TEGUCIGALPA, HONDURAS. -Conocí a Kathyna en el taller de su suegra, la señora Rheinboldt. Allí se fabricaba cerámica y yo acudía, mientras era estudiante de la Facultad de Medicina, para encargar estatuillas que utilizábamos en la promoción de nuestro movimiento estudiantil para competir por la Asociación de Estudiantes de Medicina de Honduras, de la que fui su presidente. Muy pocas veces tuvimos la oportunidad de hablar extensamente porque, cada vez que la vi llegar, siempre estaba apurada por las obligaciones de su trabajo.
Leí, creo que más tarde, algunos de sus trabajos publicados en diario EL HERALDO, en lo que hacía referencia a sus actividades de una verdadera promotora de la actividad cultural que ella impulsaba desde su puesto en el Consejo del Distrito Central.
Con motivo del fallecimiento de Kathyna, como consecuencia de una dolorosa enfermedad, asistí a su velatorio, en compañía de mi primo Marco Tulio Mejía Rivera y de su esposa Sandra, en la funeraria Jardines de Paz Suyapa, en el Bulevar Suyapa y, al día siguiente, a entierro.
Durante el velorio me hicieron sus nietos el obsequio de un interesante libro: “Los cuentos de Bell”, que contiene en más de cuatrocientas páginas interesantes estampas de la vieja Tegucigalpa, de Yuscarán, de la vida familiar y de las costumbres de antaño, más muchos reportajes que Kathyna, la autora, publicó en EL HERALDO, casi todos en torno a temas de contenido cultural.
Uno de esos reportajes me descubrió a Kathyna, como a una aficionada consumada de la música clásica y como una de las más entusiastas organizadoras y participantes de los campamentos musicales juveniles destinados a formar jóvenes en la vocación musical, para hacer, como ella dice, verdaderos semilleros de muchachos destinados a integrar conjuntos sinfónicos en Honduras para estimular, entre el pueblo, el amor por la música culta.
El libro cuenta con un prólogo escrito por el pintor Roque Zelaya, quien además hizo, con su estilo único, un delicado retrato de la autora para la cubierta.
Si este libro llegara a reeditarse, sería bueno hacerle algunos ajustes porque, sinceramente, luego de su lectura, he encontrado en sus páginas un interesante relato de la vida y las costumbres de la vieja Tegucigalpa de finales de la primera mitad del siglo pasado (XX), de la unidad familiar, de la vida sin sobresaltos de las familias de entonces, de la dicha y felicidad con que crecían los niños dedicados a sus labores escolares y a los juegos tradicionales entre hermanos, parientes y vecinos, sin dejar por lado el cariño que recibían de los abuelos y parientes de mayor edad, junto con la reprimendas y los acertados consejos para llegar a ser, en la edad adulta, hombre y mujeres de bien.
Kathyna hace una descripción detallada del barrio la Hoya, de Tegucigalpa, de cada una de sus casas y sus calles bullangueras llenas de niños y escasas de autos, de cada una de las familias que habitabas aquellas casas solariegas construidas con adobe, artesón de madera y techo de teja de barro; de las relaciones de confraternidad que prevalecían en el ámbito del barrio y de la ciudad que no pasaba se de un nido de palomas en medio de las montañas y aledaña al río Choluteca de aguas cristalinas, como le cantara Juan Ramón Molina, relato que constituye un documento importantísimo para poder hacer un recorrido histórico de las familias, las costumbres y los parentescos de la vieja Tegucigalpa.
En uno de los textos se encuentra una importante relación de la escuela de esa época, relato que constituye un trascendental retrato de las metodologías educativas que prevalecían en nuestras escuelas y del kindergarten, el primero que se organizaba en la capital de la República.
De gran interés antropológico resultan sus relatos descriptivos de las fiestas religiosas en Tegucigalpa y Comayagüela: los tradicionales nacimientos que ahora casi han desaparecido pero que tuvieron un auge con su auspicio a través del empuje que les dio con el auxilio del Distrito Central, de las navidades de antaño, y de las solemnes ceremonias y procesiones con que la feligresía capitalina celebra la Semana Santa y de la conmemoración de la Virgen de Suyapa en los primeros días de febrero de cada año.
Kathyna tuvo la dicha de viajar por el mundo, ya como acompañante de su esposo Víctor Manuel Rheinboldt o como tarea de su trabajo. Ella aprovechó esos viajes para hacernos una diáfana pincelada de lo que vio y admiró, de todos los sitios que visitó, como la descripción de su estadía en La Habana y su emblemático cabaret El Tropicana.
Kathyna insiste en que su libro está destinado para recoger los cuentos que ella hacía a sus hijos y nietos, pero por su importante contenido es un libro que nos retrata, con la nitidez de un daguerrotipo en sepia, todos los matices de una sociedad dominada por la placidez de la vida en una sociedad sin sobresaltos, con sus habitantes hermanados como ciudadanos y conscientes de sus deberes solidarios.
En gran parte del libro, Kathina nos muestra su preocupación por la mujer: su desarrollo social, sus derechos, su capacidad para aspirar a la igualdad en derechos económicos, políticos y sociales con el hombre. Estos artículos del libro nos muestran a una Kathyna con una inmensa sensibilidad social.
Cómo ella fue testigo de muchísimos acontecimientos memorables de Tegucigalpa y del país, también aprovechó para hacernos su testimonio de visitas importantes de mandatarios y de sus esposas y de otras celebridades.
A pesar de sus tareas y obligaciones, no dejó de preocuparse por la paz y en gran parte del libro hay, a veces sumergidas y otras como aluviones cristalinos, sus esperanzas por la paz como una de las condiciones para lograr el auténtico desarrollo de nuestros pueblos. No sé que divulgación ha alcanzado el libro Los cuentos de Bell, de Kathyna Elvir de Reinboldt. Pero si debo decir que se trata de un libro con importantes datos que no pueden ser ignorados por quien se preocupe por la historia de la sociedad de su tiempo, aquí, en la entonces, apacible Tegucigalpa.
Su familia –esposo, hijos y nietos–, deben sentirse sumamente orgullosos.