eso se afirma que en la pobreza se sabe querer.
Mi amigo, El Macizo, decía que los problemas no le llegaban a uno siempre y cuando no se anda loqueando en la grieta del alacrán.
“Macizo —le pregunté cuando regresábamos en el colectivo al salir de la jornada nocturna de estudios— ¿Qué sucede cuando evitás los malos pasos, pero el alacrán te ataca por haberte cruzado en su camino?”. “Mirá, chavalo —respondió con determinación—, de los ojos para adelante me cuido yo y de la nuca para atrás se encarga Dios, allá cada quien”. El taxista nos vio por el retrovisor y asintió.
Antes de despedirnos, le recordé que mañana se jugaría la final de la copa burocrática. “Dale, perro, ponete buzo y avisale al resto. Yo llevo las pachas y ustedes el quanty”. Chocamos los puños y ambos seguimos nuestros caminos. Al llegar a la casa, telefoneé al Sarco, el Chino, el Chele, el Culiche y a Patas Locas. Todos confirmaron, incluyendo Samuel.
“Nadie te invitó a vos, loco” —le dije mientras me comía un rambután. Mamá intervino en su defensa y me amenazó diciendo que de la casa no salía si no lo llevaba conmigo. Por más que insistí en que era una actividad entre aleros, las instrucciones ya estaban dadas. Me fui a mi cuarto, encrespado como un gato. Samuel, en cambio, saboreaba los beneficios de ser el consentido de nuestro hogar.
El evento comenzó a la hora prevista. Nosotros llegamos temprano para acomodarnos en los asientos de siempre y beber con calma las pachas de agua loca que llevábamos escondidas en los calcetines. Desde el silbato inicial hasta el final, la fiebre futbolística redujo a cenizas el libre albedrío de la multitud. Por alrededor de dos horas, nada importaba tanto como el resultado del partido.
Cuando salimos, las palabras de júbilo y las lamentaciones que se escuchaban a destiempo se interrumpieron por el comienzo de un tiroteo. La confusión era tal que la división del grupo fue inevitable. Cada quien corrió para salvarse a su manera. Me escondí en un callejón en tanto cesara el estruendo de los disparos, pero caí en la cuenta de que Samuel ya no estaba a mi lado.
Corrí a buscarlo, mientras gritaba desesperadamente su nombre. Choqué con varias personas hasta que encontré el cuerpo sin vida de mi hermanito, tirado sobre el pavimento. Flotaba sobre un charco de la misma sangre que se fugaba por las perforaciones que las balas perdidas crearon en su inocente cuerpo. El corazón y las piernas me fallaron. Jamás había experimentado tanto dolor.
La comunidad nos pidió el calzado de Samuel para tener un gesto de solidaridad con mi familia. Alguien los entrelazó por los cordones y los lanzó a los cables que conectan los postes de luz que se encuentran sobre el área donde lo mataron. Arreglos florales, candelas y fotografías decoraron el pavimento hasta que la lluvia y el viento se deshicieron de todo, pero sus tenis siguen allí.
Con el tiempo, descubrí quién fue su homicida. Me di cuenta que entrelazaba zapatos y los colgaba en diferentes partes de Tegucigalpa para aterrar a los habitantes de esas zonas. El hijo de puta los utilizaba como su firma personal.
Logré dar con su nombre, le pagué al Macizo, y a los días, su cadáver estaba de portada en los diarios nacionales bajo el título: “En la aspereza de los barrios capitalinos, la justicia y la venganza son hermanas de una misma madre”.