Caracas, Venezuela
El fracaso es evidente en todos los órdenes, pero especialmente en el económico, donde el país ha pasado del desabastecimiento a la hambruna.
También se han roto las reglas de juego del sistema político, la democracia se ha vaciado de contenidos y al estallido social le ha sucedido la protesta masiva en las calles venezolanas, tal como se está viendo en estos días y que ha sido contestada con una brutal represión por parte de un régimen que se resquebraja por momentos.
Parece que no hay salida, el diálogo sigue ausente y el gobierno venezolano ha optado por la peor de las respuestas: el uso de la fuerza contra la disidencia y una retórica beligerante y agresiva contraria a las más elementales formas del sentido común.
Por otra parte, la oposición convocó a un proceso consultivo para este pasado 16 de julio en que se decidió rechazar la Asamblea Constituyente convocada por Maduro.
El tira y afloja continúa
El intervencionismo del Estado en la economía, intentando controlar los precios, expropiando colectividades agrarias y ahuyentando las inversiones extranjeras, ha tenido efectos desastrosos para todos.
La inflación ya supera el 700 por ciento anual, el crecimiento económico es negativo desde hace años, el bolívar ya cotiza a 10,000 unidades por dólar, la producción del país es nula y, como guinda final, las tiendas están vacías, ya nadie puede importar nada porque no hay divisas.
Frente a ese estado de cosas absolutamente caótico, el régimen de Maduro optó por la más errática de las soluciones, emitir más moneda, y la inflación siguió aumentando a la par que la escasez de artículos básicos.
Así lo describía el diario El Comercio en uno de sus editoriales: “La decisión gubernamental, adornada en supuestas conspiraciones internacionales de que se acumulan billetes de 100 bolívares, es sacar de circulación estos billetes y emitir otros de 500, 1,000, 2,000, 5,000, 10,000 y 20,000 bolívares, lo que refleja el tamaño y la gravedad de una enfermedad económica que puede sumir aún más a ese país en una espiral impredecible”.
A este cuadro hay que añadir que los precios del petróleo -ya el único producto que exporta Venezuela- han caído drásticamente en los últimos años y el régimen no tiene ya divisas para financiar unas inútiles misiones sociales que nunca funcionaron, pero que al menos servían para generar adhesiones a través de un clientelismo descarado.
Además, para agravar más las cosas, la producción del petróleo sigue cayendo desde hace años -sobre todo desde la intervención el gobierno en la empresa petrolera PDVSA- y en el año 2016, según cifras oficiales, la bajada fue de 500,000 barriles hasta los dos millones, muy lejos de los 3.5 millones de antaño.
Frente a este cuadro devastador en lo económico, el régimen esgrime un discurso victimista, agresivo contra todos y casi rayano en la paranoia.
Culpan del actual caos reinante, que los gobiernos de Chávez y Maduro generaron con sus fracasadas políticas, a la “derecha parasitaria” del país que, aliada con el “imperio” -Estados Unidos-, conspiran con una “guerra económica” contra los intereses nacionales.
Y lo hacen sin pruebas, con simples exhibiciones retóricas, acusando a diestro y siniestro, señalando sin argumentos creíbles a Washington y a otros círculos del exterior de estar detrás de una gran conspiración.
El pecado fundacional del régimen es que se miró en el espejo de regímenes fracasados, como el cubano, y no en experiencias exitosas de otros países gobernados por la izquierda, como Chile, Uruguay o los países nórdicos en Europa.
Chávez cometió errores gravísimos en la gestión de la economía, que nunca fueron corregidos porque nunca hubo propuesta de enmienda, y después Maduro siguió insistiendo en reafirmarse en fórmulas absolutamente fracasadas y que conducían al abismo que el país vive hoy.
Luego, en lo político, el régimen se desmorona por momentos y hace frente a una grave crisis, tanto en su desempeño frente a la oposición tras haber roto todos los puentes para un posible diálogo, que habían auspiciado algunos actores de la comunidad internacional, entre los que se encontraba el Vaticano, y también en su cohesión interna, toda vez que comienzan a aflorar las divisiones dentro de lo que hasta ahora había sido un bloque monolítico.
Paradigmático de esos síntomas de resquebrajamiento del régimen ha sido la reciente llamada de atención contra la represión de la fiscal general de la República Bolivariana de Venezuela, Luis Ortega Díaz, quien ha denunciado los abusos de las fuerzas de seguridad y los grupos de choque del régimen -los denominados “colectivos”-.
Casi ochenta personas han sido asesinadas -no tiene otro nombre a tenor de las imágenes que nos llegan desde Caracas- en la represión de las protestas convocadas por la oposición y hay casi dos mil heridos en las mismas, aparte de casi dos centenares de detenidos.
Algunas fuentes, como el canal de televisión NTN, hablan de hasta 3,529 arrestados en las protestas.
Por cierto, la fiscal general Luisa Ortega ya está en el punto de mira de la dictadura: se le ha retirado el pasaporte, podría ser procesada en las próximas semanas e incluso se ha llegado a dudar de su estado mental por algunos voceros de régimen. Es acusada, abiertamente, de ser una “traidora” por parte de los partidarios de Maduro.