En este mundo donde reina la confusión ideológica y política, donde domina la posverdad, que es una suerte de realidad virtual donde nos creemos lo que vivimos aunque sea una farsa porque simplemente nos conviene y tiene apariencia de verdad, las fronteras entre la derecha y la izquierda parecen haber desaparecido.
Y los discursos entre ambas orillas políticas se entremezclan en una suerte de megacaos léxico en el que aparecen indistinguibles las ideologías, credos o doctrinas políticas.
Por otra parte, el superávit de información no nos permite –la mayor parte de las veces- distinguir entre lo que realmente está pasando o lo que queremos creer que está pasando; son tales las dosis de información que tenemos sobre cada asunto, como por ejemplo la crisis de Venezuela, que para un neófito tal volumen de noticias no le permite cualificar ni cuantificar la verdadera dimensión de lo que está ocurriendo, de lo que está aconteciendo minuto a minuto en las calles de Caracas, donde se está gestando, quizá sin saberlo, una de las primeras grandes revueltas cívicas del siglo XXI.
Eso sí, sin que la izquierda se dé por enterada, haga la vista gorda ante la brutal represión del sátrapa de Caracas y prefiera mirar para otro lado. Cínicos movidos por un integrismo ideológico sin cortapisas morales.
Los fanáticos de izquierda, que como todos los fanáticos defienden lo imposible aunque se estén clavando con sus palabras las puntillas de su propio ataúd político –como es el caso claro y notorio de Pablo Iglesias, el inefable e hipócrita líder del movimiento populista, demagogo y proiraní Podemos-, viven en otro mundo, en el suyo, claro, y para ellos todo vale, aunque el coste sean centenares de muertos y el hambre de todo un pueblo, en aras de justificar su demagógica creencia de que el fin justifica los medios si sirve a su miserable causa.
Sin embargo, nunca en la historia reciente la izquierda –y me refiero a la de todos los continentes, pero sobre todo a los cretinos de Europa y las Américas- había estado tan sumida en la confusión y el desconcierto, la estupidez manifiesta y la evidente mala fe. El régimen venezolano no es de izquierdas por mucho que se le mire.
No lo es en su discurso, que bebe del léxico, las ideas, el pensamiento, la estrategia teórica planteada y las ideas originarias del movimiento fascista y tampoco lo es en su praxis política, quintaesencia básica y primitiva que imita a la perfección a los regímenes fascistas (ya fenecidos, por suerte) del siglo XX.
En definitiva, el chavismo no ha inventado nada nuevo y a sus orígenes me remito.
En primer lugar, el fundador del régimen, Hugo Chávez, no es un hombre que tenga orígenes de izquierda, sino más bien lo contrario: fue un militar, golpista para más señas de identidad, que intentó derribar a la institucionalidad democrática en 1992 y fracasó.
Nunca tuvo en su mente -como Hitler de sus orígenes, que también intentó derribar a la democracia en 1923 con terroristas de la extrema derecha y también naufragó- organizar un movimiento político y presentarse a unas elecciones libres.
Mas bien lo contrario: desde sus orígenes siempre planteó como idea fuerza de su corpus político el hacerse con el poder por la violencia y desde ahí, desde el acceso al gobierno por la vía militar, fundar régimen y sentar, quizá para siempre dejando a un lado la mascarada democrática que más tarde utilizó para calmar a las almas más sensibles, las bases para un dictadura militar eterna al estilo de la siempre admirada satrapía cubana.
Luego, y en segundo lugar, pero no menos importante, las ideas de Chávez no eran nada nuevas, sino que venían importadas, más concretamente de la Argentina peronista y tenían nombre y apellidos: Noberto Ceresole.
Este exmilitar nacionalsocialista, estalinista, antisemita, simpatizante del terrorismo palestino y de los montoneros, quiso hacer sus contribuciones ideológicas a la causa peronista y bocetó una serie de ideas sobre un régimen que debía de ser capaz de fusionar al pueblo, el ejército, el partido y al gobierno de las masas en una sola entidad política.
Chávez, siempre muy pobre en términos ideológicos y con una escasa formación política en sus orígenes, contrató a Ceresole y le convirtió, salvando las distancias, en una suerte de Rasputín caribeño, un oráculo de Delfos donde el máximo líder se nutría de ideas (descabelladas), propuestas (absurdas casi siempre), proyectos (imposibles de cumplir) y misiones (estúpidas). El resultado a la vista está: el país es un desastre total.
Pero las relaciones entre ambos, a medida que la megalomanía de Chávez se acrecentaba y Ceresole iba perdiendo peso en la corte del gorila izquierdista –una suerte de camarote de los hermanos Marx pero plagada de oportunistas, narcotraficantes, vulgares rufianes y ladrones, asesinos de la peor especie y traficantes de armas-, se fueron estropeando y el matrimonio de conveniencia, como era de esperar en ese mundo surrealista y absurdo, se rompió y desembocó en un tragicómico divorcio.
Ceresole, que era un impresentable ya sin predicamento siquiera en la Argentina montonera y carroñera, se marchó con el cuento a otra parte, mientras que Chávez se quedó en Caracas esperando a los monaguillos de lo que algún día sería Podemos. De Ceresole a Monedero y tiró porque me toca.
La guinda de la tarta a este verdadero big bang ideológico del régimen la ha puesto el heredero designado por Chávez antes de irse de este mundo, Nicolás Maduro, descubridor reciente de un quinto punto cardinal y personaje absurdo, si no fuera porque se ha convertido en un despiadado déspota, un asesino sin piedad y un narcotraficante de la peor especie.